Es verdad que una de las causas que explican la violencia en el mundo es la miseria, la extrema pobreza en que viven y mueren, para mayor gloria y negocio del mercado que impone las reglas, dos terceras partes de los seres humanos. Y de su mano, hijas del mismo padre, otra razón que llama […]
Es verdad que una de las causas que explican la violencia en el mundo es la miseria, la extrema pobreza en que viven y mueren, para mayor gloria y negocio del mercado que impone las reglas, dos terceras partes de los seres humanos.
Y de su mano, hijas del mismo padre, otra razón que llama a la violencia es la injusticia, los innumerables conflictos pendientes de solución, archivados bajo de las alfombras, remitidos a un tiempo que siempre será tiempo, conflictos que se van envenenando conforme pasan los años y el silencio, y que terminan, inevitablemente, engendrando más y más violencia.
También es cierto que el fanatismo religioso, con independencia del Dios al que sirva de coartada y la iglesia que le procure el rito, difunde la violencia aún con más perseverancia que sus dogmas.
Pero sin negar la validez de todas estas causas y algunas más que omito, el más infalible conductor de violencia es el asco, la cólera que en el ánimo del más indiferente observador provoca el constante ejercicio de cinismo, la hipocresía conjugada en todos sus tiempos.
Si hay algo que desespera y enerva al más comedido mortal es la desfachatez con que los inmorales pretenden revestirse de virtud; es el global festejo de la desvergüenza, la enfermiza ambición exhibida y honrada como misericordia; es el relato de la vileza más perversa subastada como única bondad; es la impunidad con que la delincuencia homologada se expresa y celebra su legal amparo; es esa náusea que queda en el duodeno, como llaga sangrante, de quienes ni siquiera tienen derecho a la memoria.
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