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Cómplices y víctimas

Fuentes: Rebelión

Decía Sartre, con el habitual desprecio de la gente de letras hacia lo cuantitativo, que todos somos «medio cómplices, medio víctimas». Entendida literalmente, la frase es absurda, pues significa que todos somos cómplices y víctimas a partes iguales: un 50% de complicidad y un 50% de victimidad; lo que probablemente quería decir Sartre es que […]

Decía Sartre, con el habitual desprecio de la gente de letras hacia lo cuantitativo, que todos somos «medio cómplices, medio víctimas». Entendida literalmente, la frase es absurda, pues significa que todos somos cómplices y víctimas a partes iguales: un 50% de complicidad y un 50% de victimidad; lo que probablemente quería decir Sartre es que todos somos en alguna medida cómplices del sistema y en alguna medida víctimas del mismo. Pero la medida puede variar muchísimo de una persona a otra, de una clase social a otra, de un país a otro. Los «ilegales» que se ahogan por docenas en el estrecho de Gibraltar, tienen mucho de víctimas y muy poco de cómplices; quienes, desde el poder, no hacen nada para evitar que esa tragedia se repita diariamente, tienen mucho de cómplices y muy poco de víctimas.

¿En qué medida son víctimas y en qué medida son cómplices los londinenses que sufrieron los atentados del 7 de julio? ¿Son «víctimas inocentes», como repiten sin cesar los políticos y los medios, víctimas al 100% en la escala de Sartre? ¿Es la propia Londres una víctima inocente? Por lo que respecta a las personas, habría que analizar caso por caso; y, desde luego, si alguno de los afectados hubiera apoyado la invasión de Iraq o hubiese votado a Blair en las últimas elecciones, no sería una víctima inocente. En cuanto a la ciudad misma, no sé si la pregunta tiene respuesta, es decir, no sé si tiene sentido; pero se puede plantear en términos comparativos y darle una respuesta condicional. ¿Fue la arrasada Berlín de la II Guerra Mundial una «víctima inocente»? Si la respuesta es no, también lo es para Londres.

Sigamos con las proposiciones condicionales y los términos comparativos, única forma de avanzar en la comprensión de los fenómenos. ¿Cómo juzgaríamos a un judío que, durante el III Reich, hubiera atacado a un partidario de Hitler? ¿Tenemos derecho a juzgar con mayor dureza a un musulmán que ataque a un partidario de Bush o de Blair? O de Aznar. O de Berlusconi. O de Zapatero, que está ampliando la base de Rota para que los bombarderos estadounidenses puedan seguir masacrando a afganos e iraquíes… Otra cosa son los atentados indiscriminados; pero incluso estos, por brutales que sean, no lo son más que las bombas de racimo.

El pasado mes de junio participé en el Encuentro Internacional Contra el Terrorismo celebrado en La Habana. En estos momentos de espanto, dolor, confusión y olvido, quisiera compartir con los lectores algunas de las ideas que expuse en mi ponencia:

Se suele decir, y con sobrada razón, que no debemos olvidar los horrores de la II Guerra Mundial, o los crímenes de la Guerra Civil española y de su no menos criminal posguerra. Pero hay otra desmemoria aún más preocupante si cabe, que es la desmemoria a corto plazo. No solo nos olvidamos de lo que ocurrió hace treinta o sesenta años, sino que a menudo nos olvidamos de lo que sucedió la semana pasada, o ayer mismo (con lo cual, más que de desmemoria, habría que hablar de Alzheimer histórico). No solo nos olvidamos de la II Guerra Mundial, sino incluso de la (impropiamente denominada) II Guerra del Golfo.

Y al olvidarnos de la «guerra» de Iraq solemos olvidar también que no fue una guerra. Tal vez ahora, desde que dijeron que había terminado, sea una guerra, una guerra de guerrillas. Pero cuando la mayor potencia bélica de todos los tiempos, con el apoyo de las seudodemocracias occidentales, arrasa e invade un país indefenso, previamente destrozado por doce años de bloqueo criminal, no cabe hablar de guerra, el mero hecho de hablar de guerra es una infamia. Hay que hablar de atropello, de masacre, de expolio y exterminio, de repugnante cobardía. Incluso un término tan atroz como «guerra» se convierte en un eufemismo al hablar de la barbarie y la vileza del imperialismo estadounidense y sus aliados.

Y esto nos remite a otro aspecto del olvido: lo que podríamos llamar desmemoria semántica. No solo nos olvidamos de los acontecimientos históricos, sino también del significado de las palabras. Y también en este caso hay una desmemoria a corto plazo, un Alzheimer semántico inducido por los medios de comunicación masivos, fenómeno sin precedentes y especialmente alarmante. Antes, las palabras tardaban mucho tiempo en cargarse de matices y de connotaciones, y también tardaban mucho en perder esas connotaciones, en reemplazarlas por otras, y ya no digamos en cambiar de sentido. Ahora, una campaña masiva orquestada por los medios de comunicación al servicio del imperialismo puede vaciar de significado una palabra y «rellenarla» con un significado espúreo, acorde con los intereses del poder, en cuestión de semanas o aun de días.

Uno de los términos en los que resulta más evidente este proceso de corrupción semántica acelerada, es el de terrorismo (otro, complementario, el de democracia). En sentido estricto, terrorismo es la dominación mediante el terror, la utilización del terror para conservar o incrementar el poder. Y en este sentido solo hay un terrorismo realmente digno de ese nombre: el terrorismo de Estado. Pero, en la actualidad, la mayoría de la gente, al oír la palabra terrorismo, piensa en un coche bomba o en un palestino con un cinturón de explosivos atado al cuerpo. Como dice Alfonso Sastre, se llama terrorismo a la guerra de los pobres y guerra al terrorismo de los ricos…

En la «España democrática», cuando se habla de terrorismo casi todo el mundo piensa en ETA o en el llamado «terrorismo islámico». Es cierto que nuestro principal problema es el terrorismo, como repiten sin cesar los políticos de una y otra calaña; pero no el «terrorismo» subsidiario de ETA, sino el terrorismo de Estado: las torturas policiales sistemáticas e impunes, la criminalización de toda forma de disidencia o protesta, el apoyo explícito o solapado al imperialismo estadounidense… Ese es el verdadero terrorismo (sin comillas).

En cuanto al denominado «terrorismo islámico», la mera fórmula, el mero hecho de acuñar esa fórmula, es un acto terrorista (o metaterrorista, como diría un pedante, ya que es hacer terrorismo mediante el –y con respecto al– concepto mismo de terrorismo). Porque mucho antes –un antes tanto cronológico como jerárquico– de hablar de «terrorismo islámico», habría que hablar del terrorismo judeocristiano, infinitamente más abyecto, persistente y devastador. Bush liderando su «cruzada antiterrorista» con la Biblia en la mano: ese es el verdadero terrorismo fanático-religioso de nuestro tiempo. Y de casi todos los tiempos, de Constantino para acá…