El compromiso militante de Grass con las Waffen-SS de Hitler fue una excusa. La discusión da una vuelta de tuerca. Han defendido la tardía y táctica confesión John Berger, Salman Rushdie y Vargas Llosa. El «Centro Simon Wiesenthal», fundado por el famoso caza-nazis, ha reclamado que Grass aclare en profundidad su participación en la 10º […]
El compromiso militante de Grass con las Waffen-SS de Hitler fue una excusa. La discusión da una vuelta de tuerca. Han defendido la tardía y táctica confesión John Berger, Salman Rushdie y Vargas Llosa. El «Centro Simon Wiesenthal», fundado por el famoso caza-nazis, ha reclamado que Grass aclare en profundidad su participación en la 10º SS-Panzerdivision «Frundsberg», específicamente en el 10.SS-Panzerjäger-Abteilung (Regimiento de Cazatanques, donde Grass era artillero de un Jagdpanther como lo recuerda en sus memorias). En una carta de su director, Dr. Efraim Zuroff, se le reclama más luz sobre su compromiso político, así como datos de en qué batallas participó, nombre de sus oficiales superiores y subalternos y de sus actividades durante 1945. El Centro pregunta además por los lugares en los que sirvió, los horarios que cumplió y los documentos, y critica la escasa y paupérrima memoria de Grass al recordar tan poco. ¿Una amnesia à lá Oskar Matzerath? En Alemania las encuestas demuestran que la credibilidad de Grass no ha sido mermada sino aumentada por su confesión. Y no fue una travesura, él mismo descarta esa hipótesis salvadora: «Lo que hice no puede minimizarse como tontería juvenil. No sentía ninguna opresión en la nuca, y ningún sentimiento de culpa autoinducido, por ejemplo por haber dudado de la infalibilidad del Führer, exigía ser compensado por un celo voluntario.» Ahora podría leerse toda la obra de Grass como un largo y tortuoso mea culpa. La izquierda más esclerótica y paranoica ha visto un intento de linchamiento de Grass por ser un icono de izquierdas y la derecha elegante ha jugado con la ironía al reclamar el mismo tipo de «confesión penitente» para intelectuales que defendieron el stalinismo, el maoísmo o incluso a Fidel Castro. Las especulaciones giran en el vacío: que operación de marketing, que lo confesó en lugar y tiempo equivocado, que lo ocultó para acceder al Nobel, etc. El caso Grass no trata tanto de la calidad de su obra literaria (reconocida universalmente casi sin discrepancias), no pone en juego su historia personal (la individualidad histórica es siempre opaca y única) como de explicarnos el «Why?» de una decisión. Y mediatamente volver al tapete la tradicional incomprensión de qué fue y que es el fascismo en su versión nacionalsocialista. Como Schwob recordara, la ciencia de la historia nos sumerge en la incertidumbre acerca de los individuos. Nos los muestra sólo en los momentos en que se entrecruzan con las acciones generales. Pascal especula con la nariz de Cleopatra o con la arenilla en la uretra de un irascible Cromwell, o con la bisexualidad de Julio César, pero todos esos hechos individuales no tienen valor (o lo tienen muy devaluado) sino y en cuanto modifican los acontecimientos o porque hubieran podido cambiar su concatenación. No se trata de perdón intelectual, ni de remisión de pecados. Tampoco un esquema de filosofía de la historia indulgente. Lo que Grass permite (o el testimonio de Böll, Heidegger, Feyerabend, Jaspers, Gadamer, Wagner, Jünger, Hamsun, Céline, Bergman, Michels…) apunta a poder comprender lo incomprensible, lo políticamente incorrecto: que el estado populista racial de Hitler, el «Volkstaat» nazi, era inmensamente popular hasta horas antes de su derrumbe. Y que la seducción no sólo hacía mella en el candoroso suelo mental de la masa amorfa y plebeya, sino en los cerebros de su clase más refinada y culta: la Intelligentsia.
En su «Diario de Trabajo», el Arbeitsjournal 1938-1955, Bertolt Brecht anota inocentemente en la entrada del día 12 de septiembre de 1944: «la impaciencia de la izquierda ante la actitud de los trabajadores alemanes [con respecto a Hitler] es comprensible… los ejemplos históricos… han demostrado lo que puede lograr una gavilla de delincuentes equipados con las armas y los vehículos más modernos y apoyados por un bien organizado sistema policial…». Brecht intentaba entender, con las lentes de la teoría stalinista del fascismo, cómo era tan baja la resistencia interna del pueblo alemán y cómo, pese a los terribles bombarderos diurnos y nocturnos sobre casi todas las ciudades alemanas más las derrotas catastróficas en Francia y la destrucción de todo el Grupo Centro en la URSS (Operación Bagration), Alemania seguía combatiendo y no se notaba resquebradura alguna en la legitimidad interna del NS-Staat. Brecht entendía al nacionalsocialismo como una mezcla de paramilitares aventureros, policía, técnica armamentística y financiación del gran capital. Su esquema interpretativo es una exhibición del extravío general de la izquierda de la época con respecto al ascenso del fascismo. El intento de interpretar el nacimiento, la vida activa y la caída del fascismo en términos de «intrusión» de elementos extraños en una masa proletaria ingenua (ya atomizada; ya sin experiencia; ya forzada) se arrastra desde la Marcha a Roma de Mussolini. Uno de los primeros libros de interpretación, «Die Faschistengefahr»(1923) de Julius Deutsch , dirigente de la socialdemocracia austriaca y del cuerpo armado «Schutzbundes», sostenía que el fascismo era un movimiento político que demagógicamente fanatizaba a elementos pequeños-burgueses y juveniles de la población al servicio, obviamente, de la «reacción capitalista». No obstante los años pasados, las variaciones en la información y la base documental, los dramatis personae en su interpretación no han variado nada. El primer intento marxista-leninista ortodoxo de interpretar al fascismo fue divulgado en el IVº Congreso Mundial de la Tercera Internacional, reunido inmediatamente en que Mussolini accedía al poder. Los comunistas italianos definieron al fascismo como un arma en manos de los grandes propietarios terratenientes, una suerte de «fascismo agrario», instrumento consciente usado por el capital agrario para derrotar a la revolución de la clase trabajadora. Ni los propios militantes italianos habían podido deducir teóricamente la enorme novedad del fascismo como una cultura política alternativa y de masas.
El fascismo y su variante nacionalsocialista (racista) no fue un «paréntesis» en la historia occidental; no mantuvo prisioneras a sus poblaciones a punta de pistola; no fue una «infección» inyectada por la personalidad de sus líderes; tampoco un síntoma de una «Sonderweg» especial de Italia y Alemania; tampoco de renacimiento maquiavélico; ni una reacción antiproletaria a un capitalismo al borde del derrumbe. Por el contrario: el nacionalsocialismo es parte integral y medular de la historia europea. Y es una ideología compleja, un proyecto no conformista, vanguardista y revolucionario. El nacionalsocialismo, y es lo que esconde el verdadero motivo de la discusión sobre Grass, ha sido una fuerza rupturista, anti-burguesa, capaz de arremeter contra el orden burgués establecido después de 1918, con utopías populistas y programas completos, y lo más importante (que enloquecía a Brecht): capaz de competir eficazmente con el marxismo «tercerointernacionalista» de los años 20′ y ’30 en la mente, voluntad y preferencia tanto de intelectuales maduros o en formación, así como en las masas de trabajadores y empleados. El nacionalsocialismo es una ideología disruptiva, síntesis del nacionalismo orgánico y de la revisión antimaterialsta burda del marxismo vulgar (es más: muchos definen al fascismo como una variante del marxismo del siglo XIX). Expresa, como lo recordó Grass (y Feyerabend, y Heidegger…) una aspiración revolucionaria fundada en el rechazo del individualismo liberal e intenta crear una cultura política comunitaria, antiindividualista y antinacionalista, basada en el repudio de la Aufklärung y de la Revolución Francesa. En una segunda fase se proponía la construcción de una solución de recambio total, de un marco intelectual, moral y político, único capaz de garantizar la perennidad de una colectividad humana, la «Gemeinschaft» racial opuesta a la «Gesellschaft» formal del liberalismo, en la que se integrarían perfectamente todas las capas y clases sociales. El nacionalsocialismo pretendía hacer desaparecer los efectos más desastrosos del capitalismo salvaje de los años ’20, la atomización de la sociedad, la disgregación del alma comunitaria, la alienación del hombre convertido en mera mercancía lanzada al mercado. El nacionalsocialsmo también se rebeló contra la deshumanización introducida por la secularización y la modernización, intentando hacer una revolución que cambie las relaciones entre el individuo y la colectividad sin romper el Deus absconditus de la burguesía: la propiedad privada y el mercado. La revolución nacionalsocialista se sustenta en formas controladas, planificadas y altamente reguladas de una economía regida por los automatismos de mercado, por la vieja Ley de Say. Su comunidad se basa, ya no en la clase o en el consumo, sino en la sangre, es una «Blutgemeinschaft». El nacionalismo antes de convertirse en una fuerza política fue un fenómeno cultural y que no debemos menospreciar, subestimar, que en la hegemonía y lealtad de masas su marco conceptual cumplió un rol de especial importancia. Grass es su prueba viviente.
Al año de la rendición incondicional de Alemania, en plena desnazificación, el conservador historiador Friedrich Meinecke (luego nombrado rector de la Universidad de Berlín) con 85 años escribe lo que será su opera postuma: «Die Deutsche Katastrophe» (1946). Poco sospechoso de afinidades electivas con los nazis, testigo de primera línea, empezaba su librito de comentarios y recuerdos con la siguiente pregunta: «¿Será posible llegar un días a comprender totalmente las tremendas experiencias que nos deparó el destino en los doce años del Tercer Reich?». Su pesimista conclusión era que la experiencia nacionalsocialista la habían «vivido» pero «sin exceptuar a ninguno de nosotros, sólo incompletamente la hemos entendido». Con valentía descubría esa opacidad y quizá fuera el primero en reconocer el lado «bueno» del NSDAP. Ahora y antes un escándalo teórico. Su capítulo XI se titulaba irrespetuosamente «Del contenido positivo del Hitlerismo». ¿El IIIº Reich poseía cosas valiosas, progresistas, vitales para el 95 sobre 100 de los alemanes arios? Sí. La gran idea, dice Meinecke, «que se agitaba en el ambiente» era fundir el movimiento ideológico nacional con el pensamiento socialista. Hitler fue «su ardiente profeta y su más decidido ejecutor». Y esta participación del nacionalsocialismo en la gran idea objetiva de su época es lo que debe reconocérsele categóricamente. Y no sólo. Meinecke reconoce los aportes en la ideología fascista del «romanticismo técnico» que se sumo a los dos elementos anteriores: un «pasaporte ancestral» que servía para re-componer lazos comunitarios, conservar pura y renovada la raza nórdica y modernizar reaccionariamente la Nación. También reconoce el papel fascinante de su radical ateísmo, casi «comparable al Bolchevismo», ascenso de un nuevo paganismo y una secularización de sesgo nuevo, paralela a la del stalinismo y del liberalismo. Incluso Meinecke reconoce en el nacionalsocialismo una crítica al imperialismo y una concepción de nación proletaria que desafiaba el status quo mundial del Tratado de Versailles y de la inútil Sociedad de las Naciones. Pero el contenido positivo, epocal del nacionalsocialismo había sido la intención deliberada de unir «en una sola corriente la dos grandes olas ideológicas». Las dos grandes «olas» de Meinecke formaron un coherente sistema ideológico, creído por millones y seguido hasta la muerte. Aunque el «socialismo nacional» había sido registrado por Barrès en Francia (el verdadero laboratorio ideológico del fascismo) alrededor de 1898, la idea se extiende rápidamente por toda Europa. El segundo elemento esencial que en simbiosis con un nacionalismo antiliberal y antiburgués, conforma la identidad fascista, es la revisión antimaterialista vulgar del marxismo. Es esta rebelión, que enfervoriza tanto a la izquierda contestataria más radical y a franjas anarquistas, como a la nueva derecha nacionalista, la que permite la asociación de una nueva variedad inédita de socialismo con nacionalismo tribal y radical. Palabras más, palabras menos del propio Alfred Rosenberg: «El socialismo depurado del marxismo, aparece como un medio político al servicio del individuo y de la Gemeinschaft para proteger la unidad del Pueblo de los apetitos de los particulares desenfrenados». Es lo que sedujo a Grass y que todavía como influjo no ha podido censurar, ni olvidar: un movimiento anticapitalista y jacobino que movilizó a su generación («Das Antibürgerliche am Nationalsozialismus sei entscheidend für die Mobilisierung seiner Generation gewesen»).
Y tenemos un dato más: las figuras de la mediación de la ideología nacionalsocialista. Las propias elecciones autónomas de Grass, primero ser miembro de los U-Boot, luego un SS, no hacen sino reconducirlo al corazón mismo de la ideología nacionalsocialista. Recordemos que los arquetipos nazis fueron variando a medida que Alemania entró en guerra. Antes de 1939, ya en «Mein Kampf», Hitler exaltaba la educación física en primer plano. La formación de carácter era por añadidura. El arquetipo antes de la toma del poder era el Stürmer de las paramilitares S.A., por ejemplo Horst Wessel , a quién se le dedicó un himno oficial, films, novelas, obras de teatro, una división de las Waffen-SS, estación de metro (hoy «Rosa Luxemburg»), etc.; un segundo arquetipo de la propaganda fue el corredor de autos de carrera, por ejemplo Bernd Rosemeyer (muerto en un accidente en 1938 y el más grande piloto alemán antes de Schumacher; por cierto miembro de las SS), enterrado con honores militares y con un discurso del Führer. En ambos casos es el heroísmo, el movimiento, el romanticismo, voluntad de conquista. A partir de 1939 la Gestalt del trabajador-soldado empieza a predominar. El soldado era el símbolo del trabajador y el luchador moderno, que combinaba un mínimo de ideología con un máximo de actuación y cuya misión era «modelar lo alemán en una nueva figura» (Jünger). En lugar del bólido de carreras lo ocupa el Panzer, el tanque; el lugar del conductor romántico, el conductor de blindados con su mono negro y sus calaveras (el soldado raso llamaba conductor, Führer, no sólo al que manejaba el vehículo, sino a todos sus integrantes). A éste se le sumo el comandante de submarinos, también tropa de élite, que combinaba en la ideología el dominio intelectual de la tecnología con las cualidades militares primordiales, una hazaña creativa que ligaba «la inmediatez primordial a la racionalidad más avanzada» (Gunther). Ni hablar del hombre perfecto de las SS. Grass cumplió metódicamente los pasos previstos del nuevo hombre alemán: primero intentó ser un marino de submarinos; luego un Führer de las Panzer División. Y lo logró.
La ideología nacionalsocialista es una contradoctrina, como lo fue en su nacimiento el liberalismo y el marxismo. Es una ideología crítica-racista que diagnostica el derrumbe y la decadencia de Occidente, anti capitalista (Marcuse hablaba de su «progresividad»): «derrotar los síntomas de decadencia… esa es la gran tarea del movimiento nacionalsocialista. De ese esfuerzo a de surgir un nuevo Cuerpo Popular, que borre las más negras sombras del presente, la escisión de clases de la que por igual son responsables la burguesía y el marxismo» (Hitler), antiparlamentaria (a los políticos profesionales se los trata de parásitos, traficantes parlamentarios, proxenetas de la política, cleptómanos de partido, maleantes antinacionales). Su programa político se basaba en la lucha contra el capital usurero, exigía la nacionalización de la banca y las industrias estratégicas, el cierre de la Bolsa de Comercio, abolir la «esclavitud del interés» (art. 11), incluso se reclama la estatización de «todas las empresas constituidas en sociedades anónimas (Trusts)» (art.13). Se exige la participación en las ganancias de las empresas, prohibir el trabajo infantil, municipalización de los grandes centros comerciales, reforma agraria (expropiación sin indemnización), eliminación del derecho romano por ser base del orden materialista liberal, acabar con el trabajo como mercancía, prohibición del trabajo infantil, educación secundaria y superior gratuita, laica y sin restricciones… ¡Hasta la disolución del «viejo ejército de mercenarios y la constitución de un ejército popular»! Los controles y regulaciones al capital, por ejemplo, en 1938 no los tenía ninguna nación del mundo a excepción de la URSS. La composición socioprofesional del NSDAP nos dice mucho: el 53% de sus afiliados al 30 de enero de 1933 eran trabajadores y empleados dependientes; los proletarios puros eran un 31,5%. En cuanto a su composición generacional: el 41% de sus miembros eran jóvenes con edades comprendidas entre los 20 y los 29 años, duplicando la proporción en la población total. Un auténtico «Volkspartei», un partido populista. Daniel Guerin, el anarco-comunista francés, recorrió Alemania durante 1934 en bicicleta recabando información para un libro contra el fascismo. Su objetivo era reunir «investigaciones eruditas» para poder combatir eficazmente al fascismo europeo. Editado en julio de 1936 con el título de «Fascisme et grand capital». Como el título lo indica, estaba influenciado por las teorías simplistas de la IIIº Internacional y los escritos de Trotsky del fascismo como mero instrumento, agente de intereses empresariales o pelele de la burguesía más concentrada. Pero Guerin que palpó la realidad, no podía engañarse y se preguntaba «la extraordinaria capacidad de mantenerse que tiene el fascismo», y concluía que «sería erróneo creer que el fascismo es un régimen totalmente impopular, basado exclusivamente en el terror… consiguió de las masas una cierta adhesión. Si no, hubiera sido más frágil». Un inobjetable observador socialdemócrata alemán, Harry Bark, observaba en el año 1940: «La clase obrera alemana aprecia que los ‘privilegiados’ de siempre hayan dejado en la práctica de serlo». Hitler lo repetía a quién quisiera oírle: «En esta Nueva Alemania todo hijo de obrero o de campesino debe de poder llegar…, gracias a la ayuda de nuestra organización y a una selección consciente de la elite, hasta las cumbres más altas de la nación». Fue de esta constelación ideológica y material (no solo demagógica) de donde extrajo su energía criminal y racista el «Volkstaat» hitleriano.
Nada ha cambiado desde ese año. Un gran historiador del fascismo, especialmente del español, Stanley Payne, se preguntaba en 1995 que «a fines del siglo XX el fascismo todavía se mantiene como uno de los términos políticos principales más vagos» y Walter Laqueur, otro importante teórico e historiador creía que estamos recién en el inicio de poder formular una teoría científica sobre el fascismo en cuanto fenómeno político. Hay una anécdota trágica pero significativa de esta enorme atracción del nacionalsocialismo incluso en personas vacunadas contra la mística del socialismo «Blut und Boden». La cuenta Margarete Buber-Neumann, la deportada «doble», en su libro autobiográfico «Als Gefangene bei Stalin und Hitler» (1958), traducido al español como «Prisionera de Stalin y Hitler». Margaret, militante del KPD, el Partido Comunista Alemán, vivía con su compañero en la URSS, trabajando en el Komitern de la IIIº Internacional. Cae en la purga de 1937 y es envíada a un campo en Siberia, En virud de los protocolos secretos del pacto entre Stalin y Hitler de 1939 (por la cual se intercambiban los dos regímenes los presos políticos de sus nacionalidades), Margaret junto con centenas de militantes antistalinistas de procedencia alemana, son devueltos a Hitler. En el transcurso del terrible viaje dantesco hacía las fauces de la GESTAPO, mientras esperan en un vagón de mercancías su nuevo destino, se desata una discusión entre los veintiocho hombres y mujeres que había con ella. Escuchemos sus palabras: «La mayoría había pertenecido al Partido Comunista alemán o al austríaco. Todos se habían convertido en enemigos encarnizados del régimen stalinista. Yo les comprendía demasiado bien, pero cuando la discusión se orientó hacia el nacionalsocialismo no podía dar crédito a lo que oía. Muchos de ellos empezaron a descubrir los lados positivos del régimen hitleriano, como el carácter progresivo de su política, su economía abiertamente socialista, así como la legislación sobre el trabajo… Estaban desesperados, habían sufrido mucho y habían sido engañados, pero ¿es que todo eso justificaba aquella actitud?». Estamos igual que Margarete, sin comprender la seducción real del nacionalsocialismo. La incomprensión como fenómeno de masas había sido la gran derrota. La de ayer y la futura.