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«Ciudades rebeldes», el último libro de David Harvey

Fuentes: Sin Permiso

Traducción para www.sinpermiso.info : Lucas Antón

La creciente urbanización del globo es motivo de frecuente debate y preocupación, lo cual resulta irónico, pues rara vez ha habido una época menos preocupada por cómo crear ciudad como polis positiva, activa, colectiva, en lugar de un hormiguero atomizado, accidental. Los pelmazos del libertarismo aclaman sin sentido crítico la expansión urbana descontrolada, la megavilla miseria o la megaciudad, dependiendo de la ocasión, y la izquierda ambientalista parece aterrada ante la ciudad y todo lo que implica. El geógrafo David Harvey, inglés de Kent que vive hoy en Baltimore [EE.UU.], ha sido durante mucho tiempo una excepción a ambos casos. Rebel Cities recoge artículos recientes de revistas como New Left Review y Socialist Register con recientes andanadas sobre la protesta urbana y tiene el tono ligeramente de despedida de una idea a la que le ha llegado su momento.

Los ensayos de este libro revisan ciertos juicios del marxismo de la vieja escuela a la vez que registran observaciones igualmente críticas sobre la joven izquierda «horizontalista» dominante, digamos, en el movimiento de «Occupation» ante [la catedral londinense de] San Pablo. Esa posición podría sonar fácilmente a acosada o rencorosa, y la prosa precisa, informativa y a veces chistosa de Harvey intenta evitar el enojo de sus camaradas contrincantes. Esto sucede menos cuando escribe sobre un capitalismo contemporáneo hoy dominado por «una desagradable excrecencia de ansia humana de codicia y puro poder del dinero». Se muestra escrupuloso y feroz en su desmantelamiento de un reciente informe del Banco Mundial que respetablemente defendía la propiedad de la vivienda como vía para salir de la pobreza y entrar en la ciudadanía urbana, frente al caos de las sub-prime y las ejecuciones hipotecarias, o de modo más preciso, frente a los desahucios masivos de las pobres gentes de sus viviendas porque se les había engañado con hipotecas que no podían permitirse. Resulta muy divertido cuando habla de la creencia conveniente según la cual se trata simplemente de una respuesta a una demanda popular sin mediaciones: «puede que la propiedad de la vivienda sea un valor cultural profundamente asentado en los Estados Unidos, pero los valores culturales florecen de modo notable cuando se promueven y subvencionan con políticas estatales».

La reelaboración que hace Harvey de la teoría política marxista sitúa a la ciudad en lugar primero y principal, en lo que se refiere a su posición como generadora de acumulación de capital, por oposición, digamos, a la fábrica. Esto se justifica con un argumento económico en torno a la importancia para el capitalismo de la tierra, la renta y la especulación antes que la producción; de todos los ensayos de este libro, es el más hecho a medida para los iniciados.

No es este el caso de su frecuente recurso a la Comuna de París de 1871, breve experimento socialista de autogobierno de la clase obrera suprimido de modo sangriento. Este recurso no proviene del sentimiento sino de su pertinencia. Los comuneros formaban «un tipo de proletariado muy diferente de aquel al que la izquierda otorgaba un papel de vanguardia». Al igual que los trabajadores de hoy, se «caracterizaban por su inseguridad, por empleos temporal y espacialmente difusos, y por ser muy difíciles de organizar sobre la base del puesto de trabajo». Esto tiene sus propios peligros, por supuesto: la comuna, como hace notar, fue un intento de «socialismo, comunismo o anarquismo en una ciudad», que podía ser hambreada y destruida. Sus notas sobre movimientos contemporáneos como las asambleas populares de Porto Alegre tienen esto en cuenta. Así pues, ¿cómo conectar las diversas luchas metropolitanas?

Para Harvey, hay dos adversarios principales de la organización. Uno, el partido de vanguardia del leninismo, es un problema tan lejano que pierde poco tiempo en despacharlo. Vuelve, sin embargo, una y otra vez a la crítica del «horizontalismo», «fetiche de la forma organizativa» que con excesiva frecuencia se queda en lo-pequeño-es-hermoso, una preocupación casi narcisista con el proceso y la interacción personal en la acción a amplia escala, algo que «puede funcionar en el caso de pequeños grupos, pero (resulta) imposible en la escala de una región metropolitana, y no digamos ya para los 7.000 millones de personas que habitan la Tierra». Este rehuir formas de organización que no se den en un plano cara a cara va generalmente de la mano con «fuertes dosis de nostalgia por el érase-una-vez una economía supuestamente moral de la acción común». Para Harvey, la izquierda debe ser moderna y urbana o seguirá siendo impotente.

El localismo a una escala más municipal es analizado por medio de algunas agudas observaciones sobre el rediseño neoprusiano de Berlín, una re-planificación conservadora que, para Harvey, borra el potencial que presentaba la posición de la ciudad entre Este y Oeste, por no mencionar las aportaciones posibles de su población turca. Hay aquí una refrescante voluntad de ajustar cuentas con la política urbana posterior al 68; los movimientos de conservación urbana son descritos como doncellas de la «gentrificación», de modo que Michael Bloomberg [magnate y alcalde republicano de Nueva York] puede sin ironía hablar de «construir como Robert Moses [el más influyente y controvertido de los urbanistas neoyorquinos del siglo XX] , teniendo en mente a Jane Jacobs» [lo contrario de Moses: urbanista crítica, activista y organizadora social], a saber, crear un paisaje de acumulación de capital y limpieza de clase que no es ya de masas y modernidad sino que procede mediante el tradicionalismo urbano, a escala pequeña y discreto. La izquierda no ha aprendido adecuadamente, según Harvey, que «la política neoliberal favorece tanto la descentralización administrativa como la maximización de la autonomía local». Como respuesta, se entretiene en las propuestas del anarquista Murray Bookchin de una asociación de municipalidades democráticas, un «confederalismo» que se asemeje a cientos de Comunas de París.

Pero, ¿cómo llegar a ese punto? Rebel Cities contiene notas breves sobre tres posibles alternativas en el presente. En su vívida presentación de China establece una oposición entre la ciudad de Shenzhen, que se mueve hacia un liberalismo extremo de libre mercado, y la de Chongqing, que obliga a pagar impuestos al capital privado que sufraguen la vivienda municipal y los programas sociales. Pero esto reproduce una «elección polarizada entre el Estado y el mercado», en el que ninguno de ellos es democrático.

El libro concluye con textos muy breves, ligeramente apresurados sobre los disturbios en Inglaterra y la ocupación de Wall Street el pasado año. Respecto a la revuelta, descubre que el ubicuo uso del término «feral» [«animal», «asilvestrado»] «me recordó cómo a los comuneros de París de 1871 se les retrataba como animales salvajes, como hienas, que merecían ser (y a menudo fueron) sumariamente ejecutados»; pero se muestra sorprendentemente remiso a atribuir mucha capacidad de actuación política a los alborotadores. Es mucho más optimista respecto a «OWS» [Occupy Wall Street], como reivindicación directa y consciente, muy necesaria, del espacio público contra el «Partido de Wall Street». No hay críticas aquí, lo que resulta bastante justo; acaso se trate de un edulcorante de los mordaces argumentos que aparecen en otras partes de este libro.

Owen Hatherley , afilado crítico de arquitectura y urbanismo, es autor de Militant Modernism (Zero Books, 2009); A Guide to the New Ruins of Great Britain (Verso, Londres, 2010) y Uncommon (Zero Books, 2011) sobre el grupo «pop» británico Pulp.