Recomiendo:
0

La exclusión histórica de las comunidades negras e indígenas

Cimarrones y próceres: nadie se muere en tierra

Fuentes: Rebelión

¡Kanisa moké! [1] (¡Piense un poco!) Miles de libros, del piso al techo, hacen el cuento largo y extendido de la casa grande colonial. Los próceres blancos descansan en mausoleos patrióticos, rompen clepsidras en las páginas de historia de las bibliotecas nacionales y perpetúan sus vidas en calles y avenidas de las ciudades. Escasez asombrosa […]

¡Kanisa moké! [1]

(¡Piense un poco!)

Miles de libros, del piso al techo, hacen el cuento largo y extendido de la casa grande colonial. Los próceres blancos descansan en mausoleos patrióticos, rompen clepsidras en las páginas de historia de las bibliotecas nacionales y perpetúan sus vidas en calles y avenidas de las ciudades. Escasez asombrosa de mujeres y ninguna persona negra, después de las capitales europeas estaba la casona y sus mundos sin más gente que ellos, bendecidos por manchas púrpuras, sables y la palabra escrita. La importancia es el método clasificatoria desde el comienzo del poder republicano en las Américas. Los escribidores de historia desde las primeras palabras defendieron el privilegio sin fin de su proyecto político y su perduración por lustros, décadas y siglos. La palabra dibujó el laberinto y creó los jeroglíficos para los aborígenes que estaban más allá de la vista vespertina. Con la palabra escrita diseñaron las verdades que hasta ahora son; apenas se actualizan decires, estilos, elocuencias y filosofías.

 

Mpasi na ngai ezali sé mobesu

(Mi dolor es absolutamente crudo)

En el territorio de la hacienda hubo dos impaciencias independentistas, cada una con el afán de crear algo llamado ‘patria’ y lo que se entendiera por aquello, cada una con sus simbolismos y cada una con su proyecto político. Las alegorías de los libros, hijos de documentos escritos por los cronistas de mantel largo y aguamanil para lavar el exceso de halagos y tinta, se recargaron de pomposidad para metabolizar en el imaginario las leyendas que venían de cualquier lado y por defecto de temores creían en su cercanía. Boukman o Mackandal. Ese silencio de los mineros de allá del socavón parecía afilar machetes vengativos, los agricultores de sol a sol golpean con rabia inocultable el suelo, las mujeres atienden a las familias con la misma sonrisa de ayer y de hace años (una máscara rencorosa) y los libertos que no les quitan los ojos de encima como si ubicaran el golpe fatal. Y sospechas que allá, manigua adentro, se estarían inventando otras Repúblicas de Haití. En la costa pacífica de aquello que hasta no hace mucho se llamaba Nueva Granada y Real Audiencia de Quito, ahora Gran Colombia y Distrito del Sur (o de Quito) no debía ser distinto de lo que ocurría en otras regiones de las Américas. Ideas iguales o parecidas, maquinaciones y resultados cambiantes en la forma y jamás en el fondo. A los puertos llegan las noticias en boca marineros ansiosos de conversas, para intercambiar lo que saben y recibir novedades. En las conversaciones de tabernas o en los almacenes, justo ahí gente vociferante relataba lo visto y lo oído sobre guerras y alzamientos de caminantes indemnes sobre brasas; aquellos cuentos iban de boca en boca configurando relatos para la deseable imitación. No pocos oídos creían en los relatos y en pajaritos preñados. Así eran los tiempos. Por esas vías de la oralidad y magias cimarronas se repetían hasta llegar a los habitantes de las cabañuelas más anónimas.

 

Balingui bafutisa ngai niongo, niongo oyo nadefa té

(Quieren que pague una deuda que no es mía)

Con la proclamación de la independencia de aquello que empezó a llamarse ‘Gran Colombia’, el poder colonial era un rumor menos infame que las lluvias pacíficas de junio y su capacidad de imponerse disminuía por la mezcla de estrategias de resistencia de la comunidad cimarrona: negociación + actividad bélica. La competencia tenía dinero inglés y haitiano para conseguir sus metas políticas. La fastidiosa neblina opresiva del colonialismo, en retirada era cierto, fue sustituido por la solidez decisiva y pesada del Gobierno de los próceres blancos de la independencia. Ni o ni. Así pues, ni Simón Bolívar ni nadie más en las Américas se atrevió a proclamar repúblicas de ciudadanos sin importar claridad u oscuridad de piel o estatuto de nobleza social en el derrotado colonialismo español. No hubiera sido una audacia de política libertaria sino un simple acto de justicia con quienes treparon montañas, cruzaron llanuras y dejaron sus muertos en lugares lejanos. No solo era esa palabra promotora de pensamientos riesgosos más aún su aplicación debió juzgarse como error maldito. ¿Justicia para los nadies?

Las ciudades inauguraban repúblicas mezquinas y de muy pocos, porque los nadies estaban por allá, a la distancia que los próceres querían y exigían, así estuvieran en la cocina. Se los divisaba cultivando la comida, llevando sus coches o tejiendo las telas de sus abrigos. En todas las Américas fue igual, una a otra estaban dos repúblicas vecinas y lejanas, juntas y distantes, las del privilegio por el color de una sangre imposible y las de los nadies con sangre color real. Estas bifurcaciones cambiarían para olvidar, en ese primer inicio de todas las voces todas, cada demanda temporal de aquellas ciudadanías de umbral. El espejismo alcanzaba a los herederos de esa diversidad de grupos sociales que apenas alcanzaron el cociente del reparto de la riqueza de la república inicial y las impaciencias del apellido originario o carimbo [2] les mandaba a crear nuevas repúblicas con leyes mejoradas para ampliar la base de distribución y oportunidad. El descontento es cíclico, porque después de una década se vuelve a la exigencia del primer inacabado día republicano: otra constitución. Si con cada librito de mandatos supremos nos devolvemos a esa base republicana hipotética (libertad, igualdad y fraternidad) significa que se insiste en la necedad de republicanismos traquetos [3] . En el Ecuador ya se cuentan veinte libritos y ya se recogen firmas para exigir el veintiuno. Si esas lluvias no mojan las que vienen ahogarán. Cimarronismo cachavireño constituyente desencantado.

Además entre los próceres blancos ya tenían sus sospechas, enconos y conspiraciones como para invitar a unos nadies, quienes fueran o se dijeran, a unos cimarrones por más que contaban años de montes y cachimbeos independentistas; no qué va, todavía más no siempre decían aquello que pensaban y si lo comunicaban era en plan de exigencias y alzamiento por más derechos igualitarios. Las referencias inspiradas en la Revolución Francesa solo eran vainas imitativas en dichos y elocuencia para escribanos ociosos y «amigos de negros», 1789 languideció con las leyendas haitianas. ¿A quién quieren, caballeros, a Boukman o a Mackandal? La Francia revolucionaria se deshacía en el aguacero diluvial de Paya de Oro o de las haciendas del valle del Chota-Mira. La silueta de un Haití espectral ponía resguardos y muros premonitorios en el republicanismo americano.

 

Tropezón con la montaña, ¡vaya necedad!

A los próceres blancos, más o menos como ahora, no eran las distancias ideológicas que los distanciaban; tampoco eran las maniguas, protectoras de cuerpos y ánimas descontentos, donde terminaba el límite de sus haciendas; sus grandes miedos estaban en la pérdida de las recién adquiridas riquezas minerales y vegetales en favor de las comunidades negras o indígenas. ¿Devolverlas ahora? Jamás. Hubo de consagrarse el despojo reciente y convertirlo en propiedad definitiva por razones de sangre, méritos de guerras y potestad incuestionable. Ni idea de un tal Carlos Marx, aunque intuían con la claridad de los veranos de estas playas o serranías que la historia de las humanidades es la historia de la luchas de clases sociales. Ponga en el costal de ‘clases sociales’ a cimarrones libertos (o esclavizados) precursores de estos momentos, indígenas de silencios enigmáticos, guerreros de todas partes sin oficio ni beneficio y el total de mujeres de voces sordas para ellos. Allá estaba el poder político, por las energías mágicas de la multitud, pero ellos lo administraban por el prestigio de la mitología de la sangre colonial y el esoterismo superior de la autoridad estrenada por los huesos pelados de Boyacá o Pichincha. Esa historia está aún condenada a repetirse con alevosa insistencia. A veces unas inútiles muertes barriobajeras traen otro librito constitucional o sea la misma y anacrónica república de piel barnizada que los próceres quieren mostrar como otra.

El reparto de la Historia (así con ‘H’) y los bienes convirtió el orden colonial en caos republicano, luego los escribanos repararían bajezas y mezquindades hasta convertir aquello en religión continua de divinidades bigotonas y en respetuosos sables filudos del poder. Todo ello sin pausas y con himnos grandiosos que estorban el respeto intercomunitario e intercomunal por la veneración a Estados de porra. Simón Bolívar escribió la profecía: «Si he de decir mi pensamiento, yo no he visto en Colombia [4] nada que parezca gobierno ni administración ni orden siquiera. Es verdad que empezamos esta nueva carrera y que la guerra y la revolución han fijado toda nuestra atención en los negocios hostiles» [5] .

A los próceres como Simón Bolívar casi siempre los alcanza, bastante tarde por cierto, la maldición de la palabra incumplida y en la puerta grande de Oloddumare es cuando los atropella la desazón por aquello que faltó un chininín de hacer o quizás no tienen ya el valor para combatir el borbotón de recuerdos y se mueren en vientos cruzados de nostalgias mal vividas en esos minutos finales. El prócer no se perdonó que veinte años después los resultados parecían ser peores que aquello que trató de corregir. Presintiendo los fríos de la eternidad recordó con nitidez prístina: «babetaka libanga na ngomba te, se na libanga ya moke« [6] . Esas palabras se las dijo un anciano liberto que estaba bajo el cuidado Hipólita Bolívar (a ella el Libertador llamaba «su madre»), un día en sus ajetreos insurreccionales anticolonialistas se tropezó con la silla, en donde estaba sentado calentando los huesos con el sol mañanero. Simón Bolívar le puso la mano en el hombro a manera de respeto y disculpa, fue cuando el congolés de nación soltó la recomendación, alguien se la tradujo y no volvió a recordarla hasta este día de noviembre de 1830. Ahora debía sentirse igual que aquel abuelo, solo que su cansancio era infinitamente mayor por las insatisfacciones y la vislumbre de estas repúblicas en formación. Debió sentirse acoquinado por la probabilidad cierta y decidió escribirlo: «1º) La América es ingobernable para nosotros. 2º) El que sirve una revolución ara en el mar. 3º) La única cosa que se puede hacer en América es emigrar. 4º) Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas […]» [7] . Anotó con trazos largos, ese día todavía más agobiado por pesadumbres ariscas.  

Algunas costumbres son la segunda piel de las personas, al Prócer jamás se le dormían los gallos madrugadores, solía levantarse a esperar la primera claridad del día, después del café cimarrón, según la fórmula de Hipólita Bolívar, escribía cartas y después del almuerzo esperaba conversadores o las noticias de los nuevos desmadres republicanos. Se acordó de terminar la carta al general Juan J. Flores. «Si fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, éste sería el último periodo de la América…» [8] Cuando creyó que era el final de la carta, alguien gritó: «nadie se muere de hambre en tierra» [9] , con esa frase, determinante y burlona, dedicada a Flores cerró el pliego y fue entregado para el envío. No recobró el humor de años atrás y más bien se arruinó el ánimo en el sopor premonitorio de que eran sus últimos días. Es el único prócer que las calles de todas las ciudades americanas cargan con su nombre.

 

 

Notas:


[1] De ahora en adelante todas las frases en lingala. Las frases en lingala fueron tomadas del Diccionario Lingala-español, Español-Lingala, de Jean Kapenda, edición financiada por la UNESCO, editada por el Fondo Editorial «Pedro Jorge Vera» de la Casa de la Cultura Ecuatoriana ‘Benjamín Carrión’, Quito, 2001.

[2] Marca en la piel de las personas negras esclavizadas.

[3] Colombianismo para definir al lumpen adinerado, por tráfico ilegal de drogas, con su desquiciado sistema de valores que incluye la ostentación de riqueza material, la imposición del miedo por la exhibición brutal de su capacidad de violencia y el engañoso relacionamiento social.

[4] Se refiere a la Gran Colombia.

[5] Carta al general Daniel Florencio O’Leary, su antiguo edecán (Guayaquil, 13 de diciembre de 1829)

[6] Uno no se tropieza con la montaña sino con la piedra, en lingala.

[7] Carta al general Juan José Flores, jefe del estado de Ecuador (Barranquilla, 9 de noviembre de 1830). Fragmento.

[8] Óp. Cit.

[9] Óp. Cit.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.