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Consumo y barbarie visual

Fuentes: La Calle del Medio (Cuba)

La mitología griega nos cuenta la historia de Tántalo, semidiós bravucón castigado por Zeus a padecer hambre y sed eternas en medio de los más deliciosos manjares y con el cuerpo sumergido en el agua. Nos cuenta también la de su contrapunto y complemento, Erisictón, al que los dioses condenaron a comer ininterrumpidamente todo lo […]


La mitología griega nos cuenta la historia de Tántalo, semidiós bravucón castigado por Zeus a padecer hambre y sed eternas en medio de los más deliciosos manjares y con el cuerpo sumergido en el agua. Nos cuenta también la de su contrapunto y complemento, Erisictón, al que los dioses condenaron a comer ininterrumpidamente todo lo que encontraba en su camino, una cosa tras otra, animales, bosques, hijos, sin hallar jamás satisfacción, hasta el gesto final de autofagia suicida. No son historias antiguas y fantasiosas. El pasado 26 de diciembre, Joan Cunnane, una inglesa de 77 años adicta a las compras, falleció de deshidratación en su casa atrapada en una montaña de mercancías baratas que había comprado durante años y que había ido guardando en decenas de maletas. Ninguna era esencial, ninguna había sido usada, ninguna había llegado realmente a existir salvo para matar a su propietaria. Tántalo y Erisictón del capitalismo, la señora Cunnane había muerto de hambre y sed en medio de un exceso de riquezas, destruida por su mística pulsión al consumo, sepultada bajo trescientas bufandas de colores -entre otros miles de objetos- que jamás habían adornado su cuello ni abrigado su garganta.

En las situaciones de hambruna -desde la India victoriana al Sudán de la guerra civil- los pobres desesperados roban cosechas, asaltan graneros y allanan despensas antes de sucumbir a los golpes y la inanición. En las llamadas «revueltas del pan» del Tercer Mundo, los desheredados de la tierra rompen las vidrieras de los comercios y se disputan, a veces hasta la muerte, las migajas de sus saqueos angustiosos. No son sólo los dramas de la miseria. El pasado 28 de noviembre, una avalancha de consumidores agolpados a la entrada de un Wall-Mart de Nueva York tiró abajo la puerta, aplastó a uno de sus empleados e hirió a otros tres trabajadores -incluida una mujer embarazada- tratando de alcanzar las mejores ofertas de la temporada de rebajas; mil coceadores de clase media, animados de una mística furia irruptiva, se peleaban a muerte por un bolso de plástico o unos pantalones de marca. ¿Dónde empieza lo banal y dónde lo esencial cuándo se está dispuesto a matar por obtenerlo? Bajo el capitalismo, la compra-venta de un bolso de plástico (o de una crema anti-arrugas o de un adorno para el automóvil) es literalmente una cuestión de supervivencia.

Manifestaciones del hambre en Occidente, el caso de la señora Cunnane y el de la estampida humana de Nueva York son casos extremos, pero es en ellos donde se descubre en un resplandor la normalidad de la abundancia capitalista. Los placeres del consumo tienen poco que ver con el objeto; están más bien asociados a un atavismo famélico, a la necesidad casi biológica de la apropiación inmediata, de la adquisición predadora, del saqueo freudiano de un botín multitudinario que, una vez aferrado, se puede despreciar. Los primitivos sueños de abundancia asociados antaño a la leche y la miel, a las frutas antediluvianas pintadas por El Bosco, a las pepitas de oro de los graneros, hoy convergen en los mall o centros comerciales y en los grandes supermercados, donde cogemos a dos manos, sin obstáculos ni intermediarios, la cosecha siempre renovada de una naturaleza milagrosa. Volvemos a las emociones prensiles de los simios o de los salvajes cazadores-recolectores de la antigüedad. Basta con poseer el salvoconducto de acceso -tarjeta de crédito o billetes de dólar- y podemos adquirir un ilimitado número de baratijas y, con ellas, un hambre muy superior, mucho más acuciante, mucho más exigente, que el que aqueja a los que no tienen nada. Un hambre, por así decirlo, de primera clase o de lujo.

Pero el mall o centro comercial ha democratizado y globalizado, transversal a las clases sociales, esta experiencia de la abundancia anémica. El consumo es un acto de babarie, sí, pero un acto de barbarie «visual». La acucia patológica de la señora Cunnane, estudiada por los psiquiatras, no es más que la obediencia mecánica, sin resistencias racionales, a la lógica autodestructiva de la mercancía: comprar y tirar, renunciar al uso de los objetos, guardarlos sin desembalar, son prácticas que revelan la consistencia puramente imaginaria -ceremonial o neurótica- de los intercambios mercantiles. Solubles, superadas ya por sus volátiles sucesores, que introducen la idea de futuro como ansiedad y como humillación, las mercancías son sólo «imágenes». El mall o centro comercial vende estas «imágenes», pero vende además sus copias, imágenes de imágenes abiertas al saqueo visual también de los pobres que no pueden comprarlas. El capitalismo no se reproduce sólo a partir de la explotación del trabajo; también lo hace a partir de la explotación de la mirada. En el mall o centro comercial convergen y se vuelven innecesarias todas las grandes instituciones de la cultura milenaria: el Templo, la Academia, el Museo, el Parlamento, franqueados ahora de una sola vez y en un solo espacio a todas las clases del planeta. Calientes en invierno, frescos en verano, bulliciosos y seguros, exhibición apabullante de la superioridad bárbara del capitalismo, sus galerías reúnen peregrinos de todos los estratos sociales y culturales. En El Cairo y en Caracas, en Lima y en Delhi, en Madrid y en Nueva York, los pobres urbanos ya no buscan un poco de brisa o de juego en sus días de asueto; como antes iban al campo, las familias de las clases medias bajas acuden ahora los domingos al mall más lujoso y frecuentado para contemplar la renovación mágica de las mercancías tras las vitrinas y consumir visualmente en grupo su ración de hambruna de colores.

Prolongación de la televisión, el mall ha consumado la disolución de la cultura activa -popular o de clase- sobre la que ya alertaba Passolini en los años 70 del siglo pasado. Exhibe en una imagen de triste relumbre el carácter insostenible de la economía de la abundancia y su desoladora pobreza antropológica. El emirato de Dubai, con su arquitectura extraterrestre, es el emblema de este modelo que destruye recursos y vidas y convierte las ciudades mismas en una gigantesca operación de barbarie visual: mercancía él mismo y conducto de mercancías, el máximo atractivo de este país recién fabricado, arrancado al desierto y al mar en siete días, son precisamente sus 40 monstruosos mall. ¿Será una casualidad que su fiesta nacional se llame Dubai Shopping Festival? El año pasado, más de 3 millones de turistas de todo el mundo acudieron a celebrarlo en sus suntuosos y abigarrados centros comerciales y gastaron 10.000 millones de dólares. Entre tanto, los trabajadores bengalíes y pakistaníes que los construyeron pueden pasear por sus avenidas iluminadas satisfechos de adquirir con la mirada lo que, en cualquier caso, sólo había sido fabricado para eso: para entrar por los ojos y salir inmediatamente del mundo sin dejar más huella que hambre, contaminación, degradación moral y vacío antropológico. Pero, al contrario que en el caso de Tántalo y Erisictón, nuestro castigo no será eterno.