Mientras pensaba que una cosa es ser un fisgón y otra muy diferente ser un observador, y que jamás escribiría que el señor que había estado sentado frente a mí en el metro tenía dos surcos al final de las sandalias, fruto de unas uñas que intentaban darle la vuelta a la yema de los […]
Mientras pensaba que una cosa es ser un fisgón y otra muy diferente ser un observador, y que jamás escribiría que el señor que había estado sentado frente a mí en el metro tenía dos surcos al final de las sandalias, fruto de unas uñas que intentaban darle la vuelta a la yema de los dedos, de la radio del comedor de Casa Paco salía un torrente de voz de la garganta de don Eusebio Pérez, dando el parte de las doce. En la mesa contigua a la mía se encontraban el dueño de La Imperial y sus tres operarios.
La Imperial, una zapatería fundada hace 110 años por el cántabro (llegado a causa de una epidemia en aquellas tierras) Don Victoriano León, que falleció a la temprana edad de cincuenta años víctima de un atracón de mujeres y de todo, fue dejada de herencia a su querida esposa e hijos (de corta edad).
Doña Valentina Romero, natural de un pueblo de Sevilla, se hizo cargo de la empresa y el primer paso que dio fue contratar a diez zapateros de banquillo (para que no le faltara de nada) que hacían calzado a medida para los señoriítos de la ciudad y otros de Madrid.
Cuatro tiendas llegó a tener la empresa en la calle de las Zapaterías, que han ido desapareciendo a lo largo de las últimas dos décadas, quedando solo el buque insignia, que Mauricio, nieto de doña Valentina e hijo de Rociíto (ya jubilada) ha ido salvando como ha podido.
Puestos ustedes ya en antecedentes, y habiendo yo alterado cosméticamente algunos aspectos irrelevantes de la historia para evitar malentendidos, sigo narrando.
Don Mauricio le explicaba a su gente: «vosotros sabéis que para mí sois como mi familia, y que lo último que haría sería perjudicaros, pero ya no puedo más. Me he comido todos mis ahorros y lo poco que me queda, que es el local, es más del banco que mío. Ya no puedo seguir pagando los préstamos que he pedido para salir adelante».
Estrellita, casada, de sesenta y pocos años, sin cargas familiares salvo su esposo, y causa, según se dice, de la soltería de Mauricio; Pepín, soltero de más o menos la misma edad que Estrellita y con el único cargo a su cuenta de un banderillero retirado, natural del Puerto de Santa María, y con el nombre artístico de «El niño de la amoto»; y por último Jesuli, de cincuenta y cinco años, divorciado de su mujer y de su suegra (según él) y casado con el Sevilla F.C. en cuerpo e hígado, miraban a Mauricio como los que miran a un padre que intenta emanciparse de sus hijos y elige la vía del suicidio.
Mauricio continuaba: «no os preocupéis, no os voy a dejar tirados. A Estrella y a ti, Pepin, os arreglo los papeles del paro, y cuando lo terminéis, a cobrar la jubilación. Y a ti, Jesuli, te dejo colocao con mi compadre Manué hasta la vejez».
Habría preferido no escuchar la conversación, siempre fui débil de corazón y fácil de lagrimas. Y aquella decadencia empresarial y humana (cariñosamente hablando) me impactó en lo más hondo.
La Imperial cierra, y con ella 110 años de Historia. De nuevo gana la banca, las empresas fuertes del calzado que han ido rellenado los locales vacíos de una urbe generadora de especuladores y del avance de La China Milenaria.
La Imperial cierra, señores, de forma traumática pero con honor (sin un ERE que llevarse mi amigo a la boca). Ya no habrá tertulia ni de fútbol ni de Semana Santa en la calle de las zapaterías, y tampoco se transmitirá de forma oral la cultura del barrio en ese lugar.
A partir de ahora Mauricio, Estrellita, Pepin y Jesuli formarán parte de otro lugar a jornada continua, que aquí lo eran de 9´30 a 13´30 y de 17’00 a 20,30. Y en las colas del Servicio Andaluz de Desempleo (SAE) habrá tres caras nuevas de un total de ochenta mil que tiene la ciudad, que forman parte de los doscientos mil que tiene la provincia, y del millón doscientos mil que tiene Andalucía.
¡ La Imperial ha muerto! ¡ Viva la globalización!
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