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Clase, hegemonía e independentismo catalán

Fuentes: Viento Sur

Este texto pretende participar en un debate estratégico abierto en las izquierdas en torno al referéndum catalán del 1 de octubre, pero que pensamos que va más allá. No entraremos a relatar la historia de la formación del proceso independentista catalán. Delimitaremos la discusión a proponer una caracterización de lo que se ha llamado el […]

Este texto pretende participar en un debate estratégico abierto en las izquierdas en torno al referéndum catalán del 1 de octubre, pero que pensamos que va más allá. No entraremos a relatar la historia de la formación del proceso independentista catalán. Delimitaremos la discusión a proponer una caracterización de lo que se ha llamado el procés y tratar de aportar argumentos de por qué las izquierdas no independentistas deberían impulsar activamente el 1-O como un momento de ruptura.

Uno de los argumentos típicos de «sentido común» de la izquierda tradicional para no apoyar el referéndum catalán del 1 de octubre es que el procés está liderado por la burguesía. Dicho así, esto es rotundamente falso y solo puede basarse en dos malentendidos, uno malicioso y otro que sólo puede ser producto de la ignorancia o de un desplazamiento de categorías tan absurdo que se invalida por sí mismo. La falsedad de este argumento es empíricamente verificable. La gran burguesía catalana se ha manifestado una y otra vez contra el procés por irresponsable y por generar inestabilidad en sus negocios, como puede comprobar cualquiera que se moleste en buscar en Google las declaraciones de la patronal catalana Foment del Treball. La ignorancia viene a la hora de definir qué significa burguesía, concepto que la izquierda española solo ha empleado en los últimos 40 años para referirse a Catalunya o, en el caso del PCE, para justificar su política de alianzas con la burguesía progresista y nacional (sic) que representaba Suárez en el 78.

«Burguesía» es un concepto de la economía clásica rescatado por el marxismo, que define a la clase dominante en relación a la propiedad de los medios de producción. Como ya hemos remarcado, las élites de este sector social están en contra del procés: Foro Puente Aéreo, la patronal Foment del Treball, la elitista Círculo Ecuestre, el Círculo de Economía o la internacional Comisión Trilateral han manifestado reiteradamente su oposición a la independencia, así como José Manuel Lara (Planeta), Isidre Fainé (CaixaBank), Josep Lluís Bonet (Freixenet) o Josep Oliu (Banco Sabadell), aunque algunos sectores de Foment del Treball sí que han dado, ante los hechos consumados, apoyo al procés con la esperanza de mejorar su posición y sus prebendas frente a la burguesía del resto del Estado y a nivel internacional. También ante la dinámica de movilización popular el procés ha ido encontrando el aval de la mayoría del empresariado de las pequeñas y medianas empresas, organizados en entidades como la PIMEC, la Cecot o la Cámara de Comercio.

Pero en ningún caso estos actores han impulsado el procés, sino que fieles a su proverbial pragmatismo han ido reposicionando sus intereses según avanzaba el proceso. Como reconoció con lampedusiana melancolía el mismo Artur Mas ante el Colegi d’economistes de Catalunya antes del 9N: «Las élites del país no deben pretender cambiar el curso de la historia, sino que han de canalizar este movimiento de base. No se trata de frenar ni de parar, sino de hacer que salga bien».

Hacer que las cosas no «salgan bien» para estos sectores de la clase dominante, incidir sobre sus contradicciones e intentar que no puedan «canalizar» la crisis de régimen, para cerrarla por arriba con un nuevo pacto y reparto del pastel entre élites, es la primera tarea para cualquier organización o espacio que aspire al cambio político y social.

No es una alternativa quedarse mirando desde la barrera, a esperar que se estrelle el mayor movimiento de masas que hay en estos momentos en toda Europa con la excusa de que sectores de la burguesía catalana pretenden «canalizarla» hacia sus propios intereses. Al contrario, es precisamente por esto por lo que hay que apoyar el movimiento y disputar su dirección política con la activación y agregación de sus sectores más populares. En el contexto del «155 de facto» en Catalunya y de involución democrática en todo el Estado, no entender que si se estrella el proceso soberanista nos estrellamos todas y todos tiene su mérito hermenéutico: no dejar que la realidad te estropee una buena historia.

En el contexto del «155 de facto» en Catalunya y de involución democrática en todo el Estado, no entender que si se estrella el proceso soberanista nos estrellamos todas y todos

Entonces, ¿quién lidera? o, más bien, ¿quién surfea el movimiento soberanista catalán? Es claro que un sector de la clase política catalana (sin duda, llena de elementos poco deseables y poco sospechosos de querer una transformación radical de la sociedad) ha dejado de representar los intereses políticos de la gran burguesía catalana (aunque siguen defendiendo su programa económico) y mantiene su aspiración a jugar un papel dirigente mediante su control sobre una parte del aparato del Estado y su capacidad de irse adaptando a un proceso de masas independentista. Nuevamente aquí de lo que se trata es de no dejar alegremente que el proceso de movilización social que se está dando sirva como relato heroico para justificar su proyecto social y económico austeritario. El desafío aquí no estriba en quién es capaz de describir con más saña un sector dirigente del proceso, sino de cómo somos capaces de articular un terreno común entre la izquierda independentista y soberanista de Catalunya y del resto del Estado que permita una nueva hegemonía: República catalana y procesos constituyentes es un futuro no cotejado que el 1 de Octubre podría activar si hubiera la voluntad política suficiente.

Frente a la tendencia a ver el proceso independentista catalán como algo homogéneo, es interesante explorar sus contradicciones internas y verlo como un campo de luchas y un final sin determinar. En un proceso nacional-popular, la homogeneidad es una ficción previa a la lucha real o conquistada a través del monopolio del Estado: es decir, lo «nacional» tiende a suturar todas las contradicciones de clase que hay en lo «popular». Sin embargo, cuando ese proceso nacional-popular se pone en movimiento y entra en conflicto con los aparatos de dominación del Estado, aparecen las primeras grietas, repertorios de lucha que van más allá de los de las élites dirigentes del proceso nacional-popular. Esto nos lleva a la cuestión de tratar de definir las bases sociales del procés. Suponemos que a nadie se le ocurrirá decir que hay más de 2 millones de burgueses o de políticos en Catalunya. Es cierto que la matriz dominante son las llamadas «clases medias» (un concepto que prima en su propia definición la heterogeneidad de sus componentes y su relación con determinadas expectativas de clase antes que una definición estrictamente marxista, es decir, relacionada con la propiedad de los medios de producción) y que la «clase obrera» en un sentido clásico está ausente. Es decir, estamos ante un movimiento policlasista, en el cual hay obreros, pequeños propietarios, funcionarios, políticos, profesionales, pequeños y medianos empresarios, etc., pero cuya relación con el movimiento independentista no está determinada por la relación económica que ocupan, sino más bien por la adhesión nacional-popular al proyecto de una Catalunya independiente.

Esto implica un programa lleno de contradicciones: un sector del procés parece tener como modelo de Catalunya independiente una especie de Suiza del sur. Para la mayoría de las bases (sueño, por cierto, compartido por la mayoría de la base social del progresismo español) su ejemplo es una Suecia mediterránea, donde el mercado esté controlado por un Estado eficiente y sensato. Un sector minoritario pero significativo (más significativo por lo menos que en el resto del Estado español y que en cualquier otro lugar de Europa) apuesta por una salida nítidamente anticapitalista del procés. Por lo tanto, el pegamento del horizonte de una Catalunya independiente esconde diferentes proyectos. ¿Es eso tan extraño? ¿Acaso los movimientos políticos y sociales de masas que han surgido desde la derrota del movimiento obrero por el neoliberalismo no han tenido debilidades semejantes? ¿No es la ausencia de una clase obrera «formada» y con un proyecto transformador hegemónico la principal ausencia que marca los límites de nuestro tiempo? Sin duda, estas limitaciones evidentes impiden hablar del movimiento independentista como un movimiento socialmente revolucionario porque no cuestiona los fundamentos materiales del capitalismo: la subordinación del interés colectivo a la propiedad privada, y las relaciones de producción y de reproducción basadas en la explotación y la opresión.

Pero, ¿acaso el 15M lo hacía? ¿Eran la clase trabajadora y sus intereses los que tenían el protagonismo central, ocupando los centros de trabajo e irradiando desde el corazón del capital un proyecto de sociedad alternativa? Es cierto que el 15M portaba un programa socialmente más avanzado, pero eso sólo apareció como algo real tiempo después para ese sector de la izquierda que hoy mira con recelo a Catalunya y que también miró en aquel momento con recelo el movimiento 15M, por no autodefinirse de izquierdas y por la ausencia de la «clase obrera». ¿Acaso todos los movimientos que se apoyan desde la izquierda transformadora cumplen necesariamente a priori estas características tan delimitativamente revolucionarias? Esta concepción del rol la clase obrera recuerda a la justa crítica que le hacía Laclau a Kautsky y a la Segunda Internacional en Hegemonía y estrategia socialista:

«El pretendido radicalismo de su posición era, sin embargo, la pieza esencial de una estrategia fundamentalmente conservadora; estando fundado en el rechazo de todo compromiso o alianza y en el desarrollo de un proceso cuyo desenlace no dependía de iniciativas políticas, dicho radicalismo conducía al quietismo y a la espera. Propaganda y organización eran las dos tareas esenciales -en realidad únicas- del partido. La propaganda no tendía a la formación de una «voluntad popular» más amplia sobre la base de ganar nuevos sectores a la causa socialista, sino, esencialmente, a un reforzamiento de la identidad obrera; en cuanto a la organización, su expansión no significaba una participación política creciente en una variedad de frentes, sino la construcción de un gueto en el que la clase obrera llevara una existencia segregada y centrada en sí misma. Esta progresiva institucionalización del movimiento correspondía bien a una concepción según la cual la crisis final del sistema capitalista vendría del propio trabajo que la burguesía llevaba a cabo en la dirección de su ruina, en tanto que a la clase obrera sólo le correspondía prepararse para intervenir en el momento apropiado. Desde 1881 Kautsky había afirmado: «Nuestra tarea no es organizar la revolución, sino organizamos para la revolución; no hacer la revolución, sino aprovecharnos de ella».

Es cierto que la ausencia de una clase obrera como vector central en el proceso independentista es un límite evidente. Negarlo sería hacer apología del policlasismo populista que a día de hoy es el aglutinador fundamental del procés. Pero si queremos llevar el debate a un plano estratégico, más que postular un «socialismo fuera del tiempo» y unas consignas de autoconsumo, debemos desplazar la discusión y empezar a pensar que la política está constituida no sólo por factores estructurales, sino también por agentes políticos. La actitud de una parte importante de la izquierda ante el movimiento independentista es, por así decirlo, pre-hegemónica en dos sentidos. Por una parte, la mayoría de la izquierda catalana, o al menos su parte fundamental con funciones dirigentes, el grupo de Ada Colau y los Comunes, asumen el movimiento como algo estático, incapaz de desarrollos distintos y abiertos, de mutaciones a través de conflictos internos. La izquierda que en Catalunya se mantiene en estos momentos críticos al margen del movimiento soberanista (a pesar de formar parte de éste) asume una posición pasiva que ni disputa la dirección del propio movimiento ni incorpora a sectores sociales nuevos generando una delimitación de clase dentro del propio proceso. Mantiene una actitud ambigua, de espera, confiando en que la apuesta independentista pierda su fuerza y su empuje, con una estrategia basada en recoger las cenizas como bisagra de una más que posible negociación neoconstitucional con las élites que gobiernan el Estado Español.

Ciertamente, a la pasividad de la izquierda «común» en Catalunya hay que sumar las limitaciones de las CUP, que a pesar de su honesta radicalidad, no se han esforzado por jugar un papel de enlace entre esa izquierda y el movimiento independentista, prefiriendo, en sitios claves como el Ayuntamiento de Barcelona, adoptar una actitud sectaria que asegurase el atrincheramiento de su espacio a una política de alianzas arriesgada que arrastrase a los Comunes a una pelea conjunta contra la dirección convergente-republicana del proceso soberanista.

Por parte de la izquierda española, existe una tendencia a considerar al movimiento soberanista una «farsa», como si no fuese algo serio, sino un simple juego entre élites, lo cual revela una total incomprensión de aquella vieja idea del archicitado Lenin (que en realidad está presente en toda la «política del conflicto») de que la división entre las clases dominantes es una precondición para cualquier transformación social. Una «precondición» significa que es algo que en sí mismo no es suficiente, pero que es una contingencia necesaria, que abre una fisura por la que pueden irrumpir las políticas emancipatorias, sus subjetividades partidarias y sus intereses de clase. Es cierto que el movimiento soberanista puede terminar en una farsa lampedusiana, pero como todo. Nada nace siendo verdad, se hace verdad en la lucha activa y en el conflicto. Es la pasividad la que crea las mentiras, el falso y eterno veredicto de los hechos consumados: los de arriba siempre ganan. Aunque frente a esto una posición activa tampoco garantice la verdad, es nuevamente precondición de toda política emancipatoria.

Por parte de la izquierda española, existe una tendencia a considerar al movimiento soberanista una «farsa», como si no fuese algo serio, sino un simple juego entre élites

Los de abajo siempre se mueven en conflictos sociales y políticos históricamente concretos, donde las cartas siempre están marcadas por los de arriba y donde los grados de conciencia son diversos y contradictorios. Quien busque un terreno de lucha social puro, depurado de sus contradicciones políticas, culturales, nacionales etc., busca un terreno de lucha que no es de este mundo, que solo existe en el imaginario icónica de las peores pesadillas del realismo socialista. La añorada y ausente clase trabajadora sólo se formará en la lucha política, en y más allá del centro de trabajo, en contacto con otras clases, delimitando sus intereses en procesos reales de lucha política y postulando a partir de ahí la hegemonía de sus intereses como la mejor solución al conjunto de una sociedad en crisis. Porque la clase trabajadora como sujeto político no existe como tal, se forma: lo que existe es una masa multiforme a la que llamamos fuerza de trabajo y que está presente en todos los poros de la sociedad, aunque no tenga conciencia de si misma como fuerza política emancipadora.

Es cierto que la actitud de ciertos sectores de IU como Garzón y de Podemos es diferente: hay que reconocer que Podemos ha defendido en su discurso un referéndum mientras que IU no ha sido capaz de proponer nada diferente a un abstracto «Estado Federal». Sin embargo, el arreglo propuesto para el tema catalán por Podemos parte de una premisa que ahora no se cumple: que Podemos gane las elecciones por mayoría absoluta, puesto que un co-gobierno con el PSOE, siendo realistas, estaría totalmente vinculado a negar ese referéndum.

No es imposible que esto ocurra en algún momento, pero sí es difícil creer que este escenario se vaya a producir a corto plazo. Porque esa es la gran tragedia de las estrategias «gradualistas»: pensar los tiempos políticos de forma lineal y monocorde, sin discordancias, como si el proceso catalán y el 1 de Octubre fuera un molesto paréntesis dentro de una estrategia pasiva de acumulación de fuerzas electoral, en lugar de articular las distintas temporalidades que estructuran el campo político del Estado y pensar el 1 de octubre como el catalizador que podría precipitar la caída del gobierno del PP y abrir una aceleración del tiempo político que propiciara una primavera de procesos constituyentes por todo el territorio del Estado que enterrará, por fin, el régimen del 78 bajo las ruinas del valle de los caídos.

Toda crisis es coyuntural: la crisis de régimen provocada por el flanco catalán no durará eternamente y el movimiento independentista, si no va hasta el final en este momento de auge, es posible que no tenga otra oportunidad en bastante tiempo. Parece difícil que con la dirección actual del procés, el asunto vaya hasta el final: la desobediencia destituyente implica un grado de cohesión y determinación que ni la clase política catalana parece estar en condiciones de asumir ni la izquierda catalana y española dispuestas a alimentar y aprovechar desde una óptica de la democracia constituyente. Quizás la tragedia sea que el hipotético «fracaso» del proceso soberanista sea potencialmente funcional tanto a la izquierda que representa Ada Colau en Catalunya como a la que representa Podemos en España. En palabras de Josep María Antentas, el escenario pos-proceso soberanista catalán no augura una situación de radicalización democrática, sino que más bien la pasividad «ante el envite independentista dibujan unas organizaciones más insertadas en la gobernabilidad convencional y la normalización institucional. Delinean unas fuerzas políticas más favorables a un cierre de la crisis institucional por arriba en forma de una positiva, pero limitada, mutación del sistema tradicional de partidos en favor de uno nuevo donde la izquierda posneoliberal tenga mayor peso que en la fase anterior».

Aún quedan unos momentos decisivos en las que pueden ocurrir algunas cosas. Quizás la represión del PP y de los aparatos del Estado pos-franquistas despierten a la izquierda mayoritaria de su pasividad. Porque las oportunidades pasan y luego lo único que nos queda es la profecía autocumplida del «no se puede».

En las últimas semanas se ha producido un salto cualitativo en el nivel de conflicto con el Estado y en la respuesta masiva y espontánea de la población, con elementos de autoorganización y con un repertorio de lucha que va más allá del habitual al que la sociedad civil institucionalizada del procés nos tiene acostumbrados: la entrada en escena del mundo del trabajo convocando a una huelga general y social para el 3 de octubre si no se puede votar, la decisión de los estibadores negando asistencia a los barcos de las fuerzas militares atracadas en el puerto, el movimiento estudiantil cortando el tráfico y ocupando facultades, distintas plataformas promoviendo actos de solidaridad en todo el Estado y una carta de derechos sociales en Cataluña que culmine en una asamblea de movimientos sociales catalana, muestras de solidaridad y manifestaciones en todo el Estado.

En la medida en que esto ocurra, en la medida en que al frente de la defensa del derecho a decidir del pueblo catalán se ponga el mundo del trabajo y los movimientos sociales, la agenda social de dichos movimientos y de amplios sectores populares hasta ahora ausentes comenzará a tener fuerza «constituyente». Esto es fundamental para empezar a construir y visualizar una nueva correlación de fuerzas, un nuevo campo político de alianzas estratégicas, que impugne la agenda «constituyente» neoliberal de Junts Pel Sí por un lado y que obligue a la izquierda estatal a ponerse las pilas y apostar por la fuerza destituyente del régimen del 78 que representa el proceso independentista por el otro. El problema de España y la cuestión catalana solo se desbloquearán si las clases trabajadoras y populares proponen soluciones y son las protagonistas de lo que Gramsci llamaba «gran política», es decir, aquellos hechos que afectan a la «configuración de los Estados», los temas históricamente irresueltos por las clases dominantes.

Marc Casanovas y Brais Fernández forman parte del Secretariado de Redacción de viento sur y son militantes de Anticapitalistas en Barcelona y en Madrid, respectivamente.

Fuente: http://vientosur.info/spip.php?article13056