Estoy leyendo, mejor, paladeando, las «Memorias de ultratumba» de Chateaubriand. Chateaubriand fue prácticamente el único superviviente de una familia aristócrata en 1789, fecha de la explosión social equivalente a la bomba atómica en el siglo XX que fue en el XVIII la Revolución francesa. En dos tomos de unas 1.400 páginas cada uno relata su […]
Estoy leyendo, mejor, paladeando, las «Memorias de ultratumba» de Chateaubriand. Chateaubriand fue prácticamente el único superviviente de una familia aristócrata en 1789, fecha de la explosión social equivalente a la bomba atómica en el siglo XX que fue en el XVIII la Revolución francesa. En dos tomos de unas 1.400 páginas cada uno relata su biografía y los acontecimientos a caballo entre dos siglos que son absolutamente trepidantes. Vivió en directo el despotismo monárquico reforzado por el aristocrático, invariable hasta entonces.
Luego, el delirio revolucionario que cambió la faz del mundo. Luego, la peripecia napoleónica con sus picos de grandeza y de miseria del general que se propuso liberar a Europa de las garras del absolutismo, dejando atrás millones de muertos y abriendo de par en par las puertas de la libertad ganada años atrás en la Bastilla. Luego, otra vez la monarquía restaurada, otra vez despótica, aunque ya debilitada, tan detestable o más que la monarquía heredada aunque sólo fuera porque ya se habían visto los contornos de la libertad. Culmina su epopeya biográfica, en la que hay una carga de intensa espiritualidad e imparcialidad, con estas «Memorias de Ultratumba»: un monumento de sensibilidad, de rigor y de belleza narrativa comparable, a mi juicio, a la Iliada de Homero pero en este caso en claves de realidad extrema…
Chateaubriand es uno de esos genios (quizá eso es lo que caracteriza a todos) que, dentro de lo que le es posible a la inevitable subjetividad humana, no hace concesiones y al tiempo las hace todas… Flexible e implacable a la vez en sus juicios de valor sobre los hechos y las personas, recorre en torno a Napoleón desde la admiración hasta la profunda decepción, para reconstruir, a partir de la restauración monárquica, su concepto del personaje Bonaparte; lo que le permite remodelar muchas ideas, como nos ocurre más o menos a todos con el paso de los años. Emprendemos el camino desde la tesis. Lo seguimos hasta la antitesis. Y luego, por la experiencia y la ciencia que equivale al mucho molturar el pensamiento, acabamos en la síntesis. Es lo que hace él de modo impecable respecto a la gigantesca dimensión humana y militar del genio corso.
Todo cuanto relata y sucede entre 1789 y 1820 podría decirse que, para los espíritus revolucionarios, es algo que está llamando a la puerta de la historia desde que España simula democracia. Diríase que todo cuanto sucedió entre 1789 y 1820 podría haber vuelto a suceder en el mundo occidental a no ser por esa prestidigitación mágica y tecnológica empleada por los grandes depredadores para no sólo embaucar a miles de millones, sino también para debilitar su opinión y abortar su posible reacción. Y quien no lo ve así es porque tiene una visión eticológica de la historia. Para el revolucionario, el poeta y el humanista la opresión siempre es la misma, carece de atributos y su ejercicio no depende ni de su resplandor ni del número de los que la sienten. Pocos años antes había escrito Voltaire que la libertad de todo un pueblo no merece el derramamiento de una sola gota de sangre. Hoy podíamos decir que la opresión de muchos, anónimos o identificados, no justifica esta clase de simulacros de democracia.
Lo único que diferencia aquella época de ésta es que ahora, aunque cada día aparecen más señales de despotismo puro y duro con la mayor desvergüenza caciquil, todo es una serie de simulacros y pantomimas de legalismo encajados por la indolencia y la indiferencia de la mayor parte del mundo occidental adormecida, más bien domada por los señuelos del progreso, de la tecnología y del dinero que ambiciona. Los pocos que, en comparación con esa mayoría, nos mantenemos despiertos no podemos hacer otra cosa que escribir o manifestarnos en la calle para nada. Eso, o ceder sencillamente a la impotencia de nuestra pequeñez frente al abuso invariable del poder de hecho o el de derecho embridado por la maraña de leyes cuya eficacia, por lo que pueda ser de interés para el pueblo, se anulan y neutralizan entre sí. Pero las condiciones objetivas, salvando las distancias que se quiera (no hay diferencias sino a peor entre lo que sucedió en la prisión de Guantánamo y lo que hacía el Santo Oficio, por ejemplo, en las mazmorras desparramadas por Europa) que se dieron en los tiempos de Chateaubriand, de la Revolución y de Bonaparte son muy parecidas a las de estos tres últimos decenios y al final a las de casi siempre. Porque al fin y al cabo los periodos de solaz en la historia universal son, en el espacio y en el tiempo, la diezmillonésima parte de los que miles de millones de humanos han percibido y perciben la vida social como un pantano de arenas movedizas a escala planetaria donde unos puñados de humanoides nos controlan desde tierra firme. Es decir que, bien en roman paladino bien según lo intelectualmente correcto, esta vida es una mierda…