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Chile no se saca de encima políticas de Pinochet

Fuentes: IPS

El 11 de septiembre de 1973 comenzó en Chile una dictadura que ganó fama como símbolo de crueldad. Pero, más allá de las violaciones de derechos humanos, las reformas que pergeñó el régimen de Augusto Pinochet marcan a fuego el perfil del Chile actual: una economía dinámica y una sociedad fragmentada. Dos de esas reformas, […]

El 11 de septiembre de 1973 comenzó en Chile una dictadura que ganó fama como símbolo de crueldad. Pero, más allá de las violaciones de derechos humanos, las reformas que pergeñó el régimen de Augusto Pinochet marcan a fuego el perfil del Chile actual: una economía dinámica y una sociedad fragmentada.

Dos de esas reformas, la política y la educativa, están entre las que quieren desmontar el masivo movimiento estudiantil y sectores de izquierda que las consideran tema de campaña para las elecciones generales de noviembre.
«Son dos ámbitos fundamentales porque finalmente impactan en el carácter democrático de la sociedad chilena», dice a IPS el historiador Pedro Milos, de la privada Universidad Alberto Hurtado. La «vía chilena al socialismo» que había intentado encarnar el gobierno de Salvador Allende (1970-1973), derrocado por Pinochet, fue liquidada a conciencia por el dictador mediante una Constitución que sigue vigente.
Con mano de hierro, Pinochet (1973-1990) introdujo el libre mercado, privatizó y descentralizó servicios esenciales que proveía el Estado en forma gratuita, como salud y educación, y fue pionero en poner el régimen de pensiones y jubilaciones en manos de empresas.
En 1981, cuando se iniciaron los cambios educativos, 78 por ciento de la matrícula de enseñanza primaria y secundaria se concentraba en escuelas públicas, y el resto en el sector privado. La educación estatal se cercenó y traspasó a los municipios y se habilitaron las escuelas privadas subvencionadas por el Estado, según la cantidad de alumnos que consiguieran captar.
En 1990, cuando retornó la democracia, la matrícula municipal había caído a 57,8 por ciento y en 2012 a 37,5 por ciento, por el marcado descenso de la calidad. Lo peor fue «la municipalización de los colegios de enseñanza básica y media. Las municipalidades con mayores recursos destinan más dinero y se genera mucha desigualdad», dice a IPS la secretaria Pilar Mella, de 57 años.
En 1971, en pleno gobierno de Allende, la enorme mayoría de los estudiantes asistían a escuelas públicas y, al término de los 12 años de primaria y secundaria, accedían a la universidad gratuita y sin necesidad de reforzar sus conocimientos.
Eran tiempos de educación estatal, gratuita y de igual calidad en todos los niveles, una demanda que hoy hacen resonar en las calles de Chile jóvenes que no vivieron el golpe de Estado y, que, en su mayoría, no tienen filiación política tradicional.
Al cabo de los cambios pinochetistas, ya no hubo universidad gratuita, ni siquiera las públicas lo son. Para acceder a ellas, además de pagar, se deben rendir pruebas de admisión en las que los estudiantes pobres llevan las de perder.
Lo que hizo «la dictadura fue transformar la educación en una mercancía más», dice a IPS el presidente de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile, Andrés Fielbaum. Y los gobiernos democráticos posteriores «siguieron profundizando» ese modelo, apunta
La coalición centroizquierdista Concertación de Partidos para la Democracia, gobernante entre 1990 y 2010, «inventó el financiamiento compartido, que consiste en que cada cual compre la educación que le alcanza, y la que inventó el crédito con aval del Estado (para pagar estudios universitarios) que metió a los bancos al festín de la educación», afirma. En las sociedades modernas, argumenta Milos, «los sistemas educativos son los que permiten ir generando mayores niveles de equidad y oportunidades, y posibilidades de participación social y política».
No es que los chilenos no estudien. La cobertura ha crecido y es de 99,7 por ciento en primaria, de 87,7 por ciento en secundaria y de 36,3 por ciento en la universidad. Pero 44 por ciento de los jóvenes de 15 a 29 años no llegan a los cursos finales de enseñanza secundaria. Y 25 por ciento de los que no completaron ese nivel, tampoco estudian ni trabajan, el cuarto mayor porcentaje entre los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE).
Además, Chile es el único país del grupo donde las familias financian directamente más de 70 por ciento de la educación terciaria, y el Estado pone apenas 22 por ciento, muy por debajo del promedio de la OCDE, de 68,4 por ciento.
 
Empujados por protestas estudiantiles que se repiten desde 2006, los gobiernos introdujeron muchos cambios en la educación, pero sin extirpar el carozo de la desigualdad. Paulina Jiménez, estudiante de ciencia política de 22 años, cree que «la crisis de hoy se origina en las reformas políticas de la dictadura, sobre todo la crisis de representación que se ha gatillado y se vio manifestada en el movimiento estudiantil».
Exactamente siete años después del golpe, el 11 de septiembre de 1980, Pinochet sometió a plebiscito una nueva Constitución, que se aprobó en una votación amañada, sin padrones electorales. Esa Constitución y las leyes que especifica instalaron «un sistema político y una redistribución del poder en la sociedad que difícilmente se compatibiliza con las características esenciales de un sistema democrático», señala Milos.
El caso más emblemático es el sistema electoral binominal, que establece dos escaños por circunscripción o distrito y los asigna en la práctica a las dos fuerzas mayores, la Concertación y la derechista Coalición para el Cambio, ahora en el gobierno. Las minorías, sin importar su caudal de votos en todo el país, quedan afuera.
Así «se impide que la diversidad de la sociedad y de sus intereses sociales y políticos pueda verse representada en el parlamento, el órgano depositario de la soberanía popular», argumenta Milos.
La carta magna fue reformada muchas veces desde 1989 para eliminar sus aspectos más irritantes, como los senadores designados y vitalicios, pero todavía sigue pautando la vida política. La dictadura puso un candado a los grandes cambios -como eliminar el sistema binominal- que requieren un acuerdo político de dimensiones nunca alcanzadas desde 1990.
Pero cada vez ganan más fuerza los reclamos juveniles, un movimiento «que nace de haber crecido en un país que claramente no nos gusta, que es injusto, segregado, pero también, de haber crecido sin los traumas y sin los muertos que cargan muchas veces nuestros padres», dice Fielbaum.
«No le tenemos miedo a la política ni a los disensos, porque sabemos que es la forma en la cual vamos a construir un país distinto», agrega. «Y de ahí nace la convicción para erradicar definitivamente la herencia de Pinochet».

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