Carlos Abel Suárez entrevistó a Antoni Domènech en el programa La memoria del puente de Radio Reporter de Buenos Aires con motivo del 125 aniversario de la muerte de Karl Marx. Hoy, 14 de marzo de 2008 se cumplen 125 años de la muerte de Marx. Y tenemos la fortuna de contar en este programa […]
Carlos Abel Suárez entrevistó a Antoni Domènech en el programa La memoria del puente de Radio Reporter de Buenos Aires con motivo del 125 aniversario de la muerte de Karl Marx.
Hoy, 14 de marzo de 2008 se cumplen 125 años de la muerte de Marx. Y tenemos la fortuna de contar en este programa con el profesor Antoni Domènech, catedrático de Filosofía de las Ciencias Morales y Sociales de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Barcelona, un verdadero especialista en la materia. El profesor Domènech participó activamente, hace ahora 25 años, en el Congreso del centenario de Marx en Berlín (occidental) en 1983, y colaboró asimismo en su juventud en el proyecto -luego frustrado por razones comerciales- de traducción al castellano de las Obras Completas de Marx y Engels dirigido por el fallecido filósofo español Manuel Sacristán en los años 70 del siglo pasado.
Hace sólo 10 años, muchos daban a Marx por perro definitivamente muerto: por la caída del muro y de un «socialismo real» acaso injustamente asociado a su nombre, por lo que parecía un triunfo definitivo de la cultura material y espiritual de un capitalismo remundializado más eufórico que nunca -el llamado «fin de la historia»-, por el giro a la derecha del mundo académico y el transformismo de muchos intelectuales, mediáticos o no; en fin, por tantas cosas… Sin embargo, ahora parece evidente un regreso de Marx. Semanarios importantes como el Spiegel alemán le dedican portadas. Una encuesta de opinión de la revista Times, repetida luego con idéntico resultado por la BBC británica, lo declaraba el año pasado el «mayor filósofo de todos los tiempos», seguido, a considerable distancia, por Hume. Economistas conservadores serios como Lord Desai lo elevan a la categoría de «profeta de la globalización». Y lo que acaso sea más significativo, auténticas veletas que se mueven con el menor soplo de los vientos, como el incombustible banquero y antiguo asesor de Miterrand Jacques Attali, le dedican libros enteros. El propio papa Ratzinger, en su última Encíclica [Spe salvi], se declara impresionado por la capacidad analítica y el genio diagnosticador de Marx. A siglo y cuarto de su muerte, ¿puede decirse que vuelve Marx?
Aunque sólo sea para que nuestros oyentes se ubiquen un poco, Carlos, déjame empezar diciendo que, si yo hubiera sido uno de los encuestados de la BBC, no habría votado por Marx como el «mayor filósofo de todos los tiempos». Si hablamos de filosofía en sentido estricto, Aristóteles o Kant, pongamos por caso, quedarían muy por encima en ese hipotético ranking. Dicho esto, una cosa es objetivamente innegable en 2008: ningún pensador ha logrado, ni por mucho, imprimir en el siglo XX la colosal huella dejada por Marx en el XIX. Para ignorar eso, hacen falta o la ofuscación del fanático o la premeditación del demagogo o la estéril labilidad de juicio del transformista. Sea lo que fuere el veleidoso Attali, no es ninguna de esas cosas. No lo son, por supuesto, tampoco Lord Desai ni el papa Ratzinger.
¿Qué factores crees tú que pesan más en este progresivo regreso de Marx?
Uno muy importante, presente en casi todos los autores que has mencionado, es la enorme vitalidad que a largo plazo han mostrado los diagnósticos de Marx, vitalidad verosímilmente derivada de una comprensión muy profunda de la dinámica económica e institucional del capitalismo como complejo fenómeno histórico. El desarrollo de la teoría económica académica del siglo XX ha superado ampliamente a Marx, si así quiere decirse, en lo que hace al análisis reductivo, estático y estático-comparativo, de la vida económica; pero nadie, ni siquiera Schumpeter -el conservador que tan hondamente admiró y entendió al Marx economista-, ha conseguido igualar su penetración analítica y su imponente amplitud de miras científicas en el estudio de las fuerzas dinámicas del capitalismo.
Ello es que el capitalismo contrarreformado y remundializado de nuestro tiempo se parece bastante al capitalismo prerreformado y mundializado de la belle époque del último tercio del siglo XIX, tan bien estudiado por Marx (y Engels) en su dinámica innovadora y, a la vez, depredadora, expropiadora, colonizadora y belicista. Vistas las cosas desde ahora, las tres o cuatro décadas de capitalismo socialmente reformado y conscientemente desmundializado que siguieron a la derrota militar y política del fascismo en la II Guerra Mundial, parecen un período excepcional. Con la llamada «globalización» volvió, si me permites la exageración inevitable en una entrevista corta, la «normalidad» capitalista. Y con la vuelta de la «normalidad» capitalista, era en cierto modo inevitable alguna vuelta a Marx. El proyecto keynesiano de someter políticamente el capital financiero especulativo a un capital productivo dispuesto en serio a hacer concesiones a los trabajadores asalariados, es decir, el proyecto de lo que Keynes llamó con su habitual gracia literaria la «eutanasia del rentista», tuvo su éxito: el capitalismo era socialmente reformable hasta cierto punto, los salarios mostraban elasticidad al alza, etc. El precio a pagar por ese éxito era, entre otras cosas, la desmundialización del capitalismo, la regulación de los mercados financieros internacionales y el control político nacional de los movimientos internacionales de capitales. A la postre, el éxito resultó relativamente efímero: la llamada «globalización», comenzada a mediados de los 70, es la venganza política del rentista. Se puede decir así. El inteligente economista conservador que antes mencionabas -Lord Desai- prefiere otra fórmula: la venganza (analítica) de Marx frente a Keynes. En su exageración -pensar es siempre exagerar-, las dos fórmulas vienen a decir algo parecido.
Luego está, claro, otro factor, que tiene que ver más con el lado de profeta moral de Marx que con su faceta analítica y de estudioso. Su veta de crítico moral de la cultura material e intelectual capitalista, su vigorosa crítica política de lo existente, sus recomendaciones de cambio social radical. Es el lado de Marx que más directamente interesará hoy a los oprimidos y explotados del mundo, a los rebeldes, a los inconformistas, a los hastiados de pensamiento único. Y es el lado, claro, que más preocupa a Ratzinger, que no está para contemplaciones en la denuncia de los «errores morales» de quien, por otro lado, no duda en considerar un genio analítico sin par.
Se dice a veces que ahora podemos comprender a Marx mejor que hace unas décadas. ¿Fue mal comprendido Marx, lo sigue siendo, en tu opinión?
Yo creo que sí. Por varios motivos. El más evidente, el que está en la cabeza de todo el mundo, el primero, es su falsificación e instrumentalización con fines políticos espurios, que nada tenían que ver con su ideario. Hay que recordar que una de las más aberrantes tiranías del siglo XX -el estalinismo- se construyó pretendidamente en nombre de Marx. Marx, que era un filósofo de la libertad, se debió de retorcer en su tumba. Pues bien; ahora que, si no llevo mal la cuenta, se van a cumplir 55 años de la muerte de un Stalin que, salvo unos pequeños grupúsculos totalmente irrelevantes, se ha quedado sin defensores ni justificadores, se puede decir que Marx ha sobrevivido incluso a eso, que ya es sobrevivir.
¿Fue sólo el estalinismo?
No. Ese es el aspecto más evidente, más superficial (intelectualmente hablando), sobre todo ahora, porque a estas alturas parece muy elemental, piénsese lo que se quiera de él, que Marx fue groseramente falsificado. Como se podría decir, acaso, que el Sermón de la Montaña fue falsificado por los inquisidores medievales, o el mensaje racionalista y pacifista de Buda, por el emperador Açoka. Un motivo intelectualmente más interesante, aunque sólo sea porque es menos obvio, ha sido el cambio léxico. Puede que sea deformación profesional mía, pero yo doy cierta importancia a esto: Marx tuvo la mala suerte de morir en un momento de cambio o de intenso desplazamiento semántico en el significado de varias palabras clave para la comprensión tanto de algunas de sus hipótesis científicas como de buena parte de su programa político…
¿Por ejemplo?
Te voy a dar dos ejemplos de palabras fundamentales en su ideario político-programático: «democracia» y «dictadura». «Democracia» significó aproximadamente lo mismo desde los tiempos de Pericles y Aristóteles hasta 1848 en Europa (y hasta 1915 en EEUU), a saber: gobierno o dominio de los pobres libres. Por eso la «democracia» les resultaba monstruosa a los «padres fundadores» de la República Norteamericana, porque todos -con la parcial excepción de Jefferson- la veían como los conservadores en el mediterráneo clásico vieron a la democracia plebeya ateniense, es decir, como tiranía de los pobres: de hecho, todavía hoy, no hay ningún documento oficial con valor constitucional que diga que los EEUU son una «democracia»… «Démos» no refiere en griego clásico al conjunto de la ciudadanía, sino que identifica al subconjunto de la (ampliamente mayoritaria) población pobre libre que vive por sus manos: en la Política, Aristóteles describe con toda precisión las cuatro clases sociales que componen el démos ático: campesinos, artesanos, pequeños comerciantes y trabajadores asalariados (a los que califica genialmente, anticipándose a Adam Smith y a Marx, como «esclavos a tiempo parcial»); y Cicerón -espejo de traductores- no vertió al latín démos por populus, por «pueblo», sino, significativamente, por plebs, por «plebe». Cuando Marx y Engels dicen en el Manifiesto comunista que el comunismo no es sino «un ala de la democracia», lo que dicen es que los socialistas o comunistas representan al movimiento político-social de una clase obrera industrial llamada históricamente a crecer -esa era la previsión- dentro de un movimiento más amplio del pueblo trabajador (el «cuarto estado»; el démos decimonónico europeo): el movimiento de la democracia revolucionaria heredera de Robespierre. Jamás hablaron Marx y Engels de «democracia burguesa» (una contradicción en los términos, como hierro de madera o círculo cuadrado), y mucho menos entendiéndola, no como un movimiento social de la población trabajadora, sino como un régimen jurídico-político epocal característico de (o funcional a) la cultura material y espiritual capitalista y traído por la Revolución (¡»burguesa»!) francesa: hubo que esperar a la malhadada propaganda bolchevique contra el terrible acoso de las potencias de la Entente -«democracias burguesas»- para que se consolidara ese nuevo uso. Pero ése es el sentido que tiene ahora la palabra, y el que se ha impuesto entre los propios marxistas (vulgares y menos vulgares), y a punto tal, que «democracia burguesa» parece un concepto específicamente marxista, y en esa medida, vitando: se prefiere el término «democracia liberal». Pero a Marx y a Engels (y a cualquier persona culta antes de 1914) les habría asombrado también el uso de este concepto de «democracia liberal», tan común hoy. Pues los partidos liberales de las monarquías europeas -no ha habido jamás partidos sedicentemente «liberales» en Repúblicas importantes, como la francesa, la norteamericana o la argentina-, que dominaron la escena política del continente europeo durante toda la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX, fueron partidos enemigos del sufragio universal y (salvo en Inglaterra) hostiles también al control parlamentario de los gobiernos (una monarquía meramente constitucional, aunque tenga parlamento, no es un régimen parlamentario: el gobierno responde sólo ante el rey constitucional, como, todavía, en la monarquía alauhita de nuestros días). Paradójicamente, cuando el movimiento obrero socialista conquistó la democracia parlamentaria en Europa y el continente conoció por vez primera lo que ahora se llama comúnmente «democracia liberal», o sea, tras el desplome del grueso de las monarquías puramente constitucionales luego del final de la I Guerra Mundial, los viejos partidos liberales europeos de honoratiores desaparecieron del mapa político, o se encogieron a punto tal, que nunca más han vuelto a ser partidos con capacidad de ganar unas elecciones y gobernar: lo mismo en Austria, que en Inglaterra, lo mismo en Alemania, que en España.
¿Y en cuanto al término «dictadura»?
Cuando hoy hablamos de «dictaduras», nos referimos normalmente a dictaduras soberanas estereotípicamente representadas por algunas de las más monstruosas tiranías del siglo XX: las de Mussolini, Hitler, Stalin, Franco… Pero antes del siglo XX el término «dictadura» respondía todavía al concepto romano republicano de dictadura comisaria: la dictadura era una institución republicana por la cual el «pueblo romano» -es decir, el Senado-, en calidad de fideicomitente, y en condiciones extremas de guerra civil, encargaba a un dictator, en calidad de fideicomisario, el gobierno en solitario de la República por un período limitado de tiempo (6 meses), transcurrido el cual debía dar cuenta y responder -como cualquier fideicomisario- de todos su actos políticos ante el fideicomitente, ante el Senado. Ese sentido «comisario» es el que tenía la palabra «dictadura» para Marat, por ejemplo, cuando le propuso a Robespierre encabezar una dictadura democrática (propuesta, dicho sea de paso, que el Incorruptible rechazó), y es también el sentido que se conservaba todavía en la España de junio de 1936 cuando el sólido jurista republicano Felipe Sánchez Román le propuso a Azaña encabezar una dictadura republicana democrática capaz de prevenir una guerra civil en ciernes (propuesta, dicho sea de paso, que don Manuel rechazó también). Y es, desde luego, el sentido que tenía en la noción de «dictadura del proletariado» de Marx y Engels, o el sentido -nada oximorónico, si se entiende en su acepción comitente republicana tradicional- que guardaba en el concepto de «dictadura democrática». Yo creo que el grueso de los marxistas, ortodoxos y heterodoxos, ignora eso; no digamos los no marxistas… Los desplazamientos semánticos juegan esas malas pasadas, y tornan incomprensibles o confundentes con el tiempo las formulaciones más diáfanas.
Con eso no hemos tocado, claro, sino aspectos, aun si importantes, muy periféricos de las dificultades que pueda encontrar hoy quien quiera entender el pensamiento político de Marx y Engels. Los he traído a colación, más que por su importancia, porque no resultan obvios: de lo último que nos percatamos es del cambio de significado de los conceptos, el cual abre siempre un campo potencial inmenso a la manipulación de las ideas. No digamos en un autor tan político y tan controvertido como Marx, que se ha prestado a las más groseras instrumentalizaciones y a las más bellacas difamaciones, con o sin «desplazamientos semánticos» de por medio…
Otro día tenemos que hablar, Toni, de esa instrumentalización en la que colaboraron intensamente tantos sedicentes marxistas del siglo XX, una instrumentalización de la que, como tú has observado alguna vez, llegó a percatarse ya el viejo Marx, hasta el punto de verse forzado a declarar alguna vez que «si esto es ‘marxismo’, yo no soy marxista». Desgraciadamente se nos está acabando el tiempo, aunque quedas emplazado a seguir hablando de Marx en otro programa. Pero yo no quisiera acabar el de hoy sin preguntarte por la influencia del pensamiento de Marx en la vida académica. ¿Hay también en las universidades un regreso de Marx?
Depende de los sitios. En América latina, es evidente que sí. Es mucho menos evidente en Europa o en EEUU. Lo que yo he podido observar en Europa son algunos resultados del reencuentro de los estudiantes de hoy no con el habitual Marx premasticado de manual, sino con algunos de sus textos importantes, sobre todo si las lecturas están bien dirigidas. Y lo que te puedo asegurar es que despiertan, si más no, gran curiosidad: no se esperaban eso; digámoslo así.
Las facultades de ciencias sociales, como las de filosofía, están en Europa y en EEUU sometidas a una especie de alianza impía tácita entre la verborrea relativista postmoderna y postestructuralista, anticientífica y antirracionalista, y una retórica autocomplaciente, pretendidamente muy «científica», dominada, sobre todo en las facultades de ciencias políticas, por la teoría de la elección racional: mientras los postmodernos huyen de la realidad social y política con delirantes imposturas («todo es texto» y majaderías parecidas), los otros, los sedicentemente «científicos», huyen de la realidad social y política construyendo triviales pseudomodelitos diz-que-matemáticos que no son a menudo sino grotescas parodias de la teoría microeconómica neoclásica neciamente aplicadas con calzador a procesos políticos o sociales, y a todo eso, encima, no sólo horros de cualquier escrutinio empírico mínimamente serio, sino carentes de la menor autoconsciencia respecto de los hondos problemas filosóficos (y aun propiamente matemáticos) que entraña cualquier teoría de la acción intencional humana, y en particular, la teoría de la racionalidad.
En las facultades de filosofía, los relativistas postmodernos contrastan a veces con algunos pretendidos «analíticos» o (en filosofía política) con «teóricos ideales de la justicia», cuyos bizantinos distingos y disputas recuerdan a veces más a las cuestiones quodlibetales de la peor escolástica tardomedieval que a cualquier texto de Frege, de Neurath, de Wittgenstein, de Anscombe, de Gilbert Ryle o del mejor Rawls. Creo que los estudiantes de ahora, al menos los más inteligentes y sensibles, están hartos de eso. Yo detecto cierta avidez de conocimiento entre ellos -o esa ilusión me hago-; cierto hastío con las poses anticientíficas de una izquierda académica postmoderna cocida en el jugo de su propio narcisismo, y cierto desprecio, en el otro extremo, hacia los que se llenan la boca con la palabra «ciencia» (o con la palabra «análisis») sin pretender aparentemente otra cosa que una rápida promoción académica a cuenta de estériles piruetas con conceptos y esquemas analíticos, cuyo significado profundo ni siquiera tienen cabalmente entendido. En ese páramo cognitivamente hostil a la realidad que son muchas facultades de filosofía y de ciencias sociales hoy, la vuelta a Marx como científico social total -historiador, economista, politólogo, sociólogo, jurista, filósofo moral y amante de las ciencias naturales, todo de consuno- creo yo que a algunos les viene como agua de mayo.
Antoni Domènech es el Editor de SINPERMISO. Carlos Abel Suárez es miembro del Consejo de Redacción de SINPERMISO .
Transcripción de esta entrevista radiofónica para www.sinpermiso.info: Leonor Març y Carlos Suárez