Supe por Orlando Borrego, su autor, que Che, Recuerdos en ráfaga sería presentado el 14 de junio de 2004 , que nos invitaba, junto a otros amigos a acompañarle en la señalada ocasión. Se había impuesto la tarea de divulgar su pensamiento como pago de la deuda contraída por quienes fueron sus colaboradores y compañeros […]
Supe por Orlando Borrego, su autor, que Che, Recuerdos en ráfaga sería presentado el 14 de junio de 2004 , que nos invitaba, junto a otros amigos a acompañarle en la señalada ocasión. Se había impuesto la tarea de divulgar su pensamiento como pago de la deuda contraída por quienes fueron sus colaboradores y compañeros de lucha con el héroe de la batalla de Santa Clara.
Cuando Orlando Borrego me visitó para hablarme de su libro Che, Recuerdos en ráfaga no imaginaba cuál era realmente su objetivo. Refirió que había pedido al entrañable e ingenioso Enrique Núñez Rodríguez -que jamás podrá dejarnos sin su incitante recuerdo- hacer el prólogo y que este, naturalmente, se entusiasmó con la idea. Pero Enrique no pudo terminarlo y entonces Orlando se dirigió a Arnol Rodríguez, que además de destacado combatiente de la lucha insurreccional, escribe con la tersura de la sencillez que le caracteriza y había compartido con Che un viaje a varios países en su condición de viceministro de relaciones exteriores.
Al igual que Borrego, he disfrutado el prólogo de Arnol Rodríguez, quien de veras se acercó a la compleja personalidad del Guerrillero Heroico y a su singular forma de ser. Así supe que Recuerdos en ráfaga sería presentado el 14 de junio de 2004 por su autor, que nos invitaba, junto a otros amigos y camaradas de Che, a acompañarle en la señalada ocasión. Y que, además, el público habanero tendría oportunidad de conocerlo antes en un Sábado del Libro en el que, aparte de él mismo, hablaría otra persona.
Al llegar a este punto de su minuciosa peroración -hay que recordar que Borrego es generalmente parco- me dijo que había estado pensando en algún compañero que conociera al Che joven y pudiera transmitir algunas anécdotas e impresiones de esos años. Y me observó fijamente. Como tú -añadió- que le conociste en México.
La selección me sorprendió doblemente: primero, porque hay muchos otros compañeros con más títulos que yo para hablar de Che; segundo, porque hacerme la propuesta implica que el autor me tiene entre la gente de su amistad y confianza, lo cual me alegró, dado que siempre he tenido gran estima por el revolucionario Orlando Borrego.
Y no podrá decirme en este caso -como solía hacerlo su jefe en ocasiones- que me he convertido en «chicharrón». No he tenido jamás espinazo de guataca y, por otra parte, hace ya tiempo los médicos me prohibieron toda suerte de pellejos suculentos. Como asevera Arnol Rodríguez en su excelente prólogo: yo también acepté el reto porque «aquí se dicen cosas que por su importancia histórica y su utilidad para las nuevas generaciones, deben ser leídas» por quien desee conocer al Comandante del Alba «y nutrirse de sus valores y enaltecedoras condiciones humanas».
Confieso, por otra parte, que estoy aquí gracias a un hecho fortuito: haber conocido a Ernesto Guevara de la Serna tras su arribo a México, donde estábamos exiliados con mi padre, en 1954. Entonces, junto con Manolito Hevia y Javier Pazos, solíamos visitar a un grupo de compañeros participantes en el asalto al cuartel Carlos Manuel de Céspedes de Bayamo -acción diversionista, como se sabe, planeada por Fidel para la misma fecha del asalto al Moncada- y allí nos lo presentó Ñico López, con quien Guevara había amistado en Guatemala.
Rápidamente, hicimos migas con el joven argentino. Era conversador, inteligente, culto y gustaba caminar por el entonces frondoso Paseo de la Reforma, con sus mansiones afrancesadas del porfiriato; o por el Bosque de Chapultepec, donde invariablemente recordábamos a «los niños héroes» e incluso paseábamos en bote, los días soleados; o andábamos por la Avenida de los Insurgentes o discurríamos sobre variados temas en un café cercano a la estatua de Cristóbal Colón, al que acudía también León Felipe, una de las voces más altas de la España peregrina en América.
Por aquellos días, era Ernesto. Fue más tarde, tras comenzar su labor en el Instituto de Cardiología (donde no le pagaban, por cierto) que empezamos a decirle Che, como llaman en México a los argentinos. Guevara andaba entonces con su máquina fotográfica a cuestas y ganaba el pan como fotógrafo ambulante. Gustaba leer y conocía de memoria pasajes del Canto General de Pablo Neruda. Recuerdo que sonreía con cierto escepticismo cuando -en una de aquellas tenidas de café con leche y bolillos- expresé mi juicio negativo sobre Las uvas y el viento y Las odas elementales, comparándolas desfavorablemente con las «residencias,» el «Canto» y otros poemarios anteriores del chileno, mientras afirmaba la superioridad de la poesía de combate de Nicolás Guillén. Tal vez no los conocía aún, o simplemente no los consideraba tan indignos del gran poeta.
Lo que más me impresionó de Che en México fue su lúcida intervención en una mesa redonda sobre la situación argentina, organizada por mi padre en la revista Humanismo, que dirigía junto a otros exiliados venezolanos. Fue convocada, a instancias del conocido editor Arnaldo Orfila, aprovechando la visita de los socialistas Américo Ghioldi y José L. Romero, que aportaron su visión sobre el régimen populista de Juan D. Perón. Para sorpresa de sus conterráneos -agradable, por lo menos, para Orfila, quien a partir de entonces le guardó afecto y estima- Guevara hizo un análisis más profundo y abarcador, por radical, que aquellos intelectuales de izquierda no revolucionarios. Sin una profunda transformación social -señaló- no habría remedio para los males de Argentina.
Pasaron los años; una mañana de 1959 tocaron a la puerta de nuestro apartamento de la Calle 36, en Miramar. Abrí. Delante tenía la figura inconfundible del Che, sonriente, en su gastado uniforme verde oliva. Comandante, le dije, pase usted. Qué es eso de comandante, ¿tú no me dijiste siempre che? Ah, repuse, pero eso era antes… Pues te equivocas -sentenció- yo sigo siendo che ¿y tú? Y así fue, en lo adelante, cada vez que nos vimos.
A estas alturas se estarán preguntando, ¿qué tiene que ver el libro de Borrego con todo esto? Pues mucho; porque, aunque no incluyó el mío entre los testimonios que recoge, me advirtió que esas anécdotas me harían recordar al personaje en sus diversas facetas y, por ende, facilitarían mi tarea esta mañana. Dado que tampoco sería lícito repetir a Arnol, cuyo trabajo liminar constituye una presentación ineludible, supuse que no sería inconveniente aportar algún recuerdo propio.
Recuerdos en ráfaga es, según su autor, de los últimos trabajos en forma de libro que piensa publicar sobre Ernesto Che Guevara, aunque seguirá difundiendo el pensamiento del Che por otras vías por el resto de su vida. Se había impuesto la tarea de divulgar su pensamiento, profundamente revolucionario y humanista, como pago de la deuda contraída por quienes fueron sus colaboradores y compañeros de lucha con el héroe de la batalla de Santa Clara. Fue así que decidió dar a luz la edición limitada de sus obras, escritas unas, grabadas otras en el Ministerio de Industrias, para que no se perdieran sus penetrantes juicios sobre la construcción del socialismo y su práctica social en Cuba y en los países del llamado «campo socialista», sobre el hombre nuevo.
A ello siguieron otros trabajos, hasta culminar con el enjundioso Che: El camino de fuego, aparecido en el 2001. Como afirma el propio Borrego, lectores de varios países que conocieron esta obra, le sugirieron que publicara otros hechos de su corta y luminosa vida que permitieran aquilatar íntegramente al personaje, más allá de su acción en la guerra de liberación y como constructor de la nueva sociedad; al Che de las cotidianeses, disfrutando la compañía de su familia, riéndose de los chistes que algunos enemigos hacían a costa suya o de la revolución, comentando ácidamente los errores cometidos, educando siempre con el ejemplo.
La primera virtud que, a mi juicio, tiene este libro de Borrego es que permite a los fuereños entender nuestra historia; no verla como algo monolítico, o en forma triunfalista y maniquea, sino con los necesarios matices, con sus aciertos y desaciertos, pero con la voluntad inquebrantable de seguir adelante, de vencer los obstáculos, objetivos y subjetivos, de un proceso que no es ni puede ser todo el tiempo lineal y ascendente. Traduce, de una manera eficaz, cómo se hace revolución cada día, cómo en cada revolucionario existe en potencia el hombre nuevo.
En sus páginas -algunas de las cuales reproducen textos del Che- hallamos qué significaba para este ser «valiente» o ser «cobarde», en qué radicaba el verdadero valor y cómo se sintió un día «cobarde» para después sentirse «valiente,» dominando el miedo instintivo a la muerte. También somos testigos de su austeridad, que nunca fue fingida, y que practicaba tanto en sus quehaceres oficiales como de puertas adentro, por ejemplo, cuando rechazó determinados alimentos estando enfermo con sus crisis asmáticas porque no estaban a disposición de todos los ciudadanos por igual. La alergia a los privilegios era en él tan notable como el asma.
Asimismo, revela su pensamiento antidogmático, al contar el incidente con algunos trabajadores de la planta de níquel en Moa sobre el hábito del ingeniero Presillas de tomarse algún que otro ron y asistir a la iglesia. Los extremistas pensaban que Che le haría papilla; en cambio, expresó que empero el exceso de bebida no era saludable, Presillas tomaba poco y siempre después de concluido el trabajo y que, efectivamente, era peligroso trasladarse por aquellos caminos a la iglesia, por lo cual habría que buscarle un transporte con chofer al ingeniero que tan importante contribución estaba haciendo a nuestra minería.
Borrego recuerda que fue el Che quien inició entre nosotros el trabajo voluntario; era ministro de industrias cuando llevó al Consejo de Dirección en pleno a laborar con sus manos en el Reparto José Martí. A partir del 23 de noviembre de 1959, fecha de aquella histórica jornada, se empezó a conocer como tal esta actividad, a la que Che concedió una importancia especial entre los elementos forjadores de la conciencia socialista y comunista.
Es común recordar que el Che era exigente con todos en el cumplimiento del deber, pero también es cierto que no pedía a otros hacer algo de lo que él mismo no fuera capaz. Se «llevaba recio»a sí mismo, como suele decirse, tal vez más que a sus propios subordinados. Los más cercanos, aquellos a quienes más apreciaba, eran casi siempre los «peor» tratados y los más duramente criticados, cuando no objeto de ironías y chanzas «a la argentina», no asimilables por lo general al humor criollo.
Al respecto, y sin pretender en modo alguno incluirme entre los compañeros más apreciados del Che, me referiré al día en que le llamé para trasladarle el deseo de Leo Huberman y Paul Sweezy de verle y, en primer término, felicitarle por su discurso de Argelia, aquel en que denunciara el intercambio desigual que los países socialistas, al igual que los capitalistas, realizaban con las naciones subdesarrolladas. Guevara me respondió, cortante: «Eres uno de los pocos comemierdas a quienes le gustó». (Debo aclarar, entre paréntesis, que mi padre, entonces al frente del MINREX, me había precedido en la felicitación, enviándole un cifrado a Argelia apenas lo leyó. Que no por acaso nuestro pueblo lo calificó de «Canciller de la Dignidad»)
Por otra parte, es para mí memorable el día en que al abrir la puerta de nuestra residencia en Praga lo encontré, enfundado en grueso abrigo y tocado por una chapka, a la hora del almuerzo. Gratamente sorprendido avisé a mi esposa: ¡Mira quién está aquí! Y él, haciendo una suerte de reverencia funambulesca, anunció para ambos: «El Che, tremendo caché!» Más tarde, mientras bebíamos café y él saboreaba su habano, me preguntó si sabía por qué no había jabón en Cuba. Un poco incierto, pero con ganas de parecer inteligente, repuse que debía ser por falta de dodecil-benceno. Su explicación no tardó, seguida de una fuerte risotada: «No, por un tratado checo-chino»!
Otra muestra de su sentido del humor fue la dedicatoria en la foto que diera al técnico soviético que nos asesoraba en materia de bituminosos: «A Olenin, rey de la turba, del Zar económico de Cuba» (Che) -mote con el que se referían a Guevara en la prensa burguesa; y la mulata esculpida dejada a otro asesor, al también soviético Eugenio Kozarev, evidentemente un aficionado más a la fabulosa creación hispano-cubana.
Algo que nunca toleró el Comandante Guevara fue que se hiciera un mal uso del cargo para obtener favores, ventajas o privilegios. En los Recuerdos… hay algunos ejemplos de las medidas severas aplicadas a quienes cometían tales errores, pero lo más interesante -lo verdaderamente aleccionador- es que, en la medida en que el transgresor mantuviera una conducta esmerada en el cumplimiento de su sanción, era rehabilitado después totalmente y podía volver a ocupar su cargo.
Es preciso mencionar aquí la importancia que Che concedía al trabajo con los cuadros y a los cuadros mismos. El MININD fue uno de los primeros organismos del Estado en diseñar y aplicar una política de cuadros eficaz y enderezada a educarlos en la prosecución de los altos objetivos que se trazó la Revolución en ese ámbito y para la sociedad en general. Borrego recoge lo acaecido con un jefe de personal de la Compañía Eléctrica, por aquellos años, que aplicó al pie de la letra una instrucción ministerial sin tomar en consideración las características del caso. El perjudicado por esta acción apeló al Ministro, quien se vio obligado a recordarle al dirigente que «los cuadros están para discernir y aplicar con justicia las instrucciones recibidas de los niveles superiores».
Como recuerda el autor, «En su corta, pero intensa existencia, el Che pasó por las más variadas experiencias personales: médico, motociclista, fotógrafo, alpinista, guerrillero, piloto de aviación, periodista, escritor, banquero, ministro y diplomático.» Y a todo ello debe sumarse que, como trabajador voluntario, hizo las veces de «operador de cosechadoras de caña, machetero, tornero, minero, obrero portuario, empalmador de libros, obrero de la construcción, textilero» y muchas otras cosas.
De ahí que las memorias recogidas en este volumen abarquen tantos aspectos de la vida y personalidad del inolvidable argentino. Borrego, que trabajó a su lado buena parte de sus años cubanos -durante la lucha contra Batista y hasta su partida hacia el Congo y luego a Bolivia- lo define como «persona culta, observadora, analítica y con gran facilidad de comunicación, (que) supo integrarse al carácter de los cubanos sin ninguna dificultad», aunque no dejaran de aflorar en él «ciertos hábitos y costumbres de su natal Argentina y del seno familiar donde se educó desde su niñez».
Entre estas últimas estaba su afición al mate, que recibía regularmente, enviado por sus familiares y, a veces, creo, por su amigo Granado. Para esta ceremonia gauchesca conservaba su bombilla, que alguna vez vi en su despacho del MININD. Sin embargo, no tenía trazas de acento porteño, lo cual era explicable por su relativamente larga estancia en el extranjero, expuesto a los disímiles acentos de guatemaltecos, mexicanos y cubanos -amén de otros latinoamericanos- pero, en verdad, porque en cierto sentido le molestaba «lo porteño» y prefería lo argentino de la provincia, lo que los franceses llamarían «la Argentina profunda», que representaba para Guevara la verdadera identidad nacional de su patria.
Y, claro está, no podríamos olvidar al revolucionario marxista, que también se hizo martiano, para quien «patria es humanidad». Cosa que confirman -por si falta hiciera- su decisión de venir a Cuba a luchar por la revolución latinoamericana, y antes, su deseo de empuñar las armas en defensa del gobierno de Jacobo Arbenz, como después la guerrilla en el Congo y su heroica caída en Bolivia, antesala de lo que esperaba fuera la lucha por la verdadera independencia de su país natal.
Entre sus convicciones profundas se hallaba su arraigado antirracismo, que hizo patente incluso al criticar a algunos compañeros que hacían chistes donde se disminuía al negro o se hacían burlas de la ignorancia de alguno. En todos esos casos, Che develaba el carácter racista de dichas expresiones, explicando su origen clasista y colonialista, residuo del pasado de esclavitud a que fueron sometidos millones de africanos, desarraigados por la fuerza de sus tierras por ingleses, franceses, holandeses, españoles y portugueses entre los siglos XVI y XIX; fuente nutricia de la discriminación racial en nuestros días, no por combatida totalmente erradicada.
Para el Comandante Guevara, se trataba de iniciar a los pueblos en una nueva ética, basada no solo en la distribución justa de los bienes materiales, en la justicia social, sino en la plena realización espiritual del individuo, inconcebible sin el amor al trabajo, al estudio, a la cultura, a la naturaleza y a la humanidad. Por eso «temblaba de indignación -al decir de Borrego- contra cualquier injusticia en el mundo, quería a su familia y a sus amigos, y los cuidaba.» Por eso también amaba la poesía y tenía un sentido humano de la existencia. ¿Qué otra cosa, sino un profundo amor por la vida, nos revela su relato sobre el perrito «asesinado»; o el hecho de que no disparara contra los soldaditos bolivianos que tuvo en la mira de su fusil; e incluso la orden de devolver al mercenario prisionero en Girón el crucifijo que le había sustraído un miliciano?
«Ese Che -observa el autor- que pocas horas antes de morir conservaba su optimismo y hacía correcciones ortográficas frente a una pizarra de la escuelita de La Higuera para que los niños bolivianos de aquella recóndita región pudieran apreciar las palabras sin pugnar con las bellezas de la escritura y de la vida».
Recuerdos en ráfaga nos muestra esta dimensión, no por poco conocida dentro y fuera de Cuba, salvo para quienes le tuvieron cerca, menos vital -y jovial- de Ernesto Guevara de la Serna. Prueba al canto: el día que Arnol Rodríguez, durante una escala de Cubana en Shannon, le derramó encima una cerveza. Che trataba de secarse el pantalón con una servilleta y, con toda seriedad, aseveró al embarazado vicecanciller: «Yo creía que usted era un compañero más decente; ahora todo el mundo va a pensar que yo me he orinado en los pantalones.» Arnol se quedó mudo y no se le ocurrió pedir otra cerveza. Pero Che hizo seña al camarero para que trajera una jarra y, volviéndose hacia el hirsuto guantanamero, con la mayor cortesía, le dijo: «Eso es para que usted vea que yo no le guardo ningún rencor por el baño de cerveza que me ha propinado».
A inicios de los años 60 surgió en nuestro país la polémica entre los defensores del josraschot, término ruso que significa más o menos «cálculo económico» y los partidarios, con Che, del llamado «sistema presupuestario de financiamiento». Alrededor de Carlos Rafael Rodríguez se nuclearon los primeros y la revista Cuba Socialista fue uno de los vehículos en que se desarrolló la polémica en el plano teórico. La seguí a distancia, porque me desempeñaba entonces como embajador en Brasil, pero recuerdo artículos de Albertico Mora -ministro del Comercio Exterior a la sazón- y de otros compañeros. Y una noche de 1963, en mi tránsito de Praga a Río de Janeiro, en que conversando con Che en el MININD me explicaba los logros alcanzados en la industria, a partir del sistema presupuestario. Yo inquirí si se refería a la economía nacional o solo al sector bajo su dirección. Respuesta: La economía nacional se cae de bruces; me refiero a la industria.
Borrego trae a colación una sabrosa anécdota. Por esa época, Carlos Rafael ocupó el cargo de Presidente del INRA, organismo en que se aplicó el cálculo económico, mientras el MININD aplicaba el sistema presupuestario. En una oportunidad, Carlos Rafael invitó a Che a un recorrido por la provincia de Pinar del Río, a fin de que este conociera algunos logros del sistema del cálculo económico en la agricultura.
«Entre los principales logros que Carlos Rafael decidió mostrarle al Che -apunta Borrego- estaba una gran siembra de pimientos con varias hectáreas de extensión. El Che recorrió la plantación junto a su amigo dando muestras de evidente admiración por los resultados alcanzados en la frondosa siembra de ajíes. Al final de la visita, Carlos Rafael pidió al Che que le diera a su opinión sobre lo que había presenciado. El Ministro de Industrias puso cara de escepticismo y le respondió:
«En verdad está muy hermosa tu plantación de pimientos, pero como defensor del Sistema Presupuestario de Financiamiento y su único representante en la tierra, debo decirte que cuando recojas la cosecha solo obtendrás un gran tonelaje de aire. Los pimientos sirven de muy poco si no están rellenos de carne. Si en lugar de aplicar el Cálculo Económico en la agricultura hubieras implantado el Sistema Presupuestario de Financiamiento, con seguridad me hubieras mostrado una granja ganadera con gran producción de carne para rellenar tus pimientos.»
El agudo cienfueguero rió la ironía del Ministro, pero ágilmente respondió: «Mi devoción por el Cálculo Económico tiene bases terrenales muy superiores a tu sistema presupuestario y no solo produce pimientos en abundancia, sino que producirá carne suficiente para el futuro». Y, por cierto, lo dijo en serio y casi estuvimos a punto de lograrlo, como aumentamos varias veces la producción de leche, pero se nos vino encima el período especial con todas sus consecuencias.
Salvador Vilaseca, «el gran bombero de la generación del 30» según el dictum de Raúl Roa, comenzó siendo profesor de Matemáticas superiores de Che y concluyó estudiando con su aventajado alumno otros desarrollos más recientes de esa ciencia abstrusa, pero imprescindible, de aplicaciones sin número en la industria y en las nuevas tecnologías. Aparte de esa experiencia, el Ministro de industrias emprendió lecturas sesudas de la obra de Marx, estudió El Capital a fondo e hizo comentarios al margen de muchos de aquellos libros. Sus ideas al respecto, que deberán publicarse, cuanto antes mejor, son referencias imprescindibles para todo el que pretenda edificar el socialismo.
En otra parte de sus recuerdos, Borrego nos habla del amor del revolucionario. «Cuando el Che se marcha de Cuba con destino al Congo -escribe- sus hijos Celia y Ernesto eran muy pequeños, la primera con dos años y el segundo recién nacido. Terminada la campaña en el Congo regresa a Cuba. Hacía un año que no veía a sus hijos. Es de suponer lo que significaba para un padre amoroso como el Che, volver al lugar donde se encontraban sus hijos y no poder compartir todo el tiempo con ellos como lo deseaba. Los dos mayores, Aleidita y Camilo podían reconocerlo.
Aquí se hace patente el carácter indivisible de su amor por la humanidad. Adora a sus hijos, pero no puede anteponer el amor por ellos al de la causa por la que ha de luchar hasta los últimos días de su existencia (…) Casi al final de su estancia en Cuba estuvo unas horas con todos sus hijos, menos con Hildita que era mucho mayor. Para entonces había cambiado totalmente su fisonomía, pero no podía cambiar su condición de padre ni el amor inconmensurable a sus hijos. Su gran amor a la humanidad viviente se había transformado en hechos concretos».
El libro incluye la emotiva despedida con Fidel, a la que sorpresivamente fue llamado Borrego, que leía en su casa en ropa deportiva e inusual, pues por lo común usaba el uniforme de las FAR. Él pensaba que, después de visitarle en Pinar del Río, no volvería a ver al guerrillero heroico hasta que este le llamara a su lado más adelante, como había prometido. Fue -pienso yo- un encuentro singular, único, tremendo, imborrable.
Al final, el autor habla de la familia argentina del Che: sus hermanos, hermanas y sobrinos. De Celia, inteligente, bonita y con ideas muy firmes. De Roberto y sus hijos. De Juan Martín, quien sufriera prisión y tortura en los días de la dictadura militar. Y de sus viajes a Buenos Aires y a visitar los lugares donde vio su venerado jefe. Todo ello convenientemente ilustrado con fotos, algunas inéditas, del Che y sus compañeros, en diversas faenas y con la familia, con su secretario José Manuel Manresa, en una comparecencia en la televisión, junto al «rey de la turba» y con Arnol Rodríguez, con Hildita y sus dos varones, Canek y Camilo, con su esposa Aleida March y con Orlando Borrego, por supuesto, que nos regala este pedazo entrañable de la vida del héroe.
El Che: Recuerdos en ráfaga, se cierra para dejarlo siempre abierto, como la obra y el pensamiento de Ernesto Che Guevara, para edificación y ejemplo de las generaciones venideras.
La Habana, 12/06/04