He leído hace unos días una excelente reflexión de Imanol Tellería (La ciudad democrática, Gara, 17/XI), a propósito de los sucesos ocurridos en el Estado francés a raíz de la muerte de dos adolescentes que huían de la persecución policial, electrocutados. Tellería, desde una perspectiva sociológica, relaciona urbanismo y orden social. Nada nuevo, pero describe […]
He leído hace unos días una excelente reflexión de Imanol Tellería (La ciudad democrática, Gara, 17/XI), a propósito de los sucesos ocurridos en el Estado francés a raíz de la muerte de dos adolescentes que huían de la persecución policial, electrocutados. Tellería, desde una perspectiva sociológica, relaciona urbanismo y orden social. Nada nuevo, pero describe un fenómeno que, con la globalización y las nuevas formas de sociedad, cada día adquiere más relevancia.
«La centralidad y la movilidad son herramientas de desarrollo urbanístico que favorecen o dificultan la extensión de los derechos urbanos fundamentales. Sin una articulación democrática de ellos la ciudad pasa de ser un espacio de libertad a un espacio de exclusión social».
En efecto, como se ha visto en la escenificación incendiaria de la reciente protesta, los barrios son el lugar de «la precariedad laboral, la estrategias de integración o asimilación cultural, la exclusión social, o la propia violencia urbana». Los banlieus franceses son espacios de exclusión; fueron pensados sin conexiones de transportes, sin centros ni espacios públicos, únicamente como una manera de concentrar y poder controlar a esta población a la que no se quería tener cerca (Eyal Wizman, arquitecto).
Con todo, y sin negar la validez de esta interesante reflexión de Tellería, pienso que se deja en el tintero algo que cita de refilón: la cuestión de la identidad. La globalización, ese marco general en que se desencadenan gran cantidad de transformaciones de nuestro modo de vida y alteraciones del orden comunitario, afecta directamente a la identidad, tanto personal de los individuos como colectiva de las poblaciones. Sin ir más lejos, la centralidad que cita Tellería «hace referencia a la identificación por parte de las personas que habitan la ciudad de espacios simbólicos propios, generadores de identidad y sentido comunitario».
La ordenación del espacio en que habitamos está llena de significados. Se cuenta que los palestinos no quieren que se planten árboles en los campos de refugiados, porque significaría reconocer su asentamiento, que la situación que viven no es transitoria. Qué vamos a añadir a la visualización que se impone a partir de la distribución de los barrios en las ciudades. Pero lo que debemos valorar es hasta qué punto en estas nuevas formas sociales, con la urbanización de los modos de vida, entra en juego la identidad.
Como dice Salvador Cardús (El zorro y la identidad, 16/11/2005), «Los graves conflictos de las últimas semanas en Francia no son sólo una cuestión de pobreza y marginalidad, sino de crisis del modelo identitario francés». De hecho, algo similar se puede entender de la crisis del modelo multicultural inglés (recordemos las bombas de Al Qaeda en Londres, y la polvareda que levantaron) u otros procesos cercanos, en los que habría que incluir el furibundo debate desatado desde posiciones españolas alrededor de la reforma del Estatut catalán. Todo el modelo de integración y definición identitaria está en crisis, y probablemente la principal causa -en el momento presente- derive de la globalización.
En el debate de la identidad, como dice Cardús, se entremezclan obviedades con graves falsedades. La identidad no es una tautología, una máscara inmutable de uno mismo, una especie de esencia a la que hay que rendir culto, defender a ultranza y adorar, como se burlan quienes esperan que renunciemos a nuestro carácter de sujeto autónomo y nuestra voluntad de ser lo que nos dé la gana. Al contrario, la identidad es un simple elemento de salud mental, un componente fundamental de la propia estabilidad psíquica y emocional, y sobre todo la base de nuestra relación con el entorno en que nos desenvolvemos. En efecto, es el soporte del reconocimiento que esperamos de quienes comparten la realidad con nosotros (con todo lo que este reconocimiento supone: respeto, posición social, imagen pública, entidad de ser autónomo, es decir, sujeto con capacidad de establecer decisiones propias y vínculos -acuerdos, contratos, amores…- con los demás, etc. Por cierto, esto funciona exactamente igual para las colectividades, en el plano interno o internacional).
Lamentablemente, quienes se empeñan en negarla, para debilitar la diferencia o la libertad (individual o colectiva), insisten en desvirtuar esta identidad. Como muy bien señala Cardús en el ámbito del debate catalán, «el problema no es lo que los catalanes vayamos a ser -ciertamente, todo muy líquido-, sino lo que España quiere que seamos forzosamente -curiosamente, todo muy espeso-«.