Traducido para Rebelión por Gorka Larrabeiti
Desde hace 20 años, el transporte de mercancías, tanto en Europa como en el mundo crece al doble de velocidad que el PIL. Miles de millones de toneladas de mercancías van atrás y adelante por carreteras, ferrovías, cielos y mares. Y año tras año aumentan y van cada vez más lejos.
El progreso no se puede parar, dicen. Como si el progreso fuera, por fuerza, una locomotora cuesta abajo y sin frenos. La única cosa que aún no ha tocado el progreso es la idea de progreso. Estoy harto de imaginarme el progreso como hacían Marinetti y los futuristas de principios del siglo pasado: máquinas rimbombando y rechinando, más y más grandes, más y más potentes.
Si queremos seguir creyendo en el progreso, tenemos que hacer que progrese la propia idea de progreso.
Un progreso progresista es un progreso que susurra y no rimbomba. Es un progreso de puntillas, no un progreso con orugas mecánicas. «Del átomo al bit», nos prometieron hace veinte años los gurús de la tecnología. Yo había entendido que, en lugar de trasladar cada vez más átomos, es decir, materia, se moverían cada vez más bits, o sea, información.
Entendí mal.
Lo que está pasando es bien diferente. Están explotando el intercambio de mercancías materiales y la utilización de miles de millones de toneladas de infraestructuras y combustibles para transportar cada vez más lejos cada vez más cosas, a menudo, cada vez más insensatas. Me queda bien claro que, durante siglos, las vías de comunicación han sido las arterias de la civilización y que el comercio ecuo y libre ha sido provechoso para todos.
Pero la situación ha cambiado. Durante más de dos mil años, las mercancías se han transportado gracias a varias formas de energía solar indirecta, la de los animales de carga, la del viento, la del agua. Hoy, los medios de transporte ya no usan la energía solar, sino el petróleo, centenares de millones de toneladas anuales, que se convierten en miles de millones de toneladas de CO2 en la atmósfera y que producen daños económicos en forma de efecto invernadero, tifones, huracanes, sequías.
Los historiadores de la economía estiman que, durante siglos, la tasa de crecimiento económico ha sido de algún punto por mil cada año. Ahora la tasa de crecimiento económico es de algunos puntos por ciento al año, y los intercambios monetarios de la economía se duplican cada 10-30 años. Además, el comercio material aumenta aún más rápido que la economía monetaria. Me queda claro ahora que el ritmo actual de crecimiento de los transportes es un monstruo que jamás antes existió y que no podrá existir en el futuro. Estamos viviendo unas pocas décadas de locura.
Si los precios de una botella de vino australiano transportado hasta el Piamonte o del agua San Pellegrino transportada hasta Sidney, quemando como queman en cada viaje una botella de petróleo, llegaran a cubrir los costes de los daños medioambientales generados, ese vino y esa agua costarían el doble, triple o cuádruple.
¿Por qué las salchichas vendidas en Nuremberg se deben hacer con cerdos bávaros que se han llevado al matadero de Mola, cerca de Nápoles? ¿Y por qué los pijamas tejidos y vendidos en Suiza tienen que ir hasta Portugal a que les cosan los botones? ¿Por qué las gambas del mar del Norte vendidas en Alemania hay que lavarlas en Marruecos? ¿Acaso a los supermercados de Estocolmo debe llegar agua mineral irlandesa a precios inferiores a la alemana? ¿Y «nuestro» speck del Alto Adige hay que hacerlo con cerdos belgas? ¿Y la carne seca de Grigioni con cerdos brasileños? ¿Y los corn flake en Ginebra con maíz argentino? ¿Y la pizza de Nápoles, con tomates chinos? ¿Y el pesto de Génova con albahaca del Vietnam?
Gran Bretaña importa todos los años doscientas mil toneladas de carne de cerdo extranjero. Pero exporta al mismo tiempo doscientas mil toneladas de cerdo británico. ¿Y si todos comiéramos nuestros propios cerdos?
En un planeta cada vez más atestado, donde miles de millones de personas quieren un bienestar material mayor, se podrá satisfacer a todos sólo si se comienza a producir y consumir localmente lo más posible, dejando el resto para el comercio a larga distancia.
Un tomate producido en China, en Italia debe costar 50 euros: 10 céntimos de producto y 49,90 de daños ambientales.
Luego, allá quien quiera tomates exóticos. Que los compren, si quieren.
En este loco vaivén de aviones, barcos, ferrys, camiones y trenes cada vez más AVEs, quien sale ganando es el comercio y no la producción, como ocurría antes.
Es más: el campesino, el artesano son expulsados del sistema productivo por los hipersupermegamercados, puntos de carga y descarga de las mercancías del planeta, centinelas de las multinacionales que nos dicen qué comer mediante la información y la publicidad.
Y, si luego la carne, la miel, la leche producidas localmente son más sanos y cuestan menos, qué más da, a quién le importa.