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Entrevista con el escritor Santiago Alba Rico

Cómo ser de izquierdas hoy

Fuentes: El Confidencial/Rebelión

¿Cómo ser hoy de izquierdas? ¿Cómo sobreponerse a las corrientes políticas contemporáneas, que niegan toda validez a las propuestas y visiones provenientes de Marx? ¿Cómo situarse en un espacio público desprestigiado, el político, apoyándose en formas de definir el mundo que parecen haber perdido pie? La fórmula del escritor Santiago Alba Rico, que acaba de […]

¿Cómo ser hoy de izquierdas? ¿Cómo sobreponerse a las corrientes políticas contemporáneas, que niegan toda validez a las propuestas y visiones provenientes de Marx? ¿Cómo situarse en un espacio público desprestigiado, el político, apoyándose en formas de definir el mundo que parecen haber perdido pie? La fórmula del escritor Santiago Alba Rico, que acaba de publicar Capitalismo y nihilismo (Ediciones Akal, Madrid), no puede ser más concisa: «el proyecto emancipatorio debe ser revolucionario en lo económico, reformista en lo político y conservador en lo antropológico. Enfrente estarían sus dos enemigos actuales: «el capitalismo que hace realidad perversamente las utopías anticapitalistas (el hombre nuevo, la revolución permanente) y el discurso neocon pre-moderno que explota la inestabilidad».

1. En los 70, muchos intelectuales y políticos que provenían del franquismo abrazaban (por motivos de lo más variado, desde la convicción personal hasta el puro interés) las creencias democráticas. En la actualidad, muchos de los intelectuales y periodistas conservadores de la Europa occidental provienen de la izquierda, incluso algún ex amigo tuyo. ¿Qué significa esto socialmente? ¿Qué ha pasado?

La verdad es que también los obreros, los empleados, los profesores, los médicos, los abogados eran de izquierdas y se han desplazado a la derecha en el seno de una sociedad formateada económica y culturalmente desde el mercado. El caso de los intelectuales es el de una normal sumisión, aunque también el de una mayor responsabilidad, pues han contribuido a acelerar y legitimar ese desplazamiento desde una posición de mayor libertad e información. Lo que han obtenido a cambio no puede medirse -o no sólo- en ventajas económicas y poder (cosas secundarias para un intelectual). No hay nada más corruptor que la atención; se les ha prestado un poco de atención y han sucumbido, y han sucumbido precisamente allí donde «atención» y «mercado» coinciden sin apenas resquicios. En todo caso, ellos lo llaman «madurez» y no sin razón. Han «madurado» naturalmente al mismo tiempo que una sociedad que ha retrocedido al menos dos décadas. Los pocos que no lo han hecho -los que yo admiro- es que se han quedado un poco… por delante.

2.Si el capitalismo es nihilista, una buena manera de combatirlo es afirmar valores. En ese sentido Jean Claude Michéa reinvindicaba valores que él denomina precapitalistas, como la honestidad, recuperando una perspectiva muy de Orwell. También tu amigo Carlos Fernández-Liria hablaba de la necesidad de romper concepciones de la izquierda que veían bien esa disolución de los valores que Marx subrayaba en el manifiesto. Tu misma afición por Chesterton parece provenir de un lugar similar. ¿Me equivoco?

Quizás prefiero formularlo así: si el capitalismo es nihilista, la única forma de afirmar valores es combatir el capitalismo. Porque el capitalismo no disuelve tanto los valores cuanto las condiciones mismas en las que cualquier cosa sólida, cualquier consistencia, pueda surgir y sostenerse; porque erosiona radicalmente todas las diferencias sobre las que se levanta la cultura, cualquier clase de cultura: la diferencia comer/usar/mirar, la diferencia entre guerra y paz, la diferencia entre culpables e inocentes, la diferencia -sobre todo- entre producción y destrucción. Pero sí creo que la izquierda ha sido víctima de muchos malentendidos históricos: uno es ése al que se refiere Fernández Liria y que llevó a identificar el Derecho con un mero instrumento de reproducción del mismo capitalismo que, en realidad, lo imposibilitaba y destruía. El otro tiene que ver con el «progresismo» que durante más de un siglo alimentó la ilusión de estar -dice Benjamin- «nadando a favor de la corriente» y que paradójicamente sirvió para acelerar el «progreso» inhumano indisociable del capitalismo. Si el capitalismo dejó atrás los valores feudales del Ancien Régime que encadenaban a los seres humanos, hace tiempo que -en su loca carrera- ha dejado también atrás los valores ilustrados que se forjaron para liberarlos. Yo no siento nostalgia de Dios sino de la Razón; y no quiero volver al paternalismo jerárquico sino a la fraternidad republicana. Nos hemos pasado la estación en que teníamos que pararnos y el tren sigue desembocado hacia el abismo. El marxismo hoy tiene que ser, si no «regresivo», al menos «frenativo». Hay que recuperar no tanto los valores cuanto el cemento mismo de la vida social: los cuerpos, la tierra, la ley y con ellos la lentitud, la atención, la espera, los cuidados, los relatos.

3.Hablabas de lo que los antiglobalizadores reproducen, sabiéndolo o no, lo que Marx contaba en el Manifiesto. Pero antes que ellos lo hizo la derecha, que apoyó toda su contrarreacción en los años 70 en la defensa de los valores, familiares, sociales, comunitarios, religiosos, etc, que una izquierda desmadrada estaba debilitando. En un sentido, si había deslocalizaciones, era por culpa de una izquierda que exigía demasiada protección social; y, en otro, si las familias se rompían era porque la izquierda proclamaba una moralidad laxa. Igualmente con la delincuencia, la falta de autoridad, etc. Pero esa preocupación por la ruptura de lazos sólidos y de vínculos estables sólo la tomó en cuenta la derecha; parece que ahora cierta izquierda comienza a plantearse esas cuestiones. ¿Qué te parece?

Hay hoy una derecha muy poderosa que ha comprendido que la disolución material de toda estabilidad -bajo el empuje de la globalización por ellos defendida- despierta una nostalgia de «solideces» pre-ilustradas muy útil para legitimar sus políticas de intervención imperialista en el exterior y de reducción de libertades en el interior: es el discurso neocón, apoyado por católicos, protestantes y judíos y replicado dócilmente por el islam. Pero contra ese discurso escribió Marx las páginas del Manifiesto en defensa -digámoslo así- de la «propiedad privada» y la «familia», amenazadas por la burguesía: los mismos capitalistas que «emancipaban» a las mujeres de sus hogares mandándolas a las fábricas, luego enviaban predicadores para enseñarles pudor cristiano y respeto al marido. Frente a esta hipócrita defensa de los «lazos estables» por parte de los mismos que los desataban del modo más violento, la izquierda hizo exactamente lo contrario: mientras alimentaba materialmente la resistencia social y los vínculos fuertes, hacía discursos en favor de su disolución. Hoy, frente al capitalismo que hace realidad perversamente las utopías anticapitalistas («el hombre nuevo», «la revolución permanente») y frente al discurso neocón pre-moderno que explota la «inestabilidad», el proyecto emancipatorio -lo he dicho otras veces- debe ser revolucionario en lo económico, reformista en lo político y conservador en lo antropológico. Al menos -ya que lo has evocado- en el sentido de esta frase de Chesterton: «El pueblo nunca puede rebelarse si no es conservador, al menos lo bastante como para haber conservado alguna razón para rebelarse».

4. En Capìtalismo y nihilismo tienes un texto acerca de Martín-Baró, que me ha gustado bastante. Pero, además, es de agradecer que alguien por aquí se acuerde de él, cuya obra tiene una hondura que pocas veces se ha subrayado. Que Martín Baró y su obra hayan desaparecido del entorno académico y del entorno político español son señales de que…

De dos cosas, básicamente. Indica el desprecio político, eclesiástico, académico y mediático por los intelectuales perseguidos y asesinados cuando se apartan del camino políticamente correcto para asumir la «opción preferencial por los pobres». E indica asimismo -inseparable de esto- el valor de una obra que, a contrapelo de lo que es la psicología postmoderna contemporánea, trata de explorar las raíces sociales, colectivas, de los conflictos subjetivos y subraya las virtudes terapéuticas del compromiso y la acción común. La «psicología de la liberación» no es menos subversiva que la «teología de la liberación». Por eso no interesa a nadie en España.

5. Hablas también del mal absoluto. En apariencia enemigos, radicales de un lado y otro creen en ese mal absoluto como la causa última de todas las disfunciones. Lo que nos lleva a lo mucho que se parecen unos y otros. ¿Son los mismo a lados diferentes de la trinchera o hay diferencias apreciables?

Una larga lucha acaba por imponer al enemigo las mismas estrategias y los mismos discursos, pero en todo caso no hay que olvidar una diferencia fundamental entre los radicales imperialistas y los radicales islamistas: la que existe entre el agresor y el agredido. EEUU ha invadido Iraq y no al revés; los sionistas han invadido Palestina y no al revés; casi todas las bombas caen en Kabul, en Bagdad, en Somalia, en Beirut, en Gaza, ahora quizás en Irán. Una larga historia de colonialismo, dictadura y represión -sin olvidar la responsabilidad de «nuestros» radicales en la financiación y entrenamiento de los «suyos»- traza una línea divisoria que la izquierda tampoco debe olvidar, como pretende hacernos olvidar la «guerra contra el terror». Como no hay que olvidar las diferencias que existen dentro del propio islamismo: Hizbolá y Hamas, diferentes entre sí, son al mismo tiempo ferozmente contrarios a Al-Qaeda, grupo penumbroso con el que los EEUU quiere que identifiquemos todo el anti-imperialismo islamista. EEUU necesita un enemigo semejante. La URRS, con todas sus barbaridades, no dejaba de alimentar en algunos sectores sociales occidentales la ilusión de una alternativa emancipatoria al capitalismo. Nadie puede defender a Ben Laden. Su semejanza ideológica con Bush obliga a elegir bando por razones «culturales»; su semejanza es un motor muy eficaz de la «confrontación de culturas».

6. Es curioso cómo la izquierda occidental, y más aún si tiene representación parlamentaria, parece haber relegado en sus discursos las cuestiones materiales y presta cada vez más atención a las simbólicas. Te hago esta apreciación porque en tu libro hablas sobre el hambre, hay una representación clara de lo material en él, pero también has defendido en muchas ocasiones esa vertiente simbólica. Sin ir más lejos, con los nacionalismos no estatales.

No sé si defiendo la vertiente simbólica. Por un lado me interesa analizar cómo se construyen materialmente ciertos símbolos que generan o desactivan la violencia: ciertas representaciones que tienen que ver con la distancia bajo la que comparecen los otros. Al mismo tiempo me limito a constatar que la lucha por los territorios y las materialidades va siempre acompañada de una lucha no menos intensa por sus representaciones, las cuales no siempre coinciden -y de hecho a menudo chocan- con ellas. Toda lucha por la supervivencia es al mismo tiempo una lucha por la identidad. Y, como bien dice Terry Eagleton y repito con frecuencia, «sólo hay una cosa peor que la identidad y es no tener ninguna». La Europa postmoderna no deja de predicar contra el Estado cuando el problema de la mayor parte de los pueblos de la tierra es que no han llegado todavía a tener uno; y predica contra la identidad cuando el problema de la mayor parte de los pueblos de la tierra es que no han llegado a tener la suya. La identidad es algo que uno desea tener y que luego desea quitarse de encima. Pero para eso es precisamente necesario contar -como nosotros contamos- con un territorio y una materialidad aseguradas -y desde ahí es fácil luego volverse muy ligero…

7. Una puntualización. Parece que en ese olvido de lo material, la única representación posible es el emigrante, que pasa ahora a encarnar las virtudes y defectos que en la era fordista se atribuían a los pobres. Parece que también la izquierda se ha apropiado de esa mirada – ya no hay pobres ni clase trabajadora, sino emigrantes. ¿Es así?

El olvido de lo material es lo que materialmente caracteriza a las sociedades capitalistas «avanzadas»: olvido del cuerpo, del territorio, de la finitud, de la enfermedad, del envejecimiento, de la muerte, cosas todas ilusoriamente suspendidas en el escaparate de la publicidad, la tecnología y el consumo. En este contexto irrumpe como una bomba el inmigrante, amenazador precisamente porque expone a la vista todos esos rastros que el mercado pretende borrar, y que incluso los pobres españoles (unos 9 millones) tratan de olvidar. En cualquier caso, el inmigrante cumple, como ha ocurrido siempre a lo largo de la historia, este papel ideológico de legitimación interclasista en virtud del cual el nativo pobre se siente envidiado, robado, invadido, de modo que, al mismo tiempo que olvida su propia miseria, se «reconoce» en la política de los nativos ricos. Sabemos que el voto xenófobo a la ultraderecha en Europa proviene de los sectores económicamente castigados y muchas veces de antiguos votantes de partidos comunistas.

8. ¿Occidente se afirma frente al hambre del resto de pueblos? ¿Occidente puede vivir bien porque ha expoliado a otros pueblos? ¿Esa es la causa del hambre?

La causa del hambre no es Occidente sino el capitalismo, y el propio Occidente -escribía hace unos días- es víctima del hambre generalizada de una economía que, de un lado, no deja comer al llamado Tercer Mundo y -del otro- deja siempre insatisfecho al Primero: unos quieren algo y otros quieren siempre más. De esa manera, el hambre de los saciados -ligado a un sistema de acumulación y destrucción ampliada de hombres y de cosas- pone en peligro la supervivencia del planeta mismo.

9. Muy probablemtne, tenemos dificultades, por la inflación y la saturación en el empleo de los términos, para describir y transmitir adecuadamente la realidad. Pero es que ese mismo concepto, al igual que el de verdad, tampoco parece jugar un papel importante ahora. No sólo porque la gente descrea, sino porque además los expertos nos dicen que la verdad no existe.

Cito esta frase de Günther Anders: «Forma parte de la esencia del pluralismo permitir algo considerado falso; que la verdad del pluralismo consiste, en último término, en no tener ningún interés por la verdad o, más exactamente, en no tomar en serio la pretensión de verdad de la posición tolerada (y, a la postre, tampoco de la propia)». Ese «pluralismo», aclara a continuación el propio Anders, es el «mercado», donde toda mercancía tiene derecho a venderse por igual y todo consumidor tiene derecho a escoger entre todas por igual. La «verdad» sólo importa ya a los pobres, obligados a tomarse en serio lo que hacen.

10. ¿La izquierda sabe manejar el lenguaje o ha perdido en estas décadas una cierta capacidad de definir los términos que tuvo en el pasado?

Frente a la destrucción premeditada del lenguaje como marco de credibilidad por parte de los mismos que destruyen ciudades (lo que llamo «episemia» o «pansemia»), la izquierda no encuentra de momento más recurso que la «sobresemantización», que a su vez acelera el contagio de incomunicación (el abuso, por ejemplo, del término «genocidio»). De-finir quiere decir «limitar», «poner límites» y ésa es la condición misma de la significación. Yo creo que el hecho mismo de de-finir (en la ausencia inducida de límites) ya es una actividad anticapitalista. Y la izquierda debe dedicarse a definir, en sus trabajos teóricos y en sus panfletos.

11. Soy aficionado a la música, al cine, a la literatura. Y percibo que las metáforas que las creaciones culturales contemporáneas me transmiten son conservadoras. Incluso, y a veces especialmente, aquellas que parecen proponer una ruptura mayor. ¿Coincides conmigo?

No sé si entiendo bien la pregunta. He dicho algunas veces que todo el «rupturismo» estético que antaño concentraron las vanguardias -políticas y artísticas- hoy lo monopoliza la «publicidad», donde todo está permitido a condición de que sirva para comprar y vender algo (y destruir algo también en otra parte) y, por lo tanto, a condición de que cultural y políticamente no signifique nada. La música, el cine, la literatura se han visto un poco obligados a imitar ese «rupturismo» publicitario en la forma dominante de lo que yo llamo «gag» -como unidad cerrada de autosatisfacción pura-; es decir, como golosinas visuales, acústicas o literarias que recubren un gran vacío, un vacío reproductivo y, en este sentido, «conservador». Todo está permitido menos la política. Sólo la política rompe la ruptura permanente y nos escandaliza y por eso aprecio particularmente -y recomiendo- la extraordinaria última novela de Belén Gopegui, El padre de Blancanieves, una gran construcción novelística, literaria, en la que la forma misma -impecable y rigurosísima- es ya, en este sentido, tan «política» (tan poco «publicitaria») como el desarrollo mismo de la historia.

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