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Confesiones en tiempo de Feria

Fuentes: Insurgente

Con la diestra sobre el lado izquierdo del pecho, juro solemnemente que el masoquismo no va conmigo. Ese buscar un pretendido placer de carne propia chamuscada, macerada, desgarrada; ese otro «gozo» de autoflagelación espiritual -regodearse en el complejo de víctima, atribuirse culpas que no lo son, por ejemplo-, me quedan tan lejos como el más […]

Con la diestra sobre el lado izquierdo del pecho, juro solemnemente que el masoquismo no va conmigo. Ese buscar un pretendido placer de carne propia chamuscada, macerada, desgarrada; ese otro «gozo» de autoflagelación espiritual -regodearse en el complejo de víctima, atribuirse culpas que no lo son, por ejemplo-, me quedan tan lejos como el más lejano de los agujeros negros que acechan al sistema solar en la inmensidad del universo.
 
Sin embargo, una que otra vez he tenido que llamarme a capítulo, pues en medio de bóvedas que me han traído reminiscencias de Poe -¿recuerdan el horror de encontrarse sepultado vivo?-; en medio de muchedumbres compactas, presurosas, de codos inquietos y percutores -¡ay de mis riñones!-, muchedumbres que me han quitado el resuello; en fin, en medio de virtuales pandemonios, me he sentido feliz como un atleta en el podio de premiación olímpica, como un escriba que acaba de recibir el Nobel… o poco menos que cuando supe que Beatriz existía, y la vi en el cunero, y la acuné yo mismo, con estas manos que nunca han dejado de ser inexpertas.
 
Lo reitero. A pesar de mí mismo, casi he sido masoquista. Y digo «casi» pues, si bien no he llegado a disfrutar la «lógica» de hileras expectantes ante una que otra cajera impávida, detenida «porque todavía no tenemos cambio», nunca he atinado a estallar, ni he mascullado merecidos denuestos. Ni el peso que ha mellado mis brazos ha logrado sacarme de mis casillas. A mí, a quien el mínimo maltrato hace evocar, con voz a veces tronante, desde la Constitución hasta los más sagrados ideales de un Estado socialista. A mí, caramba.
 
Pero sucede que estas bóvedas de compacto gentío están ubicadas en la fortaleza de la Cabaña. Y en la Cabaña transcurre en febrero de cada año, cual un rito, la Feria Internacional del Libro de La Habana. Y, allí, en mis manos ha descansado toda una estiba de clásicos que surgen reeditados, la mayoría. No he sido más feliz por el simple hecho de que mi bolsillo resulta magro ante tanta excelente literatura.
 
No obstante el que aún el Ulises -leído a trancos, salvo el consabido «Monólogo Interior»- y Paradiso -de perentoria relectura despojado de aquel festín de erratas de la edición primigenia, a que tuve acceso iniciático- me llaman como un cargo de conciencia, una deuda sin saldar, o con la polifonía de sirenas que encantó a Odiseo, no desmayo en mis alardes de felicidad. Y no desmayo no sólo porque mis anaqueles reciben aires nuevos, salubres, sino por la misma trabazón de gente que tapia el oxígeno en cada edición de la mencionada feria.
 
Porque, sin temor al estigma del teque vernáculo, ese cubanísimo discurso vacío, ¿en qué otro lugar de esta aldea grande y dispar llamada planeta Tierra, con prosopopeya que va derivando en provinciana, tantas personas aguantan, estoicas, «menudencias» tales como un sol tórrido, una cola (fila) tan larga como la de un cometa, y no precisamente pacífica, para acceder siquiera a un librote de colorear?
 
¿Acaso en muchos otros sitios del mundo el escritor serio entra en comunión tan directa con tal cantidad de lectores que, sin desdeñar un best seller -pecado venial-, se asoman con avidez a las honduras del Orlando de Virginia Wolf y otras cumbres?
 
¿En qué otro lugar el Estado hace un esfuerzo mayúsculo, inmensurable, luego de una crisis durísima, para llenar sin la filosofía del lucro, aunque no con la baratura que quisiéramos, una larga serie de estantes con lo mejor de las bellas letras patrias, universales, y de la ciencia y otras ramas del saber humano?
 
Estas líneas no reflejan mero espíritu laudatorio. Sin él, ganado tengo el pan. Son tal vez, estos renglones, chispazos de lucidez, olfato, percepciones… de quien no se ha perdido nunca las entrevistas televisuales, radiales, de prensa en que narradores y narradoras, poetas y poetisas, editores y editoras han ofrendado oportunos elogios; todos -y lo subrayo-, con el ánimo despierto y los sentidos encandilados, han vertido un aluvión de epítetos favorables a la Feria Internacional del Libro de La Habana, explayada en 35 ciudades de todo el país y cuya decimoquinta edición transcurre en estos días.
 
Decididamente, ¿no es como para brincar de felicidad ante la orgía de literatura, que no literatura orgiástica, barata? ¿No es como para sonreír en medio de una cola interminable, bajo un Sol tórrido, o dentro de una bóveda abarrotada y zarandeado por ese dolor de codos inquietos, percutores, que me dijeron los riñones?
 
Al menos este periodista lo cree. Y no es masoquista, como lo juró solemnemente, con la mano derecha sobre el corazón.