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Con Orwell en Valencia

Fuentes: Rebelión

Más que una serie de libros, Orwell es ante todo un caso, un autor que, sin contarse entre los mejores, sigue suscitando reediciones, biografías, artículos, ensayos, incluso hasta un auténtico ejercicio de «vudú» como el escrito por Albert Escusa empeñado en culpar al escritor de la caída del «socialismo real» (http://www.rebelion.org/docs/68112.pdf). Entre charla y charla […]

Más que una serie de libros, Orwell es ante todo un caso, un autor que, sin contarse entre los mejores, sigue suscitando reediciones, biografías, artículos, ensayos, incluso hasta un auténtico ejercicio de «vudú» como el escrito por Albert Escusa empeñado en culpar al escritor de la caída del «socialismo real» (http://www.rebelion.org/docs/68112.pdf).

Entre charla y charla sobre mayo del 68, he aprovechado la invitación del Forum de Debats de la Universitat de Valencia para presentar mi libro La cuestión Orwell (Ed. Sepha), en una tarea que -no me avergüenza decirlo-, responde a un criterio elemental para un autor cuya continuidad depende de la respuesta que encuentra en los circuitos marginales…

La oportunidad venía brindada por Miquel Coll, amigo y compañero de la Fundación Andreu Nin, a partir de la cual, como ya es costumbre, se entabló un extenso diálogo sobre la vida y la obra de este escritor británico cuya «biografía puede dividirse entre un antes y un después marcado por su guerra de España, y su experiencia como militante del POUM».

¿Por qué Orwell?. Como en algún que otra autor, Jack London por ejemplo, el caso Orwell tiene mucho que ver con su conexión con el movimiento obrero y con el socialismo. Aunque ya era alguien reconocido, Eric Arthur Blair habría sido un muerto anónimo en su lucha contra el militar-fascismo, y la fama le llegó cuando falleció a los 47 años. Han sido numerosos los casos de escritores que gozaron de una fama efímera, ligada a tal o cual coyuntura histórica (por ejemplo, ¿alguien se acuerda de un Nobel español llamado José Echegaray?), y desde el presente, casi sesenta años después de su muerte, lejos del contexto en el que alcanzó mayor fama, Orwell sigue estando plenamente vigente. Entre nosotros, quizás más vigente que ningún otro autor europeo de su tiempo.

Esta consolidación como figura canónica en la literatura inglesa y universal pasado siglo puede entenderse como el resultado de varios factores. Primero de una biografía y un proyecto literario singulares, con el que cuesta muy poco sentirse en buena medida conectado. Algunas de sus obras han ocupado -contra muchos pronósticos- una plaza sólida en el imaginario colectivo, especialmente en el mundo anglófono, dónde se prodigan los estudios y los ensayos biográficos, pero también entre nosotros. Está claro que Orwell tiene mucho que ver con la revalorización que en los últimos tiempos están teniendo la revolución social española y el POUM. En su famoso ensayo, La victoria de Orwell, 2003, Emecé, Barcelona), el controvertido Christopher Hitchens argumenta que Orwell «acertó» en relación a los tres grandes «ismos» que determinaron el siglo XX: acertó en su antiimperialismo, su antifascismo y su antiestalinismo, aunque en lo que a mí respecta, matizaría estos tres aciertos. De entrada porque Orwell es un autor desde el interrogante, y por lo tanto, no tiene miedo en afirmar cosas a veces contradictorias.

En mi opinión hay que diferenciar entre el prestigio póstumo, y la presunta victoria, sobre todo considerando que Orwell se forjó rompiendo con su clase, bajando a lo que Jack London llamaba el «abismo social», y del cual tomó la experiencia de Gente del abismo para escribir su primera obra, Sin blanca en París y Londres, por cierto, escrita en francés.

Nada indicaba que Eric Arthur Blair, hijo de un funcionario imperial bastante estólido y conservador y de una maestra que será clave en su formación, nace en un remoto destacamento de India del Raj en 1903. Cuando cumple cuatro años llega a la metrópolis para asegurarle una educación acorde con las aspiraciones de ascenso social. La suya es una clase sobre la que el mismo Orwell, con cierta sorna, definiría más tarde como «baja clase media alta», o sea alta en apariencias y baja en recursos económicos. Sus recuerdos de niño nos cautiva. Es sometido a los rigores formativos propios de dicha clase social en la disciplinada Inglaterra eduardiana, pero su trayectoria escolar concluye brillantemente gracias a la obtención de una beca para preparar su entrada, nada menos que en la Universidad en Eton. Se trata de un colegio rancio y elitista por excelencia que funcionaba siguiendo con fidelidad sus principios fundacionales del siglo XV. Este pasaje en los años cruciales de la adolescencia es una marca indeleble que Orwell va a arrastrar en sus intentos de confraternización con los más desfavorecidos, sean vagabundos urbanos, mineros o milicianos revolucionarios. Todo lo cual hará sin perder nunca su autonomía personal ni su acerado sentido crítico (y autocrítico).

Esta evolución radical hará que la inversión educativa que suponía Eton y que generalmente revertía en una plaza segura en las ofertas universitarias de Oxbridge, destino que se cumplirá con Orwell. Lejos de la manada, Eric se lleva por un espíritu aventurero que, inicialmente, encuentra salida profesional al servicio de la policía imperial británica en Birmania. Se trata de una experiencia iniciática que le pone en contacto con la cara más odiosa y represiva del imperio, tanto es así qua a los cinco años de servicio, renuncia. Entonces se propone un doble proyecto personal: convertirse en escritor profesional y, en una especie de ejercicio de expiación por su pasado ligado a las clases más poderosas, en explorador de las condiciones de vida de los más desfavorecidos. Esta aventura le dejará una enfermedad crónica. Con 23 años, su inmersión en los barrios bohemios de París y sus incursiones desdoblado como un vagabundo sin vuelta atrás que verterá en su primer libro Sin blanca por París y Londres (1933), para el que adopta el pseudónimo de George Orwell.

Esta obra constituirá el inicio de una intensa carrera literaria, llena de imprevistos y dificultades, que va a durar tan sólo 16 años y que culmina con la publicación de 1984, una obra sobre la que siempre habrá disputas. El éxito relativo de su primera publicación y el interés que la sociedad británica de entreguerras siente por la literatura de investigación social auspician un encargo del editor izquierdista Víctor Gollancz: un estudio documental de las condiciones de vida de los mineros en el norte industrial de Inglaterra. La experiencia entre la clase obrera más combativa dará lugar a El camino a Wigan Pier, un trabajo que edita el Left Book Club (Club del Libro de Izquierdas, una experiencia digna de imitar), y que significa su consagración. Se trata de un reportaje social de calado que llama la atención sobre todo por las reflexiones críticas que el autor introduce sobre las actitudes personales de un tipo de intelectuales que Orwell llama socialistas «à l’anglaise». La «acritud» de Orwell obliga a Gollancz obligado a escribir un prólogo especial para expresar sus discrepancias y matizar las opiniones de Orwell en un intento de tranquilizar a sus suscriptores.

Pero por este tiempo, Orwell ya se ha adelantado a muchos voluntarios para venir a Barcelona dispuesto a «matar fascistas» en defensa de la República española. Como tantos ingleses crecidos en la depresión (en todos los sentidos) que sigue a la Primera Guerra Mundial y el «crack» bursátil de 1919, y que observaron alarmados la cínica posición de liberales y conservadores hasta el «irresistible» ascenso avance del fascismo, cruzar la frontera española se había convertido en la prueba de fuego de todo revolucionario por los hechos. Orwell llega a Barcelona el día de San Esteban de 1936, y descubre una ciudad aún marcada por el fervor revolucionario que se había desatado a partir de las jornadas de julio contra la sublevación militar-falangista. Entre atónito y fascinado, Orwell intenta discernir las actitudes políticas de una multitud de siglas, aunque su afiliación a la extrema izquierda socialista del ILP le lleva hasta el POUM.

Militante y escritor anónimo, Orwell dejará para la posteridad la mejor obra literaria de la guerra civil. Sus descripciones serán citadas una y otra vez. Nos habla de una ciudad que parece sufrir una plaga de iniciales. Sin él saberlo, Agustí Centelles documentó el momento en una célebre foto que descubrimos en sus archivos cuando, en 1980, el profesor Bernard Crick preparaba la primera biografía de Orwell, una foto que será el complemento visual a la primera frase de Homenaje a Cataluña: «En el cuartel Lenin de Barcelona, un día antes de alistarme en las milicias populares…». Tras combatir durante varios meses con las milicias del POUM intentando en vano tomar Huesca en un frente poco activo, Orwell regresa a Barcelona de permiso a finales de abril de 1937. Viaja con la firme decisión de pedir un cambio de destino para poder seguir la guerra encuadrado en las Brigadas Internacionales y convencido de que, después de todo, la posición comunista de reorganizar el ejército popular de una manera militarmente más convencional y de concentrar los esfuerzos para «ganar la guerra primero y hacer la revolución después» es la más sensata, la que cuadra con su experiencia como soldado.

No obstante, durante sus días de permiso coincide de bruces con los enfrentamientos callejeros conocidos como los Hechos de Mayo. Una nueva Semana Trágica de Barcelona en la que las barricadas obreras se enfrentan con la policía y que se salda con cientos de muertos y un millar de heridos. El intento del PSUC en connivencia con Companys por tomar por la fuerza la Telefónica, hasta entonces en manos de los anarquistas, acaba provocando una explosión violenta que da salida a la tensión ambiental de las últimas semanas. La grieta entre las tendencias libertarias y las restauracionistas lideradas por el estalinismo que divide las fuerzas de izquierda se escenifica durante aquellos días de mayo en Barcelona. Orwell los vive desde la terraza del Poliorama, en la Rambla. Esta experiencia y sus consecuencias operan como una epifanía política para Orwell que va a convertirse en decisiva en la definición de su posición ideológica y de su proyecto literario. Cuando se impone el orden de nuevo en la ciudad, Orwell regresa al frente. A los pocos días una bala fascista le atraviesa el cuello, aunque salva la vida milagrosamente. Convaleciente, regresa a una Barcelona que para cualquiera relacionado con el POUM se ha convertido en una ciudad en la que los disidentes son tratados como agentes de la «quinta columna».

El POUM ha sido declarado ilegal por el nuevo gobierno de Negrín y sus líderes son encarcelados. Se les acusa de provocar Las barricadas y de trabajar para Salamanca o Berlín. Nin ha sido secuestrado, torturado y asesinado. La disolución del partido que al decir de Camus, «había salvado el honor del socialismo» (una errata de mi libro cambia socialismo por estalinismo) es algo así como un impuesto que exige Stalin para mantener su apoyo a la República. Orwell pasa cinco días escondiéndose en Barcelona hasta conseguir huir con su mujer, ambos perseguidos como «fanáticos trotskistas» por un tal O´Brien que trabaja para un tal Ramón Mercader. Al igual que no olvida su causa española tampoco lo hará de su filiación poumista y se hará portavoz una causa contra su tiempo.

De aquí surge Homenaje a Cataluña, un libro en el que por primera vez, magistralmente, el escritor sabe poner sus mejores estrategias narrativas al servicio de una causa política. El relato es considerado hoy por muchos como su obra más memorable y eficaz. Después, y muy directamente ligados a sus vivencias españolas, llegan sus dos grandes denuncias del totalitarismo y sus mecanismos sobre los que dará vueltas en sus dos obras más famosas: Rebelión en la granja y  Mil novecientos ochenta y cuatro. Su lugar en la historia de la literatura está asegurado, y no para mañana, también para el hoy desde el que tratamos de recomponer el mapa de la historia.

Con motivo del octavo aniversario del inicio de la guerra, cuando aún no había acabado la guerra mundial, Orwell escribió en un artículo para «The Observer» (16/VII/1944) en el que da muestras de la profundidad de sus intuiciones políticas: «Franco entró en Madrid a comienzos de 1939 y se aprovechó de su victoria con la máxima crueldad… La historia es repugnante a causa de la sórdida conducta de las grandes potencias y de la indiferencia del mundo en general. Los alemanes y los italianos intervinieron para aplastar la democracia española, para apoderarse de un importante punto estratégico de la futura guerra y, de paso, para probar sus aviones de bombardeo con poblaciones indefensas. «Los rusos entregaron una pequeña cantidad de armas y obtuvieron a cambio el máximo de control político. Los británicos y los franceses se limitaron a volver la cabeza mientras sus enemigos se alzaban con la victoria. La actitud británica es la más imperdonable, porque fue insensata a la par que deshonrosa… Los británicos dejaron que Franco y Hitler vencieran y que fuera Rusia y no Gran Bretaña quien se hiciera acreedora de la simpatía y gratitud de los españoles. Durante un año o más, el gobierno de la República estuvo de hecho bajo dominio ruso, básicamente porque Rusia fue el único país que le echó una mano. El crecimiento del Partido Comunista de España, que de contar con unos miles de afiliados pasó a tener un cuarto de millón, fue obra directa de los conservadores británicos. «Ha habido una acentuada tendencia a ocultar estos hechos, incluso a reivindicar la hostil ‘neutralidad’ de Franco como un triunfo de la diplomacia británica. La verdadera historia de la guerra civil española debería recordarse siempre como un ejemplo de la insensatez y mezquindad de la política de las potencias. Lo único que la compensa es la valentía de los combatientes de ambos bandos y la entereza de la población civil de la España republicana, que durante años pasó hambre y penalidades que nosotros no hemos conocido ni en los peores momentos de la guerra.»

Al volver a Barcelona me he encontrado con el artículo de Albert Escusa George Orwell y los orwellianos: los guerreros del «mundo libre» contra el «eje del mal» , que se dice « Respuesta a Pepe Gutiérrez», y nada más leer la primera página me parece evidente que no ha leído ni tan siquiera el artículo que lo tomaba como referencia y que (en su versión más ampliada) está incluido como anexo de mi libro. La segunda evidencia es que si la patología orwelliana resulta tan nefanda, y por ende, los entusiastas de Orwell, la pregunta es que más que una respuesta escrita, lo que tocaría es hacer un llamamiento a la lucha con pancartas y con todo lo demás. Ni Orwell ni los orwellianos somos gente equivocada, éramos anticomunistas desde Trotsky (y Boris Souvarine), la «quinta columna» durante la guerra española, los peones de la CIA durante la «guerra fría», y ahora, jugamos en el mismo campo que Jiménez Losantos, Pío Moa y compañía. Para no leer, Escusa no ha leído las cuatro líneas con la que se me presenta en estas columnas.

Sin salir de la primera página, el hombre se retrata. Después de desarrollar semejante retrato, responde reiteradamente que servidor en vez de debatir, insulta. Repasando el capítulo La cuestión Orwell (Anexo 2: Acusaciones estalinistas), si hay algún insulto no puede ser otro que la caracterización como tal, un concepto sobre el que Escusa tiene algo claro: no hay nada que reprochar a la URSS de los tiempos de Stalin, y sí lo hay no lo menciona, si acaso lo incluye en una generación como «un balance globalmente positivo». No hay pues mucho que hablar, la pelota está en mi tejado. Para demostrarlo no da ni un solo paso en dirección a la historia, a los hechos y debates que han producido montañas de documentación. La cuestión Stalin la traslada a la sacrificada militancia comunista de a pie, y me acusa de maltratarla. Dado que Albert no ha leído ni las cuatro líneas de mi presentación, menos lo podía hacer de tantos y tantos de mis escritos en los que siempre trato de establecer una neta distinción entre la «tropa» y los altos mandos. Baste mencionar un libro, Elogio de la militancia. La historia de Joan Rodríguez, comunista del PSUC (El Viejo Topo), en la que se construye una «estampa» exhaustiva de diversos militantes comunistas como el propio Joan, como Juan Martínez, compañero del PCC de Terressa, y otros, y se trata de explicar como muchos de ellos vivieron su fe en la URSS, y como la perdieron. Albert sin embargo sigue en las mismas nubes.

Desde su historia sagrada, lo demás es de tan de manual que hasta los muchachos más analfabetos lo citan como una autoridad infalible. Todo Orwell es un montaje, todo los que admiten ese montaje son cómplices…Si el comunismo fue uno e infalible, los que criticaron solamente pudieron hacer una cosa: servir al enemigo. No hay mucho más que añadir, si acaso desplegar un interminable rosario de citas en que se valen por sí misma, o sea que no necesitan ni verificación ni contextualización. Tomemos de muestra la que lleva a Nin a calificar a Maurín de «estalinista». Se olvida del pequeño detalle que en la época en que Nin escribe su artículo, Stalin es todavía el líder de lo que la Oposición de Izquierda considera el «centrismo» situado entre la derecha (Bujarin) y la izquierda (Trotsky). Le acusa de no definirse y de plegarse a la mayoría, una tentación que Maurín superó sobre todo después del desastre de la política de «socialfascismo» que dio lugar a una guerra civil entre comunistas y socialdemócratas en Alemania, y que fue la escalera por la que subió el nazismo aún siendo minoritario electoralmente.

Aunque Albert escribiera su artículo hace ya varios años, mi atención sobre él provino tirando del hilo de la sarta de descalificaciones a lo Vishinsky que se reproducen en el anonimato de los «blogs» abiertos cada vez que alguien menciona el nombre de Stalin en vano. En mi artículo, la mayor parte de sus líneas están consagradas a reconstruir el suyo, a hacerle hablar, luego me detengo en cada apartado, cualquier lector lo puede comprobar, afortunadamente uno y otro aparecen poniendo determinadas letras en el Google. Sin haber leído ni tan siquiera mi pequeña presentación, resulta que a lo largo de veintitantas páginas me acusa de no decir nada sobre tal o cual cosa. Cito un solo ejemplo para no marear. Albert dice que no digo nada sobre Alba, Gorkin y otros expoumistas, cuando lo cierto es que les dedico a todos ellos un apretado trabajo en mi libro Retratos poumistas, y los que lo han leído saben que entro en todo lo que se sabe sobre ellos y establezco un juicio, y no precisamente amable. Como es habitual entre los estalinistas, tienden a convertir a todo agente o colaborador con la CIA como trotskista, cuando en su mayor parte eran excomunistas oficiales, entre otras cosas porque eran más, y entre otras cosas porque sufrieron en sus carnes la misma intolerancia que ellos habían aplicado. Estos arrepentidos fueron múltiples en el PCE-PSUC: Comorera, del Barrio, Hernández, Castro Delgado, El campesino, Tagüeña, Semprún, Claudín, etcétera. Ahora para ahorrar lista habría que decir la casi totalidad del PCI, la casi totalidad del PCF…

Evidentemente estamos en planetas y órbitas muy distintas, Albert tiene razón al señalar un error mío que afecta a una indicación sobre Arthur Koestler y es cierto que padecí una confusión entre una obra profranquista editada en los países fascistas y las obras de Orwell, aunque me atribuye una admiración por Koestler que supongo deviene de haber escrito un artículo sobre éste que -resulta evidente- Albert no ha leído. Desde luego, creo que se puede ser un escritor y al mismo tiempo un hijo de la gran vaticana, pero yo no sabría decirlo de Koestler aunque su obra sobre Espartaco y sus memorias me parecen grandes obras. Cuando indico su militancia digo «según indicaciones», en cuanto a la mía, está clara y programada. Se dice en el pórtico que presenta mis trabajos entre los que Albert encontrará un buen número de reseñas de escritores que fueron estalinistas, un tema sobre el que siempre he considerado imprescindible la mayor precisión…

Sobre todas estas cuestiones, modestamente recomiendo la lectura de El declive de la fraternidad,de Antoni Doménech, una lectura que podía irle mejor que el recurso de la citas de tantas y tantas fuentes que como la de Murray A Speber extraída del artículo de Albert, y que está comentada y reproducida en mi artículo, «Orwell y los escritores y la guerra de España», aparecido en Kaos, y que demuestra que Escusa se limita a citar una frase descontextualizada de un trabajo serio y, por supuesto elogioso, sobre George Orwell en el libro editado por Marc Henrez en el que colaboran entre otros, Manuel Tuñón de Lara. Con semejante método, cualquiera puede demostrar no importa qué, y presentar su Orwell particular a los pies de Franco o Hitler, en resumen de hacer a un escritor enorme algo tan pequeño como la propia medida de un analista totalmente ajeno a cualquier estudioso. Y así montar todo un proceso con el cual llevar a Orwell y los orwellianos a la Lubianka. Y acusarlos nada menos que de haber conseguido: «acabar con lo que ellos llaman «estalinismo». Esta ha sido la victoria póstuma de Orwell: la desmovilización de las masas y el derrumbe de toda alternativa». La verdad es que ante estas frases yo me descubro, y apelo al AntiCristo, y a todos los demonios. Lo terrible de este «delirium tremens» es que alimenta a muchachos que se creen llamados a utilizar el «piolet» contra trotskistas y revisionistas.

Acabo anotando un detalle. En todas las conferencias que dado sobre Orwell o sobre asuntos análogos, todavía estoy por encontrarme a alguien que haya sacado a relucir cualquiera de los argumentos fabricados por Albert Escusa.