A mis alumnos siempre les digo que para comprender en general la historia del siglo XX, para hacerse cargo de la relación entre ciudadanía, democracia y capitalismo, para entender, en suma, las dificultades a las que siempre se ha enfrentado el proyecto político de la Ilustración, desde que la burguesía logró derrotarlo imponiendo su contrarrevolución francesa en 1794, incluso para entender a Carl Schmitt y a Hannah Arendt, o para que Habermas o Savater no te empujen a decir demasiadas tonterías, para todo esto y más, conviene que vean La batalla de Chile (1), la famosa película de Patricio Guzmán.
Este 25 de octubre, el pueblo chileno ha conquistado, por fin, el derecho a romper con el legado de Pinochet. Han pasado casi 50 años desde el golpe de Estado que, en 1973, acabó con la democracia chilena y con la vida de su presidente Salvador Allende. Es verdad que, ya en 1990, Pinochet había aceptado el resultado de las elecciones que él mismo se había visto obligado a convocar, y había traspasado el poder a Patricio Aylwin, que sería así, según nos dice la Wikipedia, el «primer presidente democráticamente elegido» tras la dictadura. Así más o menos se le quiere recordar. La verdad es que este señor, un senador demócrata cristiano, aplaudió, apoyó y vitoreó el golpe de Estado de Pinochet. La verdad es que la democracia cristiana había perdido las elecciones, porque las ganó Allende. Y no estaban acostumbrados a eso. Esa gente trabajó sin descanso para dar cobertura a un golpe de Estado militar que pusiera remedio a tan grave equivocación de los votantes chilenos. Una vez corregido este desliz popular, una vez escarmentado el electorado con miles de torturados, desaparecidos y represaliados, estos vampiros que se autodenominaban cristianos, empezaron a tomar posiciones más equidistantes, distanciándose hipócritamente de la dictadura y preparándose para el futuro que finalmente llegó. En 1990 ganaron por fin las elecciones, que habían perdido en 1970. Y encima, había que celebrarlo como la resurrección de la democracia.
Esto es lo que, en otros sitios, he llamado «la ley de hierro de la democracia en el siglo XX». No la descubrió Habermas, ni tampoco Hannah Arendt, ni mucho menos Fernando Savater. La formuló al desnudo Augusto Pinochet cuando, el 17 de abril de 1989, declaró que «estaba dispuesto a respetar el resultado de las elecciones con tal de que no ganaran las izquierdas». Al contrario de lo que dijo el editorial de El País al día siguiente, tales declaraciones no tenían nada de «pintorescas». Era la lógica Aylwin, la lógica del que finalmente ganó las elecciones, y la lógica general que presidió la democracia durante todo el siglo XX: las izquierdas tuvieron derecho a presentarse a las elecciones, pero no a ganarlas. Lo mismo que ocurrió en España en 1936. Aquí tardamos 40 años en pagar el crimen de haber votado a la izquierda. Y luego hemos cargado con las consecuencias. Tras 40 años de represión no se vuelve a ser el mismo. En 1978 no se devolvió el poder a la República y al Frente popular, sino que se convocaron elecciones y, naturalmente, las ganó la centroderecha, como era de esperar tras cuatro décadas de escarmiento. Lo que pasó en Chile. Tras década y media de torturas, el pueblo ya había sido suficientemente aleccionado: ya no se podía devolver el poder a Allende y a la Unidad Popular, se votó sobre un campo de cadáveres. Y ganaron, por supuesto, los moderados, los mismos demócratas cristianos que habían alentado el golpe de Estado cuando perdieron las elecciones en los años setenta. Jamás se hará un mejor retrato de esta gente que el que hizo la Polla Records: «Hinchado como un cerdo, podrido de dinero, ¡cómo hueles! / Hiciste nuestras casas al lado de tus fábricas / Y nos vendes lo que nosotros mismos producimos / Eres demócrata y cristiano, eres un gusano/ ¡Cristo, Cristo, qué discípulos!»
Esta «ley de hierro de la democracia», antes que Pinochet, ya la había formulado el gran jurista del siglo XX Carl Schmitt, que era un nazi, pero que no tenía un pelo de tonto y, además, precisamente porque era un nazi, no tenía muchas ganas de disimular y de mentir, como no han parado de hacer nuestros apologetas de la democracia y el Estado de derecho (siempre que no ganen las izquierdas, por supuesto). Lo dijo en 1923: «Seguro que hoy ya no existen muchas personas dispuestas a prescindir de las antiguas libertades liberales, y en especial de la libertad de expresión y de prensa. Pero seguro que tampoco quedarán muchas en el continente europeo que crean que se vayan a mantener tales libertades allí donde puedan poner en peligro a los dueños del poder real.» Estaba hablando del parlamentarismo. ¿Quién va a estar en contra del parlamentarismo? Seguro que nadie… ¿pero habrá alguien tan ingenuo de pensar que las libertades parlamentarias se van a mantener si algún día osan legislar contra «los dueños del poder real», contra los poderes económicos, en definitiva? Ah, claro que sí, el 90% de nuestros intelectuales funcionan así, con esa insensata ingenuidad oportunista. Mientras no ganen las izquierdas (o mientras las izquierdas no estén dispuestas a tocar los intereses de los que detentan el poder económico), da gusto declararse progresista y de izquierdas. Si ganan las izquierdas, no tanto, porque entonces te torturan, te matan y te desaparecen.
Esta es la terrible realidad del siglo XX. Así fue todo el rato. Nos lo había advertido un nazi: la democracia se tolera con tal de que no sirva para nada, si no… se acabó lo que se daba. Y nos lo confirmó ese gran filósofo político que fue Augusto Pinochet: los comunistas tenían derecho a presentarse a las elecciones, pero si las ganaban, así lo expresó con todas sus letras, «¡se acabó la democracia!». Y lo más divertido es que luego no ha parado de repetirse que los socialistas y los comunistas nunca hemos tenido respeto por la democracia. Que allí donde hemos gobernado nunca hemos sido democráticos. Que el «socialismo real» nunca fue democrático. Pues sí, eso es cierto, sólo que se podría haber añadido: cuando el socialismo intentó ser democrático, cada vez que intentó llegar al poder mediante unas elecciones, cada vez que intentó conservar todas las garantías constitucionales y trabajar parlamentariamente por el socialismo, siempre vino a ocurrir lo mismo: que un golpe militar acabó con la democracia, el parlamentarismo, la división de poderes y la libertad de expresión. Estos son los límites de la democracia bajo condiciones capitalistas, un paréntesis entre dos golpes de Estado, en el que ganan las derechas (o las izquierdas de derechas).
Hubo una inmensa excepción que confirma la regla. Lo que ocurrió en Europa tras la segunda guerra mundial, lo que se ha venido en llamar «el espítitu del 45» (por recordar la excelente película de Ken Loach). En realidad, la guerra había sido gestionada de forma socialista. Y si el socialismo había permitido ganar la guerra, podía también ganar la paz. Y así pareció que podía ser durante algunas décadas, hasta que, a partir de 1979, Reagan y Thatcher acabaron con ello. El Estado del Bienestar europeo fue, sin duda, un experimento socialista de primer orden. Fue la demostración fáctica innegable de que el socialismo es mucho más compatible con la democracia y el Estado de derecho que el capitalismo y el libre mercado. Hasta que lo asesinaron, el primer ministro de Suecia Olof Palme no dejó de luchar por un modelo económico que hoy en día sería considerado muy a la extrema izquierda del de Unidas Podemos. Un modelo que estaba resultando más exitoso cuanto más se lo radicalizaba.
Pero este éxito no es una excepción a la citada ley de hierro del siglo XX. Es más bien su confirmación a escala más amplia. Para comprobarlo, hay que comenzar por desmentir algunas leyendas. Para empezar, la de que Hitler ganó las elecciones en 1933. No, Hitler nunca ganó las elecciones, como tantas veces se pretende cuando quiere alertarse de los peligros de que ganen las izquierdas. Me limito a citar un espléndido artículo que Andrés Piqueras publicó en este mismo periódico hace ya años: «Hitler fue aupado políticamente y en enero de 1933 nombrado a dedo canciller por la gran industria y Banca alemana (los Bayer, Basch, Hoechst, Haniel, Siemens, AEG, Krupp, Thyssen, Kirdoff, Schröder, la IG Farben o el Commerzbank, entre otros), utilizando para ello la figura del presidente de la República, Hindenburg. Apenas un mes después el nuevo canciller provocó el incendio del Reichstag y acusó a los comunistas de haberlo hecho para conseguir que se dictara el estado de excepción, a partir del cual desató una fulminante represión contra las organizaciones de los trabajadores, cuyos partidos políticos juntos (KPD -comunistas- y SPD –socialistas-) le habían superado con creces (unos 13 millones de votos contra 11 y medio). Ilegalizó al KPD y prohibió toda la prensa y la propaganda del SPD. Después, el 6 de marzo, convocó unas elecciones y entonces ya sí, claro, las ganó». Luego, se autoproclamó Jefe del Estado. En resumen: cuando «los dueños del poder real» vieron que podían perder las elecciones, decidieron recurrir a los nazis, para que les quitaran de encima a esos «comunistas». Y provocaron una guerra mundial, durante la cual, aprovecharon para exterminarlos en campos de concentración, junto a los judíos y a los gitanos.
La otra leyenda que conviene desenmascarar es la de que fueron los aliados comandados por EEUU los que ganaron la segunda guerra mundial. No, ocurre que fueron precisamente los comunistas los que la ganaron en toda Europa. Tanto por el avance de las tropas soviéticas, como por la resistencia interna, que en casi todos los países fue protagonizada por los comunistas. Fueron los comunistas los que salvaron la democracia contra los nazis. Se entiende así que, al acabar la segunda guerra mundial, estaban en muy buenas condiciones para negociar una paz acorde, como hemos dicho, con el «espíritu del 45», que era contundentemente socialista.
De modo que el socialismo, el de verdad, no el que tenemos ahora, dio muy buenos resultados democráticos cuando pudo sostenerse sin guerras ni golpes de Estado. Esta es la tercera leyenda que hay que desmentir, la de que el socialismo «real» siempre ha sido incompatible con la democracia. En la fórmula «socialismo real» no sólo habría que incluir a los países que, como Cuba, lograron defender el socialismo por la fuerza de las armas, sino a los países que, como Chile, lo intentaron por la fuerza de la democracia y fueron castigados por ello acabando con la democracia. Hay varias decenas de casos en el siglo XX que son ejemplos de ello, sin ir más lejos, España en 1936.
Así pues, la historia de Chile puede muy bien instruirnos para sopesar los pilares sobre los que se asienta nuestro propio sistema democrático, y alentarnos a hacer una pregunta crucial: ¿realmente hemos logrado constitucionalizar, es decir, someter a legislación, a los «dueños del poder real», es decir, a los poderes económicos que serían capaces de suspender el orden constitucional y acabar con la democracia si se vieran amenazados por el Parlamento? Muy al contrario, les hemos dado carta blanca introduciendo en nuestra Constitución el artículo 135. Ahora, los golpes de Estado financieros ya no necesitan de los tanques, como dijo Yanis Varoufakis, cuando en 2015 se le forzó a dimitir como ministro de economía. Una historia parecida a la que ocurrió en Alemania en 1990, cuando una insensatez de los votantes había logrado que nombraran ministro de hacienda a Oskar Lafontaine, una inmensa victoria para la izquierda. El sueño no duró ni un mes. El presidente de la Mercedes Benz amenazó con trasladar toda su producción a los EEUU si no se le destituía de ipso facto y en seguida quedó claro quiénes eran «los dueños del poder real». Como decía Carl Schmitt, el nazi, el poder no lo detenta quien lo ejerce, sino quien te puede cesar por ejercerlo.
Si las democracias europeas no logran encontrar la vía para constitucionalizar la vida económica, nuestros parlamentos estarán siempre secuestrados y amenazados. Continuaremos viviendo en un nuevo Antiguo Régimen, sometidos al arbitrio de corporaciones privadas, verdaderos poderes feudales, capaces de anonadar cualquier espacio público, a los que la vida parlamentaria no se atreverá a enfrentarse jamás. Una situación premoderna y preilustrada, que indica todo lo contrario de lo que se proclama como soberanía popular. La democracia continuará siendo un paréntesis entre dos golpes de Estado.
(1) . https://www.youtube.com/watch?v=NuQhPEmjUQQ
. https://www.youtube.com/watch?v=lUKR_lKRoQc
. https://www.youtube.com/watch?v=6kF233Ab_HM
Carlos Fernández Liria es Profesor de Filosofía de la UCM. ‘La Filosofía en canal’, https://www.youtube.com/channel/UCBz_dr-JLhp0NDJxNeigqMQ
Fuente: https://blogs.publico.es/dominiopublico/34967/chile-y-los-duenos-del-poder-real/