Nada como mirar una obra en el reflejo de su tiempo y un poco después, cuando se observa el entretejido que le dio cuerpo. Es lo que propongo, con la brevedad que impone esta conversación, al retomar la novela Cecilia Valdés o La Loma del Ángel , de Cirilo Villaverde. Comencemos con reiteraciones. La novela […]
Nada como mirar una obra en el reflejo de su tiempo y un poco después, cuando se observa el entretejido que le dio cuerpo. Es lo que propongo, con la brevedad que impone esta conversación, al retomar la novela Cecilia Valdés o La Loma del Ángel , de Cirilo Villaverde.
Comencemos con reiteraciones. La novela Cecilia Valdés o La Loma del Ángel, de Cirilo Villaverde, monumento literario cubano del siglo xix, lo es, ante todo, por haber captado una época y una concepción de la vida en sus más complejos pormenores. De ese libro somos deudores quienes deseamos conocer el pasado colonial, reconstruir costumbres y seguir el hilo histórico de Cuba. Su protagonista, una mulata «blanconaza» que «reinó» entre «pardos y morenos» de la Loma del Ángel, resultó arquetípica. Y lo fueron sus circunstancias, pese a variantes inobjetables.
Por lo accidentado del período histórico que le correspondió, Villaverde se sometió a un replanteo del argumento y de los propósitos que lo animaban. Desde la primera versión de la novela, en 1839, a su escritura definitiva en 1879 y la edición en 1882, transcurrieron más de 40 años. El autor vivió el conflicto político de Cuba colonial y el exilio de gran parte de sus intelectuales más lúcidos, entre ellos él mismo. En la primera versión, una suerte de esbozo todavía sin el subtítulo La Loma del Ángel, que sitúa la novela en un contexto social específico, el asunto antiesclavista no ocupaba un sitio predominante. En la versión definitiva sí, al tiempo que evidenciaba la radicalización del autor en las ideas independentistas, luego de haber militado en el anexionismo.
El tiempo invertido en su escritura significó un enorme esfuerzo de reconstrucción, donde la memoria impuso previsibles veladuras, pero iluminó detalles, incluido el dolido trasfondo de la represión a la llamada Conspiración de la Escalera (1844), crimen y tragedia social determinante del fracaso de una elite capaz de observar sus males y contradicciones, pero incapaz de cambiar sus circunstancias. Aquel crimen, escapado de las fechas de demarcación de la novela, palpita en el subtexto como ejemplo del desprecio a la vida humana y máxima expresión del racismo sembrado en las conciencias.
La crítica resultó tan aguda como reiterativa al tratar este libro desde una interpretación proverbialmente desatendida por los lectores. Más alfilerada que maniquí de sastre, le pidieron que satisficiera modelos previos a su concepción, y otros que corresponderían a una comprensión de la literatura posterior a su época. Ocupados en exigencias de tendencias y estilos, soslayaron la intención de Villaverde, quien prefirió sacrificar el predominante gusto romántico para privilegiar la descripción realista y la crítica de costumbres. Con persistente agudeza mostró males ocultos y tomó partido en una problemática que implicaba la contradicción fundamental de su período histórico.
Un argumento sentimental le sirvió de pretexto para un gran panorama sobre asuntos de propiedad y de producción, rezagos de una ideología feudal en resistencia a la burguesa en ascenso, los efectos del régimen de servidumbre en las zonas de la conciencia social que más guarnecidas parecían. Le interesaron los estragos de aquellas deformaciones hasta en las más sombrías zonas de la sociedad y en sus individuos. Si en detrimento de otras bondades, todo ello puede verse en la novela, no es por azar, sino en correspondencia con el deseo del narrador y los tumbos de una laboriosa radicalización política.
«Con fidelidad de retratista llevó a sus páginas las figuras más destacadas del período comprendido entre los años 1812 y 1831», escribió José Antonio Portuondo sobre esta obra. No excusó descuidos estilísticos, pero la calificó como la primera novela cubana por su acertada captación del ambiente colonial y porque «en ella está presente el nuevo espíritu que, en breve, habría de alzar sus rebeldías frente al despotismo español». Es decir: una novela que documenta un período transicional, con definiciones que superaban la voluntad y la conciencia de sus personajes.
Max Henríquez Ureña coincidió en que «el autor nunca abrigó serias preocupaciones de estilo. [Con] diálogos innecesarios y prolijos, que bien podrían abreviarse o suprimirse, y abundantes descuidos de forma». Este juicio obviaba la consideración que acompañaría al costumbrismo en las letras americanas, constreñido a retratar la realidad sin intención de cambiarla. En el costumbrismo de Villaverde es lícito advertir una mirada no condescendiente, sino adversa al paisaje moral descrito. Henríquez Ureña apunta que ningún historiador ha podido igualarlo en dar a conocer aquella época. Y añade: «Nadie ha descrito con mayor seguridad ni más honda emoción humana la vida del esclavo en el ingenio, ni las diferencias sociales entre la privilegiada clase de los amos y los desheredados libertos, relegados al más bajo peldaño de la sociedad porque fueron esclavos o eran descendientes de esclavos».
Portuondo y Henríquez Ureña coinciden en señalar sus valores temáticos por encima de los estilísticos; los defectos que otros llevan a primer plano no les impiden apreciar la trascendente información que da sobre el contexto. Una valoración como «lienzo colosal en que se mueve toda una época, el mundo en miniatura de Cuba posesión de España en América», se debe a Manuel de la Cruz, persistente estudioso de esta novela. Definió a Villaverde como el prosista más revelador de la vida colonial, con peculiar habilidad para mostrar «todos los tipos y caracteres que la esclavitud ha conformado, como un siniestro cirujano vivisector». En las páginas de Cecilia Valdés vio la colonia de Cuba «en todos sus productos y engendros sociales, todos los momentos y situaciones en que mejor se manifiesta una etapa de su evolución». Apreció una concienzuda crítica del esclavismo al movilizar, como en un escenario, personajes relevantes y circunstancias que marcaban la idiosincrasia colectiva cubana.
De la Cruz, escritor realista con vocación testimonial, más allá del aprecio a la perfección, valoró el retrato de una realidad en conjunto y en pormenores. Comparaba la novela con la casi inexistente historiografía de la época, colmada de efemérides, superlativo recuento de personalidades. «Para conocer el estado político, moral y social de la sociedad cubana en el período transcurrido de 1812 a 1831, preciso es saborear en todos sus detalles el libro del señor Villaverde». No excusó los defectos de realización que otros le impugnaban, pero polemizó con quienes rechazaban la abundante ambientación y los excesivos datos costumbristas. En su comprensión, los detalles resultaban de «indisputable valor histórico» porque no se limitaba al estudio de una clase ni de un carácter, sino al de todas las clases y de todos sus caracteres, yendo del hacendado al mayoral, del cómitre al esclavo, del estudiante al sastre, del capitán general al comisario.
De la Cruz no pedía autores miméticos, sino lectores interesados en la conciencia social frente a los obstáculos impuestos por la falta de libertades y el inhumano régimen esclavista. En su lectura desechó consideraciones estéticas y aprovechó el texto como información de la realidad insular. Avizoró lo que ha ocurrido luego: que los historiadores hallaron en la exposición minuciosa y dramática de Villaverde el retrato de un ciclo social, los orígenes de fenómenos morales extendidos a nuestro tiempo. En la novela se leía una época, el relato sentimental quedaba como carnaza para gustos saturados por la reminiscencia romántica y entreveros que hoy corresponderían a la prensa del corazón.
Lectura coincidente dio el poeta Diego Vicente Tejera, quien apreció la transición vivida por el narrador, su afán de ruptura con los viejos cánones, y que desdeñara el romanticismo para apegarse a observaciones realistas. En pleno furor romántico, cuando parecía innegable que el arte era tanto más bello cuanto más se separaba de la naturaleza, el descriptivismo villaverdiano revelaba una intencionalidad que también podía considerarse «estilística» porque era asumida con plena conciencia y olfato de escritor comprometido. Tejera se identificó con el narrador que en vez de pintar determinados hombres, aspiraba a retratar la sociedad entera de Cuba. «Ahí está su libro -dijo-, que podríamos llamar álbum fotográfico de toda una generación, galería de tipos tanto más curiosa cuanto que la mayor parte de ellos son originalísimos, producto exclusivo de aquel medio social único, sin que, por excepcionales, dejen de ser muy comprensibles».
Los juicios anteriores bastarían para incitar a una nueva lectura crítica de Cecilia Valdés. Opiniones coincidentes emitieron Ramón de Palma, Enrique José Varona, José Martí y Aurelio Mitjans. Otra circunstancia ante la fabulación literaria sería la comprensión inmediata en las entregas iniciales de una pieza que algunos vieron desde la chata inmediatez, lectura condicionada por intereses extraliterarios. Me refiero a la recensión dada a la novela, Francisco , de Anselmo Suárez y Romero. Viene a cuento por el entorno que refiere la esclavitud.
En una carta del autor a Domingo del Monte, colegimos los requerimientos del magíster y algo que el conductivismo cultural repite en todas las épocas: la solicitud o imposición de la literatura que conviene a un proyecto político, no siempre coincidente con los intereses del creador. A la porción ilustrada de la burguesía esclavista le interesaba el surgimiento de una novelística que respondiera a sus afanes en la pugna criollo-peninsular. Cualquier detalle que contraviniera aquellos objetivos resultaba inaceptable. Y presionaron al joven Suárez y Romero que les daba a conocer su novela y escuchaba con excesiva obsecuencia sus comentarios, al punto de hacer suyos los argumentos contrarios y excusarse porque su personaje, diseñado siguiendo sentimientos piadosos, no respondía al cartabón impuesto.
Este episodio se me presenta como cabal y drástica demostración de la supeditación del arte a las instancias políticas. Apremiado por satisfacer los reclamos del círculo delmontino, Suárez y Romero se vio frente al dilema entre el servicio a una causa inmediata, su vocación y su peculiar talento:
«En cuanto al defecto que usted ha encontrado en mi novela, el carácter de Francisco, yo lo confieso, y estimo juiciosa y puesta en razón la crítica de usted», le escribe a Del Monte en una carta que cito a saltos. «Yo trataba de pintar un negro esclavo, ¿y [pero] quién que se halla gimiendo bajo el terrible y enojoso yugo de la servidumbre puede ser tan manso, tan apacible, tan de angélicas y santas costumbres como él? […] Francisco es un fenómeno, una excepción muy singular, no el hombre sujeto a las tristes consecuencias de la esclavitud, no el libro bueno donde los blancos, viendo sus errores, puedan aprender a ser humanos. […] Afligido yo, señor Del Monte, por las miserias de los esclavos más de lo que usted pueda imaginarse, me determiné a escribir una novela donde desahogar los sentimientos de mi corazón, donde demostrar que si hay blancos acérrimos enemigos de la raza etiópica, no faltan quienes lloren con lágrimas de sangre sus calamidades. […] Así fue, que desde que comencé a escribir, comencé de consuno a entristecerme: me enoje más y más contra los blancos según fui pintando sus extravíos, y como mi carácter, digámoslo de una vez, es amigo de tolerar con paciencia las desgracias de este pobre valle de lágrimas, vine a dotar a Francisco de aquella resignación y mansedumbre cristianas, flores que no nacen, sino como de milagro, entre los inmundos lodazales donde la esclavitud pone a los hombres. Yo dije en mi tristeza: blancos, señores, vosotros sois tiranos con los negros, pues avergonzaos de ver aquí a uno de esos infelices, mejor hombre que vosotros. He aquí la causa de mi error. ¿Pero esto me disculpará?»
La aguda sensibilidad de Suárez y Romero y su piedad no eran bienvenidas en un período de rivalidades extremas, ni respondían a la estrategia trazada. Pedía disculpas, se declaraba convencido de una definición del arte que habríamos de escuchar reiteradamente: «el novelista debe imitar la naturaleza, lo que pasa en el mundo; no dejarse llevar en alas del ingenio a regiones imaginarias». Lamentaba la incomprensión al carácter con que dotaba a su personaje y recitaba una lección aprendida: «El ingenio necesita lastre, no plumas para que vuele, es cosa que todos sabemos, es un principio de oro que siempre se ha de tener presente en la memoria».
No sería ese el dilema de Cirilo Villaverde en la distendida escritura de su gran novela Cecilia Valdés , ni siquiera en la primera versión, cuando aún no le había puesto el iluminador subtítulo La Loma del Ángel, que redondeó su propósito como retrato de un ambiente y una época. No le faltaron elogios; tampoco animadversión. Aquella primera versión fue observada con minuciosidad por escritores, publicistas y críticos que serían arrollados por la inclemencia del régimen colonial, pese a su paradójica circunstancia como esclavistas ilustrados, capaces de ver en la esclavitud que generaba sus riqueza, el germen de su destino trágico como clase. Imbuidos en esa contradicción, eran incapaces de darle el vuelco necesario a sus circunstancias. Sabemos que no corresponderían a ellos los juicios sobre la edición definitiva de la Cecilia Valdés de 1882, sino a generaciones posteriores que en el libro hallaron reflejada la justificación para luchar por la independencia.
La gran obra de Villaverde ganó atención inmediata, lo que no sucedió con otras del período. La apreciación del estudioso Enrique Sosa la exalta porque frente a otras fabulaciones de su período «es, indudablemente, la novela más rica en descripciones de la sociedad y de la economía del xix cubano». Aquellas informaciones aparentemente superfluas contribuyen a penetrar tanto en la circunstancia narrada, como en la psicología de sus personajes porque evidenciaron sus elementos formadores.
El editor Esteban Rodríguez Herrera apunta la escasa destreza de Villaverde para concebir relatos sobre asuntos poco conocidos, o alejados de su experiencia personal. Pero supo sacar ventajas de esa incapacidad, que le enseñó a proponerse exactamente lo que podía cumplir. Con toda intención situó su novela a partir de 1812, fecha de nacimiento de su protagonista mulata -y del suyo propio-, para moverla en una ciudad que conocía bien. Extendió el argumento hasta 1831, un año antes de su graduación de bachiller en leyes, curso seguido por su personaje Leonardo Gamboa, de manera que reconstruía a su generación desde recuerdos y referencias, sin que la neblina del tiempo en los largos años de su escritura le mermara la comprensión de los hechos narrados. Su novela nació al tiempo que se desempeñaba como profesor y redactor en periódicos de escasa tirada. Su infancia transcurrió en el ingenio Santiago, cercano al pueblo San Diego de Núñez, en Pinar del Río, zona donde ubicó la hacienda azucarera de los Gamboa y el cafetal de los Ilincheta, escenarios importantes en la parte final del argumento. Reconstruir la vida de aquellos campos tampoco le supuso un esfuerzo imaginativo.
La novela transcurre en la habanera Loma del Ángel, donde se celebraban ferias promovidas por la Iglesia y el mando colonial. El editor Manuel del Portillo le pidió una crónica de aquellos extendidos festejos, la decadencia de las costumbres, los juegos y diversiones indignas de una parroquia. El interés del joven periodista quedó evidenciado en sus crónicas para el Faro Industrial de La Habana (1841-1847), pero afrontó dificultades en la búsqueda de informaciones retrospectivas, y aplazó el relato. Al anotar su incapacidad para pintar costumbres y hechos desconocidos, Rodríguez Herrera afirma sus cualidades descriptivas de panoramas o paisajes, cuadros sociales y espectáculos presenciados.
Manuel de la Cruz pondera el carácter testimonial del relato cuando observa que Villaverde tendía a reflejar con gran fidelidad acontecimientos secundarios de la época. Pedro Deschamps Chapeaux demostró que el novelista solo cambiaba el nombre o el apellido a sus personajes (Cándido Rubio por Cándido Gamboa, por ejemplo), tomados de la realidad sin alterar siquiera el conjunto familiar o las líneas de parentesco. No solo incluía una familia cambiando apellidos, sino que trasladaba nombres directos a la novela, o se refería a cosas notorias. Es el caso del bergantín El Veloz y del negrero Pedro Blanco de Trava, a quien menciona como socio de Cándido Gamboa. Barco y persona fueron reales, Villaverde pudo conocer al hombre y ver la embarcación surta en la bahía habanera. Al poner en labios de Gamboa la descripción del barco y su vinculación con Blanco, trasladaba a sus páginas un trozo de realidad que calzaba la ficción. El malagueño Pedro Blanco -también recreado por el narrador Lino Novás Calvo en su novela Pedro Blanco el negrero– fue un conocido tratante de esclavos, con su bergantín El Veloz colmado de «fardos negros». Rogelio Alfonso Granados investigó detalladamente esas referencias de la realidad en la novela de Villaverde.
Tan cuantiosa información explica que optara por sacrificar la perfección de la obra por no olvidar detalles en su afán de ofrecerlo todo. Las digresiones ganan una importancia que trasciende lo meramente literario, su descriptivismo desarrolla en el lector la ambición de saber más sobre la realidad que le entrega. Si merecen espacio el vuelo de un vestido, o la trabilla de un chaleco, también las categorías políticas predominantes, los conflictos socioeconómicos, las mañas del contrabando negrero, la venalidad gubernamental y los chanchullos de quienes burlaban las leyes. Hablaba de las lacras sociales con igual detallismo aplicado a los bailes, las comidas, la ropa, los paseos, las esquinas de la ciudad y sus edificios.
Su sentido crítico lo llevó a mostrar funcionarios corrompidos y corruptores, la burguesía solamente atenta al ritmo de sus fortunas, los mulatos discriminados y los negros esclavos. Esos aspectos no planteaban problemas a su imaginación, sino a su conciencia. El rezago costumbrista, demasiado acendrado en él, se unió a una pasión realista por revelar y denunciar delitos y asuntos que a otros escritores les parecían poco literarios.
Al leer la novela vemos que le interesaron menos el drama amoroso, los desvelos, celos y la venganza de Cecilia, que criticar las costumbres de una sociedad odiosa. Aunque, siguiendo una tendencia de la época el nombre de la protagonista titula el relato, le dedica exactamente seis de los 12 capítulos de la primera parte, ocho de 16 en la segunda, ninguno de los nueve de la tercera, y dos de la cuarta, que tiene siete. De 56 capítulos, solo 16 se refieren a Cecilia Valdés y su pasión amorosa. Al distribuir la información no se desvía de un plan preconcebido. Las dos primeras partes entregan el panorama de las costumbres, la cultura, las estructuras familiares y la economía doméstica, junto a retratos de los personajes y su ubicación social, más la trata negrera, antes lícita, para entonces, clandestina. La tercera parte informa sobre la producción azucarera y los conflictos del régimen, mirada dirigida a una clase productora que pensaba en el mercado mundial capitalista mientras se aferraba a la esclavitud como modo de producción predominante.
En la cuarta parte retoma el mundo del siervo doméstico y ataca la visión idílica de una esclavitud supuestamente paternal, bondadosa, en comparación con la impuesta en las Indias Occidentales, pertenecientes a otras potencias. En esta última parte ejemplifica los males morales sembrados en el cuerpo social, la hegemonía blanca, azucarera y mercantil, criolla o peninsular. En el conjunto, entrega elementos para una valoración de la crisis moral del siglo xix cubano, previa al esfuerzo independentista.
En los desvelos sentimentales de Cecilia Valdés y Leonardo Gamboa, el narrador propuso una circunstancia extrema. El Romeo de su novela no descollaba entre los jóvenes de su edad, era incapaz de enfrentarse con firmeza al mando paterno, se reconocía como criollo pero no estaba dispuesto a arriesgar la vida muelle que le permitía su condición social y se mantenía al margen de las preocupaciones de sus contemporáneos en el enfrentamiento al mando colonial. El socorrido argumento de los enamorados en un conflicto de fuerzas enemigas le permitía exponer las contradicciones de la época junto con las circunstancias sociales que fraguaban la tragedia. El incesto, sobrevalorado en versiones de cine o de televisión, en la novela queda como concesión al gusto folletinesco, un tema apenas indicado, ni siquiera para denunciar el pecado frente a los cánones de la religiosidad cristiana que, por demás, no sale bien parada en el conjunto.
Villaverde privilegió la desmitificación del «paraíso» colonial, denunció un régimen que también agredía la zona de los sentimientos. Calificó de «soez y desmoralizado» al pueblo en su conjunto, no solamente a los pobres y marginados, esclavos o libres, o a los pardos y morenos que pugnaban por ampliar sus posibilidades sociales buscando puntos de confluencia con los criollos blancos y participando de su odio hacia los peninsulares. Para entonces, las divisiones llegaban a su situación límite, sazonadas por una práctica impositiva desde la burocracia y las castas militares, representantes de la Corona. La masa esclava constituiría un trasfondo desdibujado, hasta que se impuso como vórtice de acontecimientos insoslayables.
Es la coyuntura general en que transcurre el relato, son los entresijos que la novela observa desde la familia del negrero peninsular Cándido Gamboa, su esposa criolla Rosa Sandoval y su hijo «rellollo» Leonardo. Llevado desde un plano doméstico, el retrato de la sociedad en su conjunto arrastra las vidas de la pareja sentimental. Las discrepancias familiares concretizan las contradicciones de la sociedad y alcanzan una temperatura más alta hacia el precipitado final. En medio de esos intereses, se resiente la historia de Cecilia y Leonardo porque el narrador traza un estudio crítico de la esclavitud y sus vicios morales. Esa voluntad no permite lecturas equívocas. La edición definitiva de su novela invoca versos aleccionadores y largamente memorizados del poeta romántico José María Heredia:
¡Dulce Cuba!, en tu seno se miran,
en el grado más alto y profundo,
las bellezas del físico mundo,
los horrores del mundo moral.
Las lecciones de Cecilia Valdés o La Loma del Ángel alcanzaron a tipificar, también, su herencia, comprendida en los siglos posteriores. Su profunda crítica de costumbres no quedó en solo denuncia del régimen esclavista en su duración, sino de sus efectos posteriores en el conglomerado social. Desaparecida la esclavitud como régimen económico que determinó las instituciones en la isla de Cuba, pasadas las guerras independentistas y ya en la república, circunstancias de la anécdota se extendieron en planteamientos éticos y en prejuicios que ganaban carta de legalidad. En esos criterios y hábitos evolucionó la historia de Cecilia Valdés atracción y rechazo marcaron su devenir y configuraron un retrato de nuestro perfil físico y de la psicología colectiva en la época, que también definiría aspectos posteriores. En el tránsito de colonia a república, la evolución social cubana no alcanzó a superar el racismo sembrado durante siglos de dominio europeo. La veracidad con que el novelista armó su argumento llegó más lejos que su «tiempo real». No perecieron las concepciones cuyo objetivo último, manifiesto u oculto, era obstaculizar la natural atracción de los seres humanos, oponerse a la fusión de elementos integradores de nuestras modalidades psíquicas.
Si leemos con detenimiento las descripciones y los diálogos de la novela, al tiempo que recibimos un fresco de gran rigor informativo sobre costumbres, arquitectura, modas e instituciones, nos asalta la subdivisión que arrastró la posterior sociedad republicana, llevada a expresiones tan sutiles como agudas. En cuanto al entrecruzamiento racial, el novelista fue explícito y por momentos se erigió detector de mixturas. A partir de sobrentendidos y prejuicios, argumentó la mezcla de razas y dibujó sus personajes mulatos con criterios que trasuntaban la discriminación inherente a su sociedad, gérmenes que inobjetablemente inocularon su escritura.
Consideraciones que el tiempo no fatiga evidencian valores etnológicos en su panorama histórico y económico, aparte de ofrecer una lectura sin tropiezos. Ahí radica su valoración como clásico literario cubano y no solo en su edad venerable. Otras obras de su tiempo contaron con mayor pericia formal, pero envejecieron. A esta novela le ocurre algo más: la ingrata trayectoria de Cuba republicana extendió gran parte de las culpas denunciadas en sus páginas. El demorado impacto de la esclavitud en la psicología de los habitantes de Cuba colonial continuó su efecto en la república, al no trocar el esfuerzo de siglos en triunfo radical. Una de las virtudes considerables de la novela de Villaverde es que nos permite sopesar la repercusión de la esclavitud cuando ya había desaparecido. Sus páginas inducen a valorar que nuestra sociedad republicana dio carta legal a las subdivisiones de la colonia, porque arraigó prejuicios y conceptos despectivos sobre los negros, incluso en ellos mismos, como un mal entronizado en las mentes, que actúa con automática persistencia.
Las cíclicas reapariciones de esos males, que no cesan y todavía se convierten en tema de debate y escollos insumergibles, hacen necesarias las relecturas de Cecilia Valdés o La Loma del Ángel, pero valorando el punto de vista explicitado por su autor, tan consciente de sus manquedades como de su objetivo. En ese sentido, debemos agradecer su escasa imaginación, apuntada por sus contemporáneos y reconocida por él mismo. Sabia ignorancia.
Leído en el ciclo sobre escritores centenarios, Academia Cubana de la Lengua, Aula Magna de la Universidad de San Gerónimo, La Habana Vieja, 4 de junio de 2012.