Los procesos de cambio por los que atraviesa en la actualidad el capitalismo globalizado, no responden únicamente a las determinaciones de las tradicionales crisis periódicas de un sistema económico cuyas reglas de juego conducen, fatalmente, a la opulencia de una minoría y a la miseria y la exclusión de las mayorías. Además de eso, nos […]
Los procesos de cambio por los que atraviesa en la actualidad el capitalismo globalizado, no responden únicamente a las determinaciones de las tradicionales crisis periódicas de un sistema económico cuyas reglas de juego conducen, fatalmente, a la opulencia de una minoría y a la miseria y la exclusión de las mayorías. Además de eso, nos enfrentamos hoy a la irrupción de múltiples procesos de inestabilidad sistémica que están poniendo en evidencia el agotamiento irreversible del orden ecológico, tecnológico, económico, político, cultural y militar impuesto por Occidente, desde el siglo XVI, a escala planetaria. La sincronicidad de todos estos puntos de quiebre hace de la actual encrucijada histórica una crisis multidimensional, que está obligando a la especie en su conjunto a escoger entre la devastación capitalista del hombre y de la Tierra o la construcción de una nueva civilización ecosocialista (1) auténticamente sustentable, equitativa, participativa, pacífica y plural.
La ciencia y la técnica no podían quedar al margen de esta mutación civilizatoria. En efecto, también en el campo de los saberes científico-técnicos la crisis de la modernidad ha tenido una de sus expresiones más notables en el tránsito del paradigma mecánico-causalista fundado por Descartes y Newton, al paradigma ecológico-indeterminista inaugurado por la física relativista y la mecánica cuántica (Bateson, 1980; Capra, 1982). En el ámbito de la filosofía y las ciencias sociales, asistimos al derrumbe de la vieja ontología esencialista fundada en las dicotomías del sujeto y el objeto, la res cogitans y la res extensa, lo científico y lo ideológico, el atraso y el progreso (Lanz, 1998; Vattimo, 1990), y presenciamos el desbordamiento de la organización disciplinaria del conocimiento como resultado de la irrupción de la problemática de la complejidad y la necesidad de abordarla mediante métodos transdisciplinarios (Morin, 2001; Vilar, 1997).
En estas circunstancias, sociedad y cultura comienzan a ser comprendidas, en su interioridad, como totalidades complejas, híbridas y polivalentes (García Canclini, 1990, 1995; Maffesoli, 1990, 1997), y en su exterioridad como sistemas abiertos en permanente interacción con su contexto ecológico, sin que sea posible concebir su configuración intrínseca desligándola de la dinámica de adaptación / transformación que la enlaza constitutivamente con su entorno (Rosnay, 1977; Vitale, 1983).
Por otra parte, el énfasis de las ciencias humanas, desde su constitución en el siglo XIX, en la dimensión técnico-económica de la organización social, se ha venido desplazando hacia la dimensión simbólica o, en otras palabras, hacia la cultura, en tanto que sistema de producción e intercambio de significados compartidos; con lo que la semiótica y la hermenéutica han entrado a disputarle a la economía política su posición dominante en el estudio de los fenómenos sociales (Lotman, 1996). Sin embargo, cabe estar precavidos frente a los extremos idealistas o solipsistas en los que ha desembocado cierta vertiente de la filosofía contemporánea para la cual «todo es discurso». Pues la dimensión crucial del actual viraje epistemológico, no puede despacharse sin más como una sustitución del causalismo materialista de la ciencia moderna por el relativismo interpretativo de la llamada sensibilidad postmoderna, sino que nos impone la difícil tarea de trascender los reduccionismos y las explicaciones cerradas y concluyentes, y abrirnos con modestia al reconocimiento de la multidimensionalidad, la intersubjetividad, la historicidad y la incompletud de nuestro conocimiento de lo real.
En esa dirección, propuestas como las de Kuhn (1986) y Feyerabend (1981) sobre el carácter no acumulativo del conocimiento en virtud de las reiteradas mutaciones históricas sufridas por las reglas y las categorías adoptadas como universales por las comunidades científicas, y alegatos como los de Marcuse (1964) y Foucault (1988, 2002) acerca de las formas de dominación implícitas en la construcción social de los discursos, las teorías y las tecnologías, evidencian que ha venido ganando terreno el cuestionamiento a la objetividad y la neutralidad ética de las prácticas científicas, no sólo en el terreno de las ciencias sociales sino en el de las mismas ciencias naturales.
En el campo marxista, Gramsci ha sido tal vez el primero en formular nítidamente esta ruptura con la gnoseología positivista cuando escribió: «en realidad la ciencia es también una superestructura, una ideología» (1997:63). Una vez hecha esta constatación, resulta lógico reconsiderar la validez del principio determinista según el cual el desarrollo de las fuerzas productivas, al entrar en contradicción con las relaciones sociales de producción imperantes, es el principal desencadenante de los procesos revolucionarios. Máxime en una circunstancia histórica como la presente, donde las fuerzas productivas resultantes de la innovación científico-tecnológica se hallan cada vez más sometidas al control monopólico de las corporaciones transnacionales y, en consecuencia, están siendo modeladas permanentemente, desde su concepción hasta su aplicación, por el propósito de sostener las relaciones de dominación económica, política y militar imperantes. De ahí que, hoy más que nunca, cobren vigencia las previsiones de pensadores como Herbert Marcuse (1964), Murray Bookchin (1971), Fritz Schumacher (1973), Iván Ilich (1973) y David Dickson (1977), para quienes los instrumentos técnicos diseñados por las instituciones hegemónicas del capitalismo globalizado, tanto con fines productivos como destructivos, no podrán ser integrados dentro de un modo de producción alternativo sin que su adopción reproduzca las mismas – o incluso peores – relaciones de dominación y sin que la ideología materializada en su estructura y su funcionamiento impida la maduración de un nuevo orden social verdaderamente orientado a la liberación del hombre y la preservación de la vida (2).
Si admitimos que los procesos de cambio revolucionario implican una transformación profunda de la configuración de las relaciones sociales (de producción y de otros órdenes de la vida colectiva) o, en el lenguaje de Edgar Morin (1995), si admitimos que una revolución es un proceso de morfogénesis del circuito metabólico que enlaza a la infraestructura económica con la superestructura ideológica, se comprende que las prácticas sociales de producción de los saberes científicos y técnicos se modifiquen también, sustancialmente, a la par con los cambios operados en la esfera económica, política y cultural de la sociedad.
Cabe acotar que en modo alguno abogamos aquí por una filosofía ingenua de retorno a las cavernas o una condena dogmática al legado científico-técnico de la modernidad. Nuestro propósito es más bien llamar la atención acerca del riesgo de naufragio que correría cualquier proyecto socio-político alternativo al capitalismo, al dejarse capturar por el círculo vicioso de la copia compulsiva de los «avances» técnicos – tanto productivos como destructivos – de su adversario, sin una evaluación permanente de sus efectos ecológicos, sociales, políticos y culturales. No haber advertido este riesgo fue una de las principales razones del fracaso del socialismo del siglo XX o, más específicamente, de la implosión del socialismo real ensayado en la Unión Soviética y la regresión del socialismo chino hacia las formas más extremas del «capitalismo salvaje». Pues tanto el colapso soviético como la recolonización de China por el capitalismo globalizado, son en gran medida el resultado de la opción de enfrentarse a la dinámica envolvente de la Guerra Fría desde el mismo marco epistémico de la modernidad industrialista de su oponente. Fue así como la competencia tecnológica y militar con las potencias capitalistas de Occidente asfixió, hasta hacerlo perecer, el impulso inicial en favor de la democratización radical de las decisiones políticas y la gestión horizontal de las actividades económicas.
A la luz de estas consideraciones, la creencia acrítica en la naturaleza universal y necesaria de las fuerzas productivas y destructivas desplegadas históricamente en el seno de las sociedades industrializadas, así como la idea de que su adopción acelerada es un requisito indispensable para la consolidación de cualquier proyecto de transformación revolucionaria de las naciones «subdesarrolladas», constituyen ideologemas provenientes de la episteme moderna compartida tanto por el positivismo (y sus derivaciones funcionalistas, neopositivistas y estructuralistas) como por el marxismo clásico. En consecuencia, cualquier estrategia de desarrollo científico-tecnológico edificada sobre estas bases, terminará reproduciendo las formas de dominación imperantes hasta el presente en las llamadas sociedades «periféricas» y, en consecuencia, jamás llegará a ser una política auténticamente revolucionaria, independientemente de que sus promotores crean estar promoviendo una revolución.
Y es que la magnitud de la crisis ecológica gestada por el modelo de desarrollo industrial adoptado en la actualidad por los tres mundos (en el lenguaje de la Guerra Fría), obliga a cuestionar los fundamentos mismos de la modernidad y su concepción del progreso, entendido como explotación técnica de la naturaleza y del hombre a escala planetaria. De ahí que el fomento de alternativas tecnológicas de producción y consumo, basadas en el respeto a la diversidad ecológica, los saberes locales tradicionales y la organización cooperativa y autogestionaria de la acción económica, sean tareas urgentes para quienes esperamos que los valores de la vida se impongan sobre los antivalores de la muerte.
Otro flanco dramático del actual desarrollo prometeico de la técnica es el de la inmensa potencia destructiva del arsenal de armas biológicas, químicas y nucleares, que amenaza con borrar al hombre de la faz de la tierra. Esto obliga a pensar en el riesgo que implica el control excluyente que han venido ejerciendo los militares, los gobiernos y las corporaciones del primer mundo, sobre la investigación científica y tecnológica, hoy en día al servicio de la voluntad destructiva del Imperio que pretende regir los destinos del mundo. Un control que a fin de cuentas ha resultado ineficaz, cuando las leyes del mercado han puesto estos instrumentos de aniquilación masiva en manos del mejor postor o del aliado político de turno. Frente a estas realidades, únicamente la participación popular en la toma de decisiones sobre el financiamiento de la investigación militar, podrá ponerle freno a un gasto incuantificable e inmoral, que bien podría dirigirse hacia proyectos mucho más beneficiosos y urgentes para la humanidad. Las comunidades organizadas tendrán que ser, en las sociedades que aspiren sobrevivir al caos desatado por el capitalismo global, los nuevos actores responsables de la producción y el uso del conocimiento y las herramientas técnicas, destinadas a la paz o a la guerra, que los valores de la nueva civilización harán factibles sobre la base del respeto a la diversidad infinita de la vida.
En consecuencia, una transformación revolucionaria de las prácticas sociales de producción y reproducción de los saberes científicos y técnicos, implica un cambio paradigmático en el que resultarán modificados radicalmente cuando menos tres órdenes: a) el de la epistemología que sirve de fundamento a las prácticas de producción de estos saberes, b) el de la axiología que orienta los fines de la ciencia y la técnica y permite evaluar la adecuación entre medios científico-técnicos y fines sociales y c) el de los actores sociales que detentan la hegemonía en el campo de las prácticas científico-técnicas.
De aquí se infiere que, después del siglo XX, las revoluciones no puedan seguir concibiéndose únicamente como cambios en las formas de propiedad de los medios de producción. Obviamente estos cambios son necesarios y urgentes para superar la desigualdad y la exclusión, pero el punto es que han dejado de ser suficientes si se aspira que las revoluciones signifiquen de veras una transformación profunda del orden capitalista. El fracaso del socialismo industrialista-burocrático del pasado siglo ha dejado una lección irrecusable a este respecto.
Asimismo, una política auténticamente revolucionaria en el campo de la ciencia y la tecnología (y por lo tanto no reproductora del viejo orden capitalista y colonialista), tendrá que redefinir su ámbito de competencia mucho más allá del protagonismo excluyente ejercido en la modernidad por el mercado (a la derecha) y el Estado (a la izquierda). Pues para sortear el riesgo de reincidir en un simple cambio de rostros en la nomenclatura de la burocracia estatal o de las corporaciones privadas que hasta el presente han hegemonizado la producción de los saberes científico-técnicos, habrá que comenzar por identificar a los auténticos sujetos de la Revolución en curso y sus arraigos culturales más allá de las fronteras de los marcos epistémicos e institucionales de la tecno-burocracia pública y privada articulada a los intereses del capital transnacional. En segundo lugar, una vez reconocidos los nuevos actores sociales y sus marcos epistémicos, éticos y socioculturales, será necesario iniciar la transferencia progresiva del control sobre los procesos de producción y reproducción de los saberes científico-técnicos, de las manos del Estado y las corporaciones a las manos de las comunidades y redes sociales protagonistas del nuevo orden civilizatorio emergente. Nótese que esta «transferencia» va mucho más allá del proyecto ilustrado de democratización de la ciencia y la técnica producidas por la modernidad. Implica además (y en esto se juega su carácter auténticamente revolucionario) la posibilidad de refundar los procesos sociales de producción y reproducción de la ciencia y la técnica sobre las nuevas bases epistemológicas y axiológicas aportadas por los sujetos populares del cambio.
De esta manera, veremos surgir una ciencia y una técnica iluminadas por valores ecológicos, no depredadora y no contaminante; una ciencia y una técnica emancipadas y emancipadoras, que no reproduzcan la dinámica de explotación y exclusión propia de las relaciones de dominación capitalistas; una ciencia y una técnica surgidas de la raíz de las culturas originarias, indígenas, campesinas y populares aún sobrevivientes; una ciencia y una tecnología creada y gestionada equitativamente por hombres, mujeres y niños; una ciencia y una técnica que sin negarse a dialogar con los saberes heredados de la modernidad, impida activamente a las burocracias y las corporaciones arrebatarle el protagonismo en la configuración de su destino a los poderes creadores del pueblo. En fin, se trata de la enorme tarea de sustituir una ciencia de las minorías concebida para el sostenimiento del poder y la universalización de la muerte, por una ciencia gestada por las mayorías para el florecimiento de la vida y la diversidad de las culturas sobre el suelo nutricio de la Madre Tierra. ______
(1) Una caracterización pionera del ecosocialismo fue formulada por Jöel de Rosnay en su obra El Macroscopio (1977). Rosnay parte aquí de la crítica al industrialismo formulada por Iván Illich (1973), aunque la complementa con una valoración -quizás demasiado optimista- de las posibilidades abiertas, para la construcción de una ecosociedad postindustrial, por ciertas innovaciones tecnológicas como «la explosión de las telecomunicaciones, la miniaturización y la descentralización de la informática, y el dominio por el hombre de ciertos procesos naturales, especialmente en biología y en ecología» (Rosnay, 1977:266). Elías Capriles (2006) prefiere el término ecomunismo en virtud del carácter transitorio e imperfecto que Marx le atribuía al socialismo, en contraste con la igualdad y liberación plenas que se lograrían en el comunismo postsocialista. Por último, Sirio López Velasco habla de ecomunitarismo, si bien reconoce que «el ecomunitarismo, en su dimensión productivo-distributiva, comunicativa y ecológica retoma, actualizándola y completándola, la utopía marxiana del comunismo» (2006:273).
(2) La posición de Marcuse en torno a la necesidad de crear una ciencia y una técnica cualitativamente distintas a las producidas por la sociedad industrial de modo que resulten cónsonas con un «mundo pacificado», ha sido frontalmente cuestionada por Habermas. En su polémica con Marcuse, el teórico de la «acción comunicativa» asume la defensa de la «ciencia moderna» valiéndose de una argumentación en la cual el «progreso científico-técnico» aparece naturalizado e investido de una funcionalidad necesaria e independiente de las relaciones de poder y las ideologías «de una determinada época, de una determinada clase o de una situación superable». En el fragmento siguiente, Habermas formula (mediante una parodia del lenguaje marcusiano) lo esencial de un pensamiento que bien pudiera servir de justificación al proyecto tecno-fascista del complejo industrial-militar que pretende regir los destinos del planeta en la era del capitalismo globalizado: «En lo que Marcuse está pensando es en una actitud alternativa frente a la naturaleza, pero de ahí no cabe deducir la idea de una nueva técnica. En lugar de tratar a la naturaleza como objeto de una disposición posible, se la podría considerar como el interlocutor de una posible interacción. En vez de a la naturaleza explotada cabe buscar a la naturaleza fraternal. A nivel de una intersubjetividad todavía imperfecta podemos suponer subjetividad a los animales, a las plantas e incluso a las piedras, y comunicar con la naturaleza, en lugar de limitarnos a trabajarla cortando la comunicación. Y un particular atractivo, para decir lo menos que puede decirse, es el que conserva la idea de que la subjetividad de la naturaleza, todavía encadenada, no podrá ser liberada hasta que la comunicación de los hombres entre sí no se vea libre de dominio. Sólo cuando los hombres comunicaran sin coacciones y cada uno pudiera reconocerse en el otro, podría la especie humana reconocer a la naturaleza como un sujeto y no sólo, como quería el idealismo alemán, reconocerla como lo otro de sí, sino reconocerse en ella como en otro sujeto. Sea como fuere, las realizaciones de la técnica, que como tales son irrenunciables, no podrían ser sustituidas por una naturaleza que despertara como sujeto. La alternativa a la técnica existente, el proyecto de una naturaleza como interlocutor en lugar de como objeto, hace referencia a una estructura alternativa de la acción: a la estructura de la interacción simbólicamente mediada, que es muy distinta de la de la acción racional con respecto a fines. Pero esto quiere decir que esos dos proyectos son proyecciones del trabajo y del lenguaje y por tanto proyectos de la especie humana en su totalidad y no de una determinada época, de una determinada clase o de una situación superable. Pero si no es admisible la idea de una nueva técnica, tampoco puede pensarse consecuentemente la idea de una nueva ciencia, ya que en nuestro contexto, a la ciencia, la ciencia moderna, se la ha de considerar como una ciencia obligada a mantener la actitud de una posible disposición técnica: lo mismo que en el caso del progreso científico-técnico, tampoco para la función de la ciencia es posible encontrar un sustituto que fuera más humano.» (Habermas, 1989:62-63).
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