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Compañías farmacéuticas

Fuentes: La Jornada

No hay quien muera sin haber tomado medicamentos. En un mundo enfermamente medicalizado donde ser sano se ha convertido en entelequia, y casi en delito, las compañías farmacéuticas diseminan sus logros, sin cortapisas y casi sin freno. Algunas farmacéuticas que cotizan en las bolsas son económicamente más poderosas que algunos países pequeños. No pocas tienen […]

No hay quien muera sin haber tomado medicamentos. En un mundo enfermamente medicalizado donde ser sano se ha convertido en entelequia, y casi en delito, las compañías farmacéuticas diseminan sus logros, sin cortapisas y casi sin freno. Algunas farmacéuticas que cotizan en las bolsas son económicamente más poderosas que algunos países pequeños. No pocas tienen presencia en múltiples escenarios. En los medios de información, en la investigación biomédica, en los congresos médicos en todo el mundo, en el apoyo monetario de algunas universidades e incluso en el ámbito de la cultura la industria farmacéutica tiene gran influencia.

Impensable un mundo sin medicamentos y sin depositar la salud en las redes de quienes saben el significado de esa condición. Estos tiempos están dominados por la osteoporosis, por la fatiga, por el músculo laxo, por las arrugas, por el reflujo gastroesofágico en los bebés y por una serie de síntomas que a fuerza de presión se han transformado en enfermedad. ¿Quién moría antaño por reflujo?, ¿quién sabía que tenía osteoporosis?, ¿quién se sentía enfermo por no tomar un puñado de vitaminas cada mañana?

Medicalizar la vida se ha convertido en jugoso e indispensable negocio, e incluso en arte. Un arte que pretende impedir a las personas sanas seguir siéndolo. La medicalización per se es un problema serio. Problema que en ocasiones nace, se concatena y se magnifica a partir de las metas de algunas farmacéuticas. Son muchos los rubros donde la falta de ética es constante. Los recientes «escándalos» -que en muchas ocasiones no fueron ruido sino muertes- en relación con los efectos colaterales de algunos antinflamatorios o de algunos antidepresivos son el culmen de esa falta de ética.

Son múltiples las evidencias que demuestran que las compañías farmacéuticas y algunos organismos médicos estadunidenses sabían de los riesgos cardiovasculares o de las tendencias suicidas resultantes de esos fármacos. Los fármacos continuaron vendiéndose, pues era demasiado el dinero de por medio, tanto para la industria como para quienes desarrollaban investigación a partir de los «donativos» de esas compañías. Este escenario es el resultado por haber torcido el rumbo de la ciencia. Resultado atroz que deviene deslealtad de las compañías y daño o muerte en algunos enfermos.

De la querella, como es costumbre, se han aprovechado rijosos abogados que cuelgan anuncios en muchos hospitales estadunidenses donde invitan a las personas que hayan tomado Vioxx a demandar a la compañía productora (Merck & co). Los dislates de las farmacéuticas y la glotonería de los abogados sepultan aún más la medicina humanista y la relación médico-paciente. Otras formas de torcer el rumbo de las ciencias médicas son igualmente nauseabundas.

Recientemente, Richard Smith, quien fue editor durante 25 años de una de las revistas médicas más prestigiosas, el British Medical Journal, amén de editor en jefe del BMJ Publishing Group -agrupación que publica 25 revistas médicas- durante los últimos 13 años hizo un recuento de lo que sucede en estas revistas y de las presiones económicas a las que se ven sometidas las publicaciones científicas.

Smith apoya sus argumentos citando las opiniones de otros afamados editores de las revistas médicas más importantes a escala mundial. Mientras uno afirma que «las revistas se han transformado en las operadoras de lavado de la industria farmacéutica» otro asevera que esas industrias se han convertido en «maquinarias de mercadeo, cuyo poder destroza a cualquier institución que se le enfrente». Otro sostiene que «la industria ha deformado las conductas morales de muchos médicos».

Smith explica otras razones por las cuales las revistas se corrompen. El ejemplo más visible, pero el menos grave, son los anuncios que pagan las compañías en las revistas médicas. Los más graves provienen de las mentiras de los estudios publicados: por medio de técnicas ad hoc las compañías publican los resultados positivos y ninguna comenta los resultados adversos de los fármacos. Asimismo, exponen los resultados positivos más de una vez y lo hacen en suplementos médicos de dudosa calidad, pero que son económicamente muy redituables. Cuando el artículo se publica en una revista de gran impacto y al mismo tiempo se lanza una campaña en los medios de información el resultado económico es óptimo. El círculo nefasto lo cierran las mismas revistas, las cuales venden a las compañías farmacéuticas decenas de miles de dólares en sobretirajes, con el fin de que éstas los distribuyan, lo que, a su vez, representa publicidad y ganancias para la compañía.

Suelo repetir que los médicos antes de recetar deben conocer primero los afectos adversos del fármaco y después sus bonanzas. El problema es que buena parte de la información perjudicial la esconden las compañías. Otro brete es la dependencia económica de la ciencia médica con las compañías farmacéuticas. La credibilidad de las investigaciones farmacológicas sólo se logrará cuando los editores de las revistas se inmiscuyan en el proceso de investigación, y, cuando no se escondan datos imprescindibles, sobre todo, los que pueden dañar la salud de quien consume los medicamentos.