«Hay que ver en el capitalismo una religión. Es decir, el capitalismo sirve esencialmente a la satisfacción de las mismas preocupaciones, penas e inquietudes a las que daban antiguamente respuesta las denominadas religiones. La comprobación de esta estructura religiosa del capitalismo, no sólo como forma condicionada religiosamente (como pensaba Weber), sino como fenómeno esencialmente religioso, […]
«Hay que ver en el capitalismo una religión. Es decir, el capitalismo sirve esencialmente a la satisfacción de las mismas preocupaciones, penas e inquietudes a las que daban antiguamente respuesta las denominadas religiones. La comprobación de esta estructura religiosa del capitalismo, no sólo como forma condicionada religiosamente (como pensaba Weber), sino como fenómeno esencialmente religioso, nos conduciría hoy ante el abismo de una polémica universal que carece de medida. [Y es que] no nos es posible describir la red en la que nos encontramos. Sin embargo, será algo apreciable en el futuro. (…) Dios no ha muerto, sino que ha sido incorporado en el destino del hombre.» (1)
Marx, como la gran mayoría de intelectuales del siglo XIX que alzaron su voz contra la religión tradicional (2) , se equivocó de criterio a la hora de analizar el fenómeno religioso, otorgando una prioridad casi exclusiva a su vertiente dogmática y tradicional, y olvidándose con ello de profundizar en la perspectiva funcional de la misma, aun cuando su análisis es, ante todo, un análisis funcional. Si bien es cierto que en pleno proceso de desarrollo del capitalismo liberal, los obreros europeos encontraban en la creencia en un «más allá» el más efectivo consuelo a la bestiales condiciones de vida que habían de hacer frente, y que de aquí se podía derivar cierto grado de conformismo con la vida llevada, no es menos cierto que, a luz de una comparación con la situación actual, no parece ser el elemento religioso tradicional el causante principal del desarrollo de una mentalidad sumisa y alienada entre la mayoría social explotada, no al menos desde su vinculación con la posición de las masas en la lucha de clases. Si la lucha de clases es ya en sí misma una invitación ideológica a la actitud revolucionaria, puesto que, por mera lógica, el explotado siempre debe tender a querer revelarse contra su injusta situación en el orden social, por esta misma razón -pero a la inversa- el explotador debe también querer tener siempre justo lo contrario, es decir, un sistema global de adormecimiento generalizado de las masas, que aplaque los potenciales sentimientos revolucionarios de estas, permitiéndole con ello seguir con el mantenimiento de sus privilegios. En esta dinámica dialéctica -que Marx apuntase como el motor de la historia-, la religión tradicional, como elemento cultural que es, ha sido uno (tal vez el más efectivo y duradero) de los sistemas de adormecimiento revolucionario de las masas, pero no el único. De ahí que cuando el mundo de lo religioso-tradicional ha dejado de ser el eje central de la vida del hombre tanto en su vertiente de ser social, como en su aspecto de ente consciente de su propia existencia, no necesariamente esto ha conducido a la maximización del cariz revolucionario de las clases sociales explotadas, ya que la clase explotadora ha tendido a buscar otros modos alternativos de adormecimiento social que, de tener éxito en su tarea, viniesen a sustituir a la religión tradicional en el ámbito de la sumisión y la alienación de las masas y, por ende, en la legitimación del orden social establecido. Efectivamente, como podrán deducir ya, mi opinión es que uno de estos modos de alienación ha tenido un éxito fulgurante en nuestra actual civilización occidental. Este modo no es otro que la sociedad de consumo, nuestro particular e histórico opio del pueblo.
Pero que el consumismo-capitalismo no tenga referencia alguna a lo sobrenatural no quiere decir que no pueda ser considerado, desde una perspectiva funcional, como un fenómeno religioso al uso, uno más de los muchos que ha habido a lo largo de la historia en todas las partes del mundo. Desde los faraones del Antiguo Egipto hace más de 4.000 años, todos los poderes políticos, en sus distintas formas, han promovido distintos tipos de culto, al objeto de garantizarse su continuidad y desarrollo, ofreciendo al pueblo los «templos», gobernados por «sacerdotes» al servicio del poder, como «consuelo» o en su caso, como agentes activos de la propia explotación del Estado. En nuestros días, muy al contrario de lo que pudiera parecer en primera instancia, la situación no es diferente. No vivimos en un periodo secular, vivimos, una vez más, en un periodo donde la vida religiosa penetra hasta en lo más profundo de nuestro ser. El consumismo-capitalismo es la nueva religión de nuestros días, una religión tan poderosa que algunos incluso ya se han atrevido a profetizar que con ella hemos llegado al fin de la historia (3) . La «muerte de Dios» anunciada, en las décadas pasadas, por tantos intelectuales cede el lugar a un culto estéril del individuo, estéril en tanto que no glorifica al hombre por su ser, sino por su tener. Todos los componentes de lo que antaño fuese un reino exclusivo de lo sobrenatural -lo sagrado-, han llegado hasta nuestros días con un aspecto mundano, aunque igualmente mítico y alejado de la plena libertad humana. Las respuestas de sentido, las motivaciones éticas, la legitimación fundamental del orden social, las funciones de control y sometimiento del pueblo, es decir, todas aquellas funcionalidades propias del ámbito de lo sagrado que no hace tanto eran patrimonio exclusivo de los textos revelados de las diferentes religiones históricas, vuelven hoy a armonizarse en un mismo cuerpo estructurado, dado al hombre por otros hombres, con la única finalidad de seguir sirviendo de paternal guía para la existencia cotidiana de todos nosotros .
Hoy no somos menos religiosos que hace 300 años, tal vez ya no adoremos a Dioses lejanos ni profetas mártires, tal vez ya no creamos en supersticiones irreverentes o en mitos creadores de formas, pero seguimos dejándonos guiar por el mandato sagrado de unos pocos empeñados en mantenernos, como dijeran Freud y otros autores, en una constante y patológica minoría de edad. Creemos que nos hemos liberado del peso opresor de la religión histórica, pero, tal vez sin darnos cuenta, tal vez por pura necesidad espiritual, hemos vuelto entre todos a permitir que el culto a lo religioso determine nuestra existencia, acudiendo fieles cada día a nuestras diferentes citas con la reverencia a lo sagrado de nuestros días, con las ofrendas y los rezos al nuevo Dios del consumo y sus nuevos profetas del capitalismo sacralizado. Hemos pasado del viejo calendario, con su santoral, plagado de vírgenes, obispos, mártires, monjes, abades, presbíteros, apóstoles, ermitaños, reinas, beatos, diáconos, cardenales y, cómo no, ángeles, arcángeles, serafines y querubines, a un nuevo modelo donde estos se van sustituyendo por los días internacionales de la más diversa índole, pero que cumplen la misma función. Nos recuerdan cada día que allá arriba, sea en el cielo, o sea en la noosfera de las ideas humanas y sus cuerpos simbólicos estructurados, hay un Dios al que adorar, un Dios al que servir, un Dios al que seguir, un Dios al que entregar nuestra minoría de edad, un Dios por el cual vivir y en el cual ampararnos y protegernos. No, no somos hoy menos religiosos que ayer, todo lo contrario.
Sin embargo, las predicciones de muchos intelectuales, especialmente europeos, indicaban lo contrario. La secularización, inherente a las sociedades modernas, debía conducir a un gradual e inevitable declive de las religiones. Se suponía que el proceso iniciado en el siglo XVIII con la Ilustración, y continuado con la revolución liberal y los movimientos socialistas, impondría la ciencia y la razón frente a la opresión religiosa. Cuanto más moderna y democrática fuera una sociedad, menos peso tendría la religión. Hubo incluso quienes, como hemos dicho, profetizaron el fin de la religión, la muerte de Dios. Pero se equivocaron. Si bien en las formas andaban en lo cierto, en el fondo pecaron de optimistas, se dejaron llevar por su visión etnocentrista del fenómeno religioso. El Dios que quisieron enterrar los pensadores de siglos pasados, era un Dios hecho a la medida y semejanza de la Europa que ellos veían evolucionar a pasos agigantados. En esa carrera, fruto de la conversión de la fe en razón, el Dios-modelo europeo no tenía cabida alguna, agonizaba sin remedio. Pero Dios, haciendo uso de la única característica que de verdad sabemos que tiene -la ambigüedad-, aceptó el desafío que el mundo occidental le lanzaba y se puso en marcha nuevamente tras milenios de plácido reposo. Acostumbrado como está a cambiar de rostro tantas veces como la historia se lo ha requerido, poco le costó adelantar el paso de quienes lo daban por muerto y transmutarse en una nueva versión sagrada, más completa y preparada para los desafíos de los nuevos tiempos. Incluso, para hacerse menos vulnerable, abandonó su paraíso y decidió bajar hasta nuestro mundo, convertirse en una fuerza viva de nuestra propia sociedad. Cambió de nombre y hasta optó por abandonar sus antiguos credos, pero se hizo con ello más presente que nunca, tan presente que está en todo cuanto nos rodea, transmitiendo su mensaje con la fuerza de un ciclón y la efectividad de la picadura de una cobra, fragmentándose en millones de mensajes de todo tipo (publicitarios y mediáticos) que ahogan al hombre por todos sitios, desde que se despierta hasta que se acuesta, y aun en los sueños oníricos. Se pensó en un Dios y una Iglesia que se derrumbaba, en una vida puritana y temerosa que se transformaba en un incipiente vitalismo liberal, pero se olvidaron de lo más importante: Que no fue Dios quien creó al hombre, sino el hombre quien creó a Dios , y con ello se olvidaron pensar que el creador aún no había dicho su última palabra. Y efectivamente el creador habló; y habló para cambiar su discurso y donde antes dijo digo, ahora quiso decir Diego. Renunció a su creación anterior y la convirtió en una nueva y revolucionaria versión; Dios cambió el reino de los cielos por el reino las ondas. Cambió el poder de la Iglesia, por el poder de los medios de comunicación de masas y la publicidad. Cambió el temor reverencial por el hedonismo y el libertinaje. Pero siguió su camino que, al fin de cuentas, era lo que interesaba a su creador, el hombre (y concretamente a aquellos hombres que se ganan la vida costa de la explotación de otros).
En cuanto a las religiones tradicionales, es cierto que la sociedad racional-moderna ha producido sobre ellas el impacto de un gigantesco terremoto. Sus efectos todavía son duraderos. Los análisis históricos y sociológicos quisieron ver este proceso como un complejo cambio social que afectaba profundamente a toda la sociedad y especialmente a una realidad como la Iglesia que ocupaba un puesto central en la sociedad pre-moderna o tradicional. La Iglesia en la sociedad pre-moderna ocupaba el centro de la producción de sentido. Quiere decir esto, que desde la religión católica tradicional se obtenía una visión del mundo y desde ella se integraban no sólo las respuestas a las preguntas fundamentales de la existencia, sino también a las cuestiones sociales, políticas, culturales, etc. Con la caída del poder de la Iglesia y su influencia en la sociedad, el viejo orden se venía abajo. Se estaba produciendo lo que Weber llamó «el desencantamiento del mundo», y se pensaba que con ello el hombre se liberaría para siempre de las cadenas religiosas. Sin embargo, la sociedad ha cambiado, es cierto, al menos en su estructura de clases y sus aspectos culturales y fundamentantes más característicos, pero el hombre sigue siendo preso de la religión. Si la religión es el centro de la producción de sentido, si las sociedades religiosas se caracterizan por dejarse guiar en el centro mismo de su existencia por una fuente simbólica productora de sentido, entonces la religión, aun más en la máxima expresión de su aspecto funcional (la sumisión del hombre a las ideas que emanan del ámbito de lo sagrado), sigue con plena vigencia en su nueva versión consumista-capitalista .
Fue Marx, como hemos dicho, quien nos dijera que la religión es el opio del pueblo. Y andaba en lo cierto, pero no sólo debió haber pensando en la religión determinada por una vertiente sobrenatural, por una irracional creencia en el «más allá». Probablemente tal afirmación -la creencia de la referencia a lo sobrenatural como motor de la alienación humana- tuviera cierta validez en las condiciones políticas, económicas y sociales de la Europa del siglo XIX. Aunque, a la vista de la situación actual de los hechos, parece evidente que dicha proclama ha dejado de tener una vigencia ideológica plena. Y para muestra un botón; Marx achacaba a la religión tradicional un carácter adormecedor de la voluntad revolucionaria de las masas y, sin embargo, hoy día, en pleno auge del laicismo y tras haber pasado por un periodo histórico de evidente cariz revolucionario, las masas de las naciones europeas han retornado al más absoluto adormecimiento revolucionario. Aunque Dios está cada vez más alejado de la vida pública, aunque «su» presencia en la conciencia de los individuos y «su» capacidad para regir la vida de los sujetos tiende a desaparecer, el espíritu revolucionario de las masas occidentales ha vuelto a niveles similares a los habidos en cualesquiera de los momentos históricos donde el aspecto religioso tradicional era tanto el ámbito central de la sociedad, como la estructura psicológica fundamental del pensamiento humano. Así, aunque los proletarios europeos somos cada vez menos religiosos, seguimos sin poder tener el control de los medios de producción, y ello no es material suficiente para elevar el nivel de conciencia revolucionaria de la población, lo cual, como digo, denota que la máxima marxiana de la religión tradicional como opio del pueblo, en algo falla al ser aplicada al análisis dialéctico de la realidad de nuestros días. Por el contario, aquellos paises donde a día de hoy los socialistas del mundo tenemos puestas ilusiones, aquellos lugares (especialmente de América Latina) donde desde una década a este tiempo han emergido con fuerza nuevos movimientos populares capaces incluso de llegar al poder de sus respectivos estados, son países cargados de un alto contenido religioso, al menos en el sentir popular de sus gentes. Dirigentes cristianos y masas cristianizadas en su amplia mayoría, incluso algunos líderes surgidos directamente del mundo religioso, conviven a la perfección con los procesos de cambio donde se pone en juego el estatus mismo de la estructura clasista de la sociedad. Todo ello a pesar de la actitud reaccionaria y de apoyo a los movimientos contrarevolucionarios que la Iglesia Católica oficial usualmente toma respecto de los respectivos procesos.
Es además bastante significativo que el periodo que va desde la caída de la religión tradicional como centro de la vida pública y privada del hombre hasta la consolidación de la sociedad de consumo entre las masas occidentales, haya sido el periodo histórico donde más y más rápidos cambios sociales se han producido en el orden social e internacional vigente. Donde mayores y más enconadas luchas se han dado por motivos de clases sociales, y donde más alternativas de sentido han tenido los sujetos al alcance de su mano durante bastantes años. Es significativo, a mi juicio, en tanto que denota que la caída de un paradigma de lo religioso es síntoma de un advenimiento de nuevos paradigmas que luchan por ocupar el lugar del viejo sacro derrotado . En apenas 200 años hemos visto como se pasaba de un sistema social dominado por lo religioso y de clases sociales cerradas, a un sistema socio-político fruto de la sublevación de la burguesía al orden social que les imponían los nobles, y de éste a una enconada lucha entre la burguesía y la clase proletaria que nace a partir de la acción de esta primera. En apenas 200 años todo tipo de nuevos modelos de sentido (liberalismo, socialismo, anarquismo, nacionalismo, fascismo, etc.) emergieron de las cenizas del Dios caído. Finalmente, parece ser que hemos llegado a un sistema de clases sociales semi-abiertas, donde existe la ilusión de poder variar desde una clase hacia otra, pero donde, en la práctica, el mantenimiento del estatus quo sigue siendo una cuestión de herencia. Un sistema donde las relaciones de explotación se siguen dando, aunque la tendencia generalizada entre las propias clases explotadas sea creer que ocurre justamente lo contrario, como buena muestra del éxito fulgurante que el nuevo sacro establecido ha tenido en la aplicación de sus funcionalidades.
Queramos o no, es imposible desligar este proceso histórico de su relación con el proceso de crisis que lo religioso-tradicional ha sufrido en las sociedades occidentales. Las revoluciones burguesas solo se pueden entender desde los valores ilustrados que las promovieron, unos valores que fueron el primer gran ataque de la modernidad contra el fundamento de Dios como dador de sentido del mundo y del sujeto. Mientras Dios regía las relaciones de clase y los pequeños propietarios de las ciudades medievales aceptaban su ley -su voluntad- sin rechistar, los privilegios de los nobles eran aceptados de buen grado, ya que era Dios mismo quien en última instancia los determinaba. Pero, al poco tiempo de consolidarse una incipiente clase burguesa en las ciudades medievales de muchos países europeos, las propias reformas religiosas dentro del cristianismo fueron castigando el orden social imperante, dotando de argumentos a las nuevas clases emergentes para revelarse contra el poder establecido por voluntad divina, que ya no aceptaban como tal. Por eso el protestantismo, como bien analiza Weber, fue un factor clave en el desarrollo del capitalismo. Y con las reformas en el pensamiento llegó el auge de la ilustración, y con la ilustración llegó el triunfo de la razón sobre la fe, y con ello el triunfo de las revoluciones burguesas con todo su amplio calado entre las masas populares (burgueses y no burgueses). La herida de Dios estaba sangrando a borbotones y su capacidad de influencia, aunque todavía efectiva en muchos países, era cada vez más remota y, sobre todo, más cuestionada desde la consciencia misma de toda clase de hombres y mujeres, especialmente de los más desfavorecidos. De ahí que con los sucesivos ataques que desde todo tipo de ámbitos intelectuales Dios estaba sufriendo, la religión dejará de ser un elemento central en la vida de los seres humanos, hasta el punto de que una buena parte de los hombres y mujeres de los países occidentales ya no encontraban en Dios el sentido de su existencia, generando, probablemente, la más amplia crisis de sentido existencial que jamás haya tenido la humanidad, al menos en Europa.
Y sin embargo hoy, más de 200 años después de todos aquellos sucesos, la sociedad occidental vuelve a dar muestras de sumisión y alienación con el orden social imperante. Ante tal hecho, la cuestión que se plantea es la siguiente: ¿Se han acabado las diferencias de clase en la sociedad occidental o acaso lo que se ha producido es un nuevo fenómeno religioso que, hoy como ayer, sigue alienando la voluntad revolucionaria de la población, especialmente del sector poblacional más desfavorecido por el sistema? Yo estoy firmemente convencido de lo segundo y creo por ello necesario que los intelectuales socialistas de nuestros días hagan un análisis detallado de la cuestión, pues en ella se podrán encontrar, junto con las causas económicas que la sustentan, muchas de las respuestas a las interrogantes planteadas acerca del por qué la revolución no avanza como presupuso Marx en las naciones industrializadas, muy a pesar de que sus apreciaciones sobre el aumento en las diferencias de clase o las crisis periódicas del capitalismo se demuestran cada vez más válidas. Un análisis además que pueda arrojar un poquito de luz en medio de las tinieblas en la que viven tantos espíritus adormecidos por los cantos de sirena del capitalismo.
Notas:
1) Walter Benjamin. Capitalismo como religión, en Benjamin,W. Gesammelte Schriften, Suhrkampn Verlag, Frankfurt, 1972-1985, 6 Bands, en Vol.6, pags 100-103. (Traducido al español por Luis Meana y aparecida en el diario El País el 20 septiembre de 1990).
2) Nietzsche, en cambio, sí supo apreciar y denunciar el carácter religioso que se escondía tras las diferentes filosofías alternativas de sentido que emergían a la sombra de la paulatina caída del cristianismo como eje referencial del ámbito sagrado, dejando patente este hecho con su conocida referencia a las «sombras de Dios» (La Gaya ciencia, par. 108).
3) Francis Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre. Planeta. Barcelona. 1992.