Mucho se ha escrito en estos últimos tiempos sobre la magnífica transición de la tiranía a la democracia protagonizada por el pueblo español a mediados de los setenta. Se dice que no fue tanta la gente que se movilizó contra el tirano en sus últimos años de existencia, que fueron unos pocos miles de ciudadanos […]
Mucho se ha escrito en estos últimos tiempos sobre la magnífica transición de la tiranía a la democracia protagonizada por el pueblo español a mediados de los setenta. Se dice que no fue tanta la gente que se movilizó contra el tirano en sus últimos años de existencia, que fueron unos pocos miles de ciudadanos quienes salieron a las calles exigiendo libertad, que el miedo seguía guardando la viña. En la parte que uno conoce, así fue pese a que era cierto que en aquellos años había ciudades -como afirmaba Joaquín Estefanía- que estaban completamente controladas por los sindicatos y que el miedo de los últimos mandatarios franquistas a lo por venir en aquella situación de incertidumbre se aproximaba más al pánico que a otra cosa, circunstancia que ni mucho menos se supo aprovechar adecuadamente, tal vez por el sufrimiento acumulado a través de décadas.
Sin embargo, para quien no estuviese implicado de algún modo en aquella resistencia es muy difícil explicar el trabajo que costaba movilizar a unos cuantos cientos de personas para protestar contra la explotación, contra la tortura generalizada en las comisarías y cárceles, contra los asesinatos -650 entre 1976 y 1982- o contra la brutal represión callejera. Sólo cuando el muerto, el torturado o el lisiado era de la «familia» o del «gremio» -estudiante, trabajador de tal sector, abogado laboralista, etc.-, además de los de siempre, se atrevían a salir a la calle algunos timoratos, que eran la mayoría de las personas que habitaban España. El timorato, el indolente, el apolítico fue el producto más logrado del franquismo, un individuo moldeado por una represión como nunca había conocido este país, que impregnó a varias generaciones y se extendió como la mala yerba, llegando frecuentemente los miembros de esa triste cofradía, en su fase última, a sufrir el síndrome de Estocolmo, o sea la adoración hacia aquellos que habían matado a sus amigos y parientes, hacia quienes les habían castrado haciéndoles vivir fuera de su tiempo, hacia quienes les habían convertido en «gallinas ciegas», según la maravillosa novela de Max Aub. Y, que nadie se engañe, ese producto fruto de la represión salvaje, votó franquismo en 1976, volvió a votar franquismo en las primeras generales en la persona de Adolfo Suárez -un hombre que después supo comportarse dentro de un orden, mostró una habilidad política considerable y fue devorado por sus propios colegas impidiendo la formación de un partido de derecha moderno-, repitió su gesta en 1996 y lo ha hecho de nuevo ahora, inmersos en una crisis que se puede llevar por delante muchos de los derechos de todos, derechos que jamás fueron del gusto de la gente del movimiento. Entre 1970 y 1982, con baches notorios, la movilización de los ciudadanos españoles para reconquistar sus inalienables derechos ciudadanos, civiles, sociales y económicos fue creciendo, explotando definitivamente durante los meses que van desde el golpe de Estado de febrero de 1981 al triunfo socialista de octubre de 1982. Aquella noche otoñal, tan opuesta a ésta, lo digo como lo siento, como lo vi, España, de punta a punta pareció recuperar el esplendor ciudadano, la euforia incontenible, la alegría indescriptible de otro día lejano, ilusionado y primaveral cercenado de raíz por la fuerza de los señores de la oscuridad. La entrada en la OTAN, tras aquel referéndum con doblez, fue la primera señal de que el pragmatismo se impondría a la ilusión y al deseo. No obstante, durante aquellos años España progresó en «casi» todos los aspectos como nunca antes lo había hecho Hoy, pasados treinta y cuatro años desde las primeras elecciones, han cambiado mucho las cosas, sobre todo económicamente. El país es mucho más libre, mucho más abierto, mucho más de su tiempo y más rico: Lo sigue siendo aunque no sabemos por cuanto tiempo. Empero, en el camino se han dejado cosas y si España hoy vive en el tiempo que le corresponde -bien es verdad que eran muchos los problemas que había que resolver- nos olvidamos de aquel perfecto producto franquista, del timorato, del indolente, del gañán, del apolítico, que con fuerza reapareció en nuestros ruedos hace dos décadas – de la mano de Aznar López- porque la nueva democracia española, con sus pactos, con sus ataduras, con sus compromisos de silencio, con su «mejor no meneallo», no se atrevió a acometer una de sus principales obligaciones: suprimir a ese tipo de individuo fruto del franquismo, y cuando hablo de suprimir hablo de educación. La democracia española de 1978 no quiso emprender la reforma educativa laica y librepensadora que había tenido lugar en la mayoría de los países de nuestro entorno a principios del siglo XX, ni se atrevió entonces ni, desde luego, lo va hacer ahora cuando la derecha neofranquista y nacionalista ha recogido la cosecha y controla todos los poderes para utilizarlos, como siempre hizo, contra el progreso y la justicia social. El resultado no puede ser más desalentador, niños que se saben los himnos fascistas y votan compulsivamente cuando les llega la edad y quieren; mayores sin la más mínima conciencia política o social que admiran a quienes les van a hacer la vida imposible destruyendo conquistas de siglos; ciudadanos que votan consciente y orgullosamente listas llenas de imputados en delitos de corrupción, en robos y todo tipo de fechorías. Y lo que es más grave, la perdida de referentes que no descansen en la confusión entre valor y precio, en el dinero o en el apoliticismo superficial, que al final deriva irremisiblemente en un conservadurismo individualista e insolidario que afecta a todos los aspectos de nuestras vidas. Esto sucede hoy en nuestro país, y la explicación, al menos para quien esto escribe, no estriba en las ofertas políticas de tal o cual partido, sino en ese residuo franquista que dejó sus raíces bien profundas y, sobre todo, en que el crecimiento económico y la mejora de las condiciones materiales de vida de los españoles -ni de lejos- fue acompañado por una elevación cultural paralela. Hoy, como hace décadas, son muchos los españoles que se siguen sintiendo orgullosos de cuanto ignoran, que tocan el claxon a la mínima para soliviantar al otro, que gritan, descalifican e insultan con rabia al que se atreve a llevarles la contraria en el bar de la esquina después de soltar un mitin irracional que nadie solicitó escuchar. Al mismo tiempo que se fue llenando la despensa, se tuvo que llenar la conciencia cívica de los españoles. No se hizo, todavía se puede hacer pero la empresa, dada la gravedad del daño, requiere todos los recursos de que se dispongan y más, empezando por dedicar todos los dineros públicos a preparar pedagogos vocacionales capaces de inculcar esos valores olvidados y a crear centros educativos laicos que no diseñen sus curriculum exclusivamente por criterios economicistas, esos que tan insistentemente piden «los mercados» y defienden a capa y espada nacionalistas castellanos y periféricos, afanados como están en destruir todo lo que suene a bienestar social y a igualdad de oportunidades. Después de lo que llevamos a nuestras espaldas, es indudable que este es un país fuerte, incluso indestructible por masoquista. Aguantó a la Iglesia, a Fernando VII, a los carlistas, a Isabel II, a Cánovas y su tropa, a Sabino Arana y la suya, a Primo de Rivera, a la CEDA, al franquismo, a Aznar y el ladrillazo, a los bancos y al palurdismo inyectado en vena, y ahora, cuando muchos estábamos convencidos de que los fantasmas habían desaparecido, comprobamos, al mirar atrás, que nos hemos convertido en estatuas de sal al haber permitido pasar de una dictadura brutal a una democracia que dejó en el olvido su nuestro pasado y su principal misión: formar ciudadanos capaces de discernir, de distinguir siquiera cual es la diferencia que hay entre valor y precio, entre dignidad y servilismo, entre ética y falsía.