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Texto leído en El Colegio de México el día 16 de noviembre de 2006 por el Prof. Dr. Raúl Zamorano Farías

Chile y sus frágiles suturas

Fuentes: Rebelión

Buenas noches a todos y a todas, «para ser políticamente correcto». En una breve intervención, cuyo objetivo es presentar este libro, intentar una suerte de síntesis sería pretencioso y materialmente imposible. Enfrentado al conjunto de voces y trabajos aquí reunidos por Francisco Zapata, si bien tan disímiles pero también tan cercanos, el tiempo, el implacable […]

Buenas noches a todos y a todas, «para ser políticamente correcto».

En una breve intervención, cuyo objetivo es presentar este libro, intentar una suerte de síntesis sería pretencioso y materialmente imposible. Enfrentado al conjunto de voces y trabajos aquí reunidos por Francisco Zapata, si bien tan disímiles pero también tan cercanos, el tiempo, el implacable tiempo del tiempo, sería siempre escaso y apretado. Entonces, mi voz no será más que otra voz, que viene ha sumarse a estas historias, a estas memorias de marcas y cicatrices, de continuidades y discontinuidades, de caminos que parten y caminos que se vuelven a encontrar en historias de risa y de olvido para unos, en historias y memorias de vida, de amor y también de tanta muerte para otros. Porque esa es la memoria que yo tengo de mi país…

Quiero entonces detenerme más bien en dos momentos:

1) El primero, para puntualizar muy brevemente algunas indicaciones, algunos gestos, algunas claves, algunas rutas aquí planteadas y que pueden orientar otras reflexiones, otros anclajes para cristalizar pasado y futuro, en el trabajo siempre presente de aprehender la memoria.

• Ha sido alentador observar como los trabajos acá reunidos confrontan seriamente los postulados de una terapéutica histórica en donde la Unidad Popular, y nosotros, seguimos siendo culpables: culpables por la polarización política, culpables de ir contra los agricultores y patrones de la derecha, culpables de tanto «guevarismo», culpables de ilegalidad y de un más largo etcétera, etcétera, cuyo objetivo ha sido durante el último tiempo cancelar otras voces, privatizando la memoria y, así, justificar también su un historia oficial de oprobio y crímenes; tal y como lo denunciara en su momento el Manifiesto de Historiadores, publicado en Chile en 1999. • En este sentido, acapara mi atención el trabajo de Verónica Valdivia Ortiz (Del «ibañismo al «pinochetismo»: Las fuerzas armadas chilenas entre 1932 y 1973). Su análisis y observación sobre las transformaciones, acomodos y permanencias en la doctrina castrense, creo, aportan nuevas claves de lectura, que permiten superar estancadas y míticas concepciones sobre la orfandad, beligerancia y manipulación, tanto interna cuanto externa, de las fuerzas armadas en Chile. Porque recordemos que incluso Allende construye un imaginario en donde él mismo parecía tener una ciega fe en el constitucionalismo de las Fuerzas Armadas (discurso en las UN y otros).

2) Precisamente, esto me lleva al segundo momento donde quiero acercarme al trabajo de María Angélica Illanes. O, más bien compartir con ustedes, las emociones, las sensaciones y sensibilidades que emanan en el tiempo de «mis frágiles suturas» al leer este libro.

Como señala Peter Winn en su trabajo, en este nuevo aniversario del triunfo de la Unidad Popular que llevó a Salvador Allende al gobierno por la vía institucional; la misma que prevaleció hasta el último momento, una cuestión sobre la que siempre deberemos insistir y no olvidar, se ha abierto un tiempo a la introspección, un tiempo urgente y necesario que también ha sido un momento particular en esta larga lucha por el rescate de la memoria, como lo atestigua no sólo este libro, sino otros libros, otros encuentros e imágenes, que porfiadamente se abren paso hoy por estrechas alamedas.

Como siempre, la reflexión es difícil , sobre todo cuando se trata de recordar y reconstruir a partir de una serie negaciones, desapariciones, obliteraciones e impunidades que fija la historia oficial, elaborada en las entrañas mismas de quienes hoy gobiernan al país junto a sus grises guardianes y «renovados» adláteres.

Obliteraciones de la memoria, que en su materialidad tienen que ver con tanto la negación de las palabras, de las imágenes e imaginarios, cuanto con la perversión de esas palabras e imaginarios: porque desde hace tiempo que en Chile ya no hay pueblo, sino «gente» (impersonal gente); hace rato que entre tanto gesto alegórico Pinochet paso de exdictador, a ser «expresidente» y, tal como observa Lessie Jo Frazier, en su trabajo- en este transformismo de la historia, para la semántica oficial, hoy en día, la tortura ha devenido en patología individual; es decir, en un problema personal.

Ciertamente estas no son operaciones casuales; trastocar el lenguaje, dejar de nombrar, borrar la imagen y remplazarla, es otra forma de privatizar y oficializar la memoria. Y esto es importante, toda vez que la memoria no es una cuestión abstracta; la memoria necesita materializarse para comunicar. Es tan simple, porque si no se comunica se olvida; si no se ven imágenes de la dictadura, o no se incorpora el relato de un familiar de detenido desaparecido, el exilio y sus equipajes del destierro; simplemente todas estas historias se borran del foco, borrándose así de los planos de lo visible una cantidad de experiencias sociales que quedan absolutamente a la deriva, y que luego son reemplazadas por el discurso oficial que niega y calla, para orientarnos, otra vez, como los pueblos -comillas- sin historia, hacia el futuro a expensas del pasado. Recuerdo que en el año 1997 (hace nueve años), cuando se cumplían siete años de gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia y veinte del golpe militar, por primera vez aparecieron imágenes de la dictadura en la televisión: fue una oportunidad para romper con el silencio y la obliteración visual.

Tampoco es casual, entonces, que actualmente en Chile todavía muchos desaparecidos ni siquiera aparezcan en las listas oficiales de desaparecidos (al respecto, véase el Informe Rettig y los resultados de la tristemente celebre mesa de dialogo).

Sin embargo, ellos están en nuestra memoria, preguntándose, preguntándonos… Reuniendo lo discontinuo con los fragmentos, con los residuos, con una voluntad teórica, una voluntad crítica, con la humanidad de repensar esta historia, de repensar los modos de representación, las formas en que se rearticula el sentido y nuestras subjetividades, en un escenario absolutamente trastocado y desarticulado, que como lóbrega impronta nos legó la dictadura. Concientes que no hay concesión alguna, tampoco absolución, porque esto ha sido y es, precisamente, el resultado de nuestra lucha por la memoria.

Toldo esto tiene que ver con esa segunda etapa de esta batalla (a la cual se refiere Maria Angélica Illanes en su trabajo); la lucha de los vivos que cargan con la memoria de las violaciones de los derechos y también con sus muertos, la historia aún no escrita de los hijos de la dictadura, de los veteranos de esa guerra del odio. La historia de nuestras otras subjetividades…

Porque luego de tanto trauma, luego de tanta obliteración, ocurre esta nueva forma de subjetivación de la memoria y del conflicto. Una subjetivazción del conflicto y de las perdidas en un contexto que no desaparece, pero que tampoco logra eliminan el conflicto, sino más bien es el conflicto se que se interioriza. Porque si ya no puede plantearse públicamente, el conflicto deviene en todo un proceso más bien invisible, no público, pero tampoco privado; un proceso que quizás no está -como antes- en las organizaciones políticas, pero sí en pequeños grupos, en la microsociología, en las redes solidarias, en los grupos primarios e incluso -a lo mejor- dentro de cada individuo.

Es este quizás el primer gesto de los vivos en el proceso de batallar por la memoria: la tarea por sistematizar recuerdos, sistematizar la experiencia, revisar críticamente el pasado, repensar la derrota, repensarse a sí mismo, reconstruir la identidad, reestablecer lazos sociales y recuperar a nuestros muertos. Y también, dar a paso a esa segunda batalla, la batalla de los vivos; con todos sus bemoles, negaciones y disonancias…

Porque, tal y como nos recuerda Valenzuela Feijóo, «la historia la escriben los vencedores» y «en el caso de Chile también esto es cierto, pero con un agregado: los derrotados, en su gran mayoría, también la vienen escribiendo y lo hacen con una perspectiva que no difiere en lo más sustantivo de la que manejan los vencedores; o sea, han sido asimilados a la ideología de la derecha dominante» (p. 306).

He hablado de disonancia, porque sin suscribir por completo la tesis de Feijóo, en el Chile actual podemos observar como el trasformismo, del que habla Tomás Moulian, ha llevado a algunos antiguos, y muchos hoy renovados, izquierdistas, ha defender y asumir esta ideología, como historia oficial. Al respecto, pienso en el otrora incendiario ex Secretario General del PS, Carlos Altamirano, cuando señala: «nos equivocamos, sólo había que humanizar el capitalismo» (entrevista de Patricia Poulitzer, 1987). Pero no sólo ellos, también se observa este fenómeno en los sectores populares y en aquellos pauperizados por la economía predatoria que diseño la dictadura y que hoy administra la clase política en el poder.

Al observar este fenómeno de asimilación, específicamente referido al último grupo, resulta interesante -como clave de lectura-, lo que señala José Bengoa, respecto al proceso de escarmiento disciplinante, vía exclusión socioeconómica y represión política a la que fueron sometidos los «campesinos alzados» durante la dictadura, lo cual generó una conciencia auto-culpable. Proceso al que también fue sometida la inmensa mayoría en el Chile dictatorial.

Un escarmiento, que sumado a la actual exclusión, al miedo y la soledad producida por el hedonismo individualista que promueve una sociedad mercantil y esquizoide del sálvese quien pude y cómo pueda, ha ido reforzando la conciencia auto-culpable; esa suerte de desesperanza aprendida , que podría estar a la base de esta asimilación disciplinante y esquizoide en la cual se ha trasformado al sistema sociopolítico chileno: en una democracia de espectadores y de consumidores, con su correspondiente ciudadanía card.

Lo de sociedad esquizoide no es una exageración ni mucho menos una especulación gratuita: la sociedad chilena ha transitado, a punta de bayoneta, desde un orden social con características comunitarias a un orden signado por las lógicas mercantiles del consumo y el espectáculo como funcional sustituto terapéutico; tal que recientes datos estadísticos del OMS, señalan que en el país más de la mitad de la población consume algún tipo de antidepresivos, calmantes o píldoras para dormir.

Y quizás esta asimilación disciplinante y esquizoide tiene que ver también con ese sentimiento de derrota (de una «segunda derrota», Salazar), que obligo a una segunda subjetivación del conflicto y de la memoria. A un segundo reflexionar mucho más confuso; donde también se hizo más complicada la reconstitución de subjetividades y de actores, en términos de sujeto. Porque después de 1990 la mayoría de la «gente» -los pobres-, se quedó sin definiciones: Pinochet ya no era el enemigo, la dictadura ya no estaba, la policía no andaba torturando ad libitum -por lo menos en las calles-, y el primer presidente de la transición (Patricio Aylwin) no podía ser considerado un enemigo (empero autor intelectual de nuestro holocasuto); y aun cuando las organizaciones sociales estuvieran siendo desmanteladas por las nuevos demócratas, y si la «alegría» había llegado. ¿Qué hacer entonces en ese momento de desconcierto?

Pero con todo y desencanto a cuestas, ese también es el momento donde se reafirma la crítica al modelo, pero ahora en su concepción democrática, y aparece una nueva manera de enfrentar los problemas; de enfrentar el desgarramiento entre memoria y olvido. Un tiempo lento donde, sin embargo, al parecer hay prisa por reconstituirse a sí mismo, tras la urgencias que decreta la soledad de la «alegría que viene».

Entre paréntesis: quizás también por ello es que las recientes movilizaciones de los estudiantes secundarios -los pingüinos- en Chile, han impacto tanto en la sociedad, porque generan ESPERANZA Y NOS DICEN QUE NO ESTAMOS SÓLOS Y QUE LA UTOPIA NO HA MUERTO.

Hace algunos días Patricia Verdugo escribía: «Hubo un tiempo, en Chile, en que estuvimos a tiempo», refiriéndose a ese origen del que nadie habla, pero del que todo sabemos (Rebelión, 13/11/2006). Cuando los gobiernos de la Concertación negociaron con los poderes fácticos (militares y empresarios) para que estos pudieran mantener sus privilegios y derecho de veto a cambio de aceptar la democracia política. A partir de ahí, los partidos de la Concertación han buscado una nueva legitimidad basada en la continuidad de la legitimidad del mercado, como principio de proyecto personal en el marco de una legitimidad democrática del Estado y del pacto que reconoce una historia, la de ellos, como la historia oficial. Y agregaba Patricia Verdugo: «como canta el tango Cambalache, ya dio lo mismo ser asesino que ladrón. Si tenías poder para asegurarte la impunidad, adelante…»

No es casual entonces que hoy observemos un claro rechazo por parte de las élites políticas a cualquier intento de renovación o transformación del imaginario sociopolítico. Nuevamente, la reflexión de Lessie Jo Frazier sobre «el espacio de la muerte», y la patologización de la tortura como problema individual en el Chile actual, es contunde al respecto.

Así, frente a cualquier manifestación polifónica o de otros lenguajes, frente a la expresión de muchas otras voces y complicidades, de otras memorias y de otras historias, estas son concebidas como atentados al orden público, (como lo demuestra la reciente prohibición para manifestarse frente al Palacio de La Moneda). Es esta una concepción que vuelve a culpabilizar y también a disciplinar, a la vez que consolida la estrategia para que la política se mantenga como un asunto exclusivo de los profesionales de la política (de los expertos); estigmatizando de paso a los manifestantes, y convirtiendo cada protesta en un hecho delictual.

El espacio político aparece entonces no como un problema público, sino como un coto privado de caza sólo para una «inmensa minoría» de expertos. Al respecto, escuche alguna vez a Norbert Lechner decir que en Chile no sólo se había privatizado la banca, sino también las calles, los parque y hasta los sueños

Finalmente, debo decir que leer este libro me ha agobiado, me ha hecho recordar aquellos años de oscuridad que, sin embargo, no había logrado vencernos; porque estábamos organizando, creando, inaugurando o reinventando la esperanza y suprimiendo soledades. A pesar de los pesares y del miedo, recuerdo que nos reencontrábamos en poblaciones, sindicatos, universidades y en las calles. Las murallas, pese a los brutalidad represiva, eran nuestro diario y miles de manos prestas a escribir nuestra historia. De pie estábamos cuando llegó la democracia …

Pero llegó la democracia, y es como si ciertos sentidos vitales desaparecieran, tal que muchos imaginarios se individualizaron y fraccionaron según las oportunidades que el mercado y el sistema de redistribución de «la alegría que venia» ofrecieron a cada uno, en la absurda carrera hacia el exitismo y el olvido.

Sin embargo, el recuerdo indexado temporalmente, correcto o equivocado,como excepción de una excepción inhibe siempre el olvido.

Y ahí estan las últimas líneas con las que concluye el trabajo de Illanez: palabras de Dagoberto Perez, diriguidas a sus padres desaparecidos…

Porque también ellos siguen buscándonos… en nuestras desapariciones.

Gracias.