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Con mi recuerdo tuyo

Fuentes: Rebelión

«Por el sendero a la tarde» sobre hojas marrones, que todavía ayer fueron primavera y verdes, voy caminando al borde del río Lea, oyendo el discurrir precipitado y armonioso del agua rumbo a la mar de Lekeitio. En silencio, revolviendo pensamientos, rebobinaba mi ayer, mis amigos, mis risas y también mis llantos. Dese hace tiempo […]

«Por el sendero a la tarde» sobre hojas marrones, que todavía ayer fueron primavera y verdes, voy caminando al borde del río Lea, oyendo el discurrir precipitado y armonioso del agua rumbo a la mar de Lekeitio. En silencio, revolviendo pensamientos, rebobinaba mi ayer, mis amigos, mis risas y también mis llantos.

Dese hace tiempo sé que el alma, los espíritus y dioses son inventos del hombre primitivo prolongados en el tiempo; falsas soluciones, dualización animista estudiada con detalle por el escocés Taylor, trampa ontológica aristotélica, gran falacia del ser preparada ya en la antigüedad clásica por Parménides y otros en la que han ido encontrando acomodo confortable los presupuestos metafísicos de las revelaciones sagradas de las tres religiones monoteístas, desembocando en la invención de un universo ficticio y escindido en dos mundos esencialmente antagónicos, uno empírico y otro metaempírico. Tylor explica que el humano prehistórico creyó descubrir en las enigmáticas experiencias oníricas, visionarias y demás estados alterados de conciencia la duplicidad de dos elementos contradistintos en la naturaleza del ser humano: un cuerpo compacto, duro y mortal y otro elementos incorpóreo, volátil e inmortal, al que más tarde se le denominaría alma o espíritu, pero ambos materiales, naturales. El animismo abrió la puerta a la religiosidad

Desde siglos atrás sabe el hombre instruido que es él quien ha creado a los dioses a través de la enajenación de su conciencia. Ya Feuerbach habló del origen antropomórfico de los dioses. Las Iglesias amenazan al hombre con el terror mortis explotado en demasía por los traficantes de almas. El ser humano por evolución biológica, como nos explicará el colombiano Llinás, goza de una estructura corporal capaz de desarrollar una actividad psíquica, generadora de mundos inventados, de sueños y deseos y sobre ese frágil anhelo cabe el peligro de entregarse a una vida extraña, alienada, de caer en el sueño de lo irreal. Pero no, no hay más que nacer y morir. También el hombre, como todo viviente, es un ser para la muerte. Dios no existe y él lo sabe; es él quien necesita que haya almas, inmortales, para poder ser Dios. No, no es que no crea en Dios, es que niego la existencia de Dios por ser invento del hombre.

«El fundamento de la dignidad moral para todo ser humano es el reconocimiento y plena asunción de su finitud, de su naturaleza mortal y las representaciones animistas siguen siendo el motor de la fabulación religiosa. La fe en un indefinible más allá de las almas alimenta la obstinada y vana esperanza que explotan las religiones, sus `promesas de beatitud eterna o sus amenazas de castigo justiciero» explica el gran Gonzalo Puente Ojea en su libro Ideologías religiosas. En definitiva, las almas, los espíritus, el ser divino… son productos de la mente, sin realidad extramental.

Se acerca ese 20 de noviembre, grabado a sangre en mi recuerdo. Al atardecer y en la consulta de médico-pediatra, Santi Brouard es asesinado por el gobierno socialista del estado español, sus funcionarios y matones a sueldo de seis balazos. Su juicio como el del Prestige y tantos otros, un camelo a cuatro bandas, alcantarilla de pozo séptico. Reclamar justicia era y sigue siendo en este país cosa extraña, un juego de pito pito gorgorito. Un sonrojo. Sólo que, como dice Koldo Campos, «hay muertes que, de vivas, nos dan las buenas horas, nos lustran la sonrisa, nos atan los zapatos con los que andar el día, nos rondan y nos cantan los sueños que aún amamos. Son muertes tan poco moribundas que siempre están naciendo y así no tengan visa para el cielo o el aval de la ley para la gloria van a seguir estando con nosotros, memoria que respira y pan que se comparte, dichosamente vivas».

No, no creo que Santi está sentado en una silla debajo un árbol comiendo una pera. Desde aquel fatídico y doloroso 20 Santi es polvo, recuerdo, ejemplo y estrella en mi vida. Es una nada presente, esa hoja marrón de otoño que uno lleva permanentemente pegada a la suela de la bota en el paseo de la vida por el sendero a la tarde. Su vida y ese dolor viejo e intenso, que me dejó en herencia, ha ido limpiando mis ojos en estos años, haciéndome más radicalmente humano, entendiendo el dolor de las gentes y comprendiendo lo mucho que duelen las muertes, sean éstas blancas, negras o amarillas y lo criminales que son los gobiernos con sus guerras de intereses. Luchar por la vida digna de las gentes es tarea y recuerdo en este 20 de noviembre.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.