Las homilías de Santos Juliá son últimamente desde el monte. Se leen los domingos en las páginas de El País, pero provienen del vivac ultramontano al que se ha mudado hace ya tiempo este historiador mediático. Es verdad que él no es de pasamontañas o boina roja, no: él es de báculo y tiara, de […]
Las homilías de Santos Juliá son últimamente desde el monte. Se leen los domingos en las páginas de El País, pero provienen del vivac ultramontano al que se ha mudado hace ya tiempo este historiador mediático. Es verdad que él no es de pasamontañas o boina roja, no: él es de báculo y tiara, de los que decretan cruzadas moralizadoras desde púlpito y en catedral, sermoneando a la grey.
La última ha sido para contener el aliento. Resulta que el chiste negro de Guillermo Zapata sobre los judíos en los campos de concentración es equiparable en perversidad a la Solución Final de los nazis: al contarlo nuestro concejal nada menos que «destruye la memoria del mal radical» que en su día encarnó el Holocausto de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Quienes se hayan topado con las opiniones de Juliá acerca de la irrelevancia de la memoria se sorprenderán de verle ahora reclamando que toda reconstrucción del pasado «debe estar controlada por las voces que nos llegan del pasado», sobre todo teniendo en cuenta que en el caso del exterminio nazi esas voces no han quedado inscritas en documentos objetivables como datos y solo pueden transmitirlas los testigos a través del recuerdo subjetivo. Es verdad que estamos acostumbrados a verle adecuar todo tipo de razones a sus acusaciones y condenas, pero esta vez sus argumentos nos muestran una toda forma de entender el conocimiento, el histórico y el no histórico, tan falta de tino como desproporcionada en su doble rasero de medir.
Según Santos Juliá, el tuit de Zapata «es» de por sí el intento de «machacar, pulverizar, destruir, las voces que nos llegan de aquel horror para convertirlas en cenizas de cigarrillos depositadas en el cenicero de un coche». El debate sobre la libertad de expresión, continúa, resulta a estos efectos «irrelevante». No estamos ante algo sujeto a interpretación: el acto habla por sí solo. Contar ese chiste es dar una vuelta de tuerca en la tradición de la banalidad del mal. Y punto. Lo único que interesa entonces son las consecuencias públicas de haberlo escrito. Porque por descontado, el tuit solo puede ser «recibido con una carcajada por el público al que va destinado». La oferta de banalidad del mal crea su propia demanda, y eso convierte el chiste en un problema de salud pública.
Esta sarta de conexiones espurias resume el código deontológico de Santos Juliá como intelectual y como profesional. Se funda éste en una confusión entre la referencia a una realidad exterior en toda representación histórica y la sacralización del dato como hecho histórico autosuficiente, con el que se busca producir una Verdad inapelable que afecta no solo al conocimiento sino a la moral colectiva. En esta ocasión, para cubrirse las espaldas reenvía a una serie de autoridades que avalen su manía de que la narración histórica está constreñida sin más por «los mismos hechos que se pretenden representar». A algunos de los que cita que están aún vivos, como Perry Anderson, habría que preguntarles cómo ven ellos el affaire Zapata, porque tal vez vendrían a desautorizar a nuestro columnista. Los otros, por lo que sabemos de ellos, seguramente no habrían admitido aparecer como testigos de cargo para condenar a Zapata.
Hannah Arendt sin ir más lejos se hubiera contentado sobradamente con escuchar del exterminador Eichmann unas disculpas. Es, como sabemos, la incapacidad del ex oficial de las SS de testimoniar, de hacer el más mínimo ajuste de cuentas con su pasado, lo que subleva a Arendt y le lleva a elaborar la noción de banalidad del mal. Olvida aquí mencionar Juliá que los mismos que abogaron por la condena a muerte de Eichmann acosaron también a Hannah Arendt porque, para dicha tarea teórica, tuvo que arrojar luz sobre los mecanismos de aquiescencia y colaboración de los propios judíos en los días de la Solución Final. Tampoco tiene en cuenta que, precisamente con el Holocausto, el problema de los límites de la representación ha hecho que también los relatos de ficción sirvan al mejor conocimiento de los hechos y su transmisión, como sucede con obras literarias de la altura de Las Benévolas de Jonathan Littell (en cuya trama Eichmann aparece como fanático defensor del exterminismo sin contemplaciones, en un rol clave que es en el que los testimonios y evidencias indirectas siempre han permitido situarle a pesar de que él no admitiera responsabilidad alguna ante un tribunal).
Hay que reconocer a nuestro opinador esa sentida consternación que muestra por el horror del exterminio judío. ¿Cuándo veremos a Santos Juliá decir algo en esta línea acerca de nuestro dramático pasado? Es muy fácil hablar del Holocausto ahora que es uno de esos hitos sagrados que no pueden sino producir consenso absoluto casi a escala global. Lo difícil es hacerlo con otras modalidades de exterminio en el pasado lejano y no tan lejano. Y ahí no puede decirse que Santos Juliá tenga un historial digno de simpatizante de Amnistía Internacional. No solo ha maltratado en sus escritos a los portadores de memoria, ninguneándolos y rechazando su testimonio como incapaz de aportar nada a la verdad y a la justicia del traumático siglo XX español. Lo peor ha sido que ha logrado una parte importante de su reputación profesional contribuyendo a un relato sobre la Guerra Civil que viene condenando a todos los que lucharon por la causa de la Segunda República como asesinos o equivocados y en equidistancia con quienes se implicaron en la destrucción de la legitimidad democrática.
Llevamos, en fin, años esperando a que Santos Juliá deje de hacer con el golpe de 1936 y sus secuelas lo que dice que hace Zapata con los judíos: destruir su memoria como experiencia del mal radical, no del horror, sino del mal colectivamente desatado por unos. Menos le habría costado, desde luego, reconocer en sus varios escritos sobre el tema que la Ley de Amnistía de 1977, en la medida en que no se ajusta a los estándares de los derechos humanos, contiene también su dosis de banalización instituida del mal. Y no queremos preguntarnos qué pensarían los descendientes de judíos si se les dijera que los restos de sus antepasados yacen en cunetas de los campos de toda Europa pero que ningún estado actual es responsable de su exterminio, postura que vino a avalar para España cuando se aprobó la Ley de Memoria en 2006. No hay destrucción de la memoria de injusticia más eficaz, por más sutil, que la institucionalización de la amnistía como amnesia que él ha venido justificando una y otra vez.
En su trayectoria como columnista del grupo Prisa también hay «voces del pasado» que no conviene echar al olvido. Juliá fue testigo de cuando sus compañeros de partido, a mansalva, organizaron un homenaje público al exministro José Barrionuevo porque iba a entrar en la cárcel por haber montado una banda de asesinos con dinero público. Allí fueron todos con chapitas en la solapa que le saludaban con el muy campechano y afectuoso «Pepe»: «estamos contigo, Pepe», jaleaban. En los largos años previos a este desenlace no se vio a Santos Juliá capitanear la censura ciudadana de los GAL. Se dirá que entonces lo único que había eran conjeturas y suposiciones, naderías que solo revelaban la permanente inquina de la izquierda radical contra la buena izquierda moderada. Pero al actuar así no pesó tanto su prurito como historiador cuanto la lealtad a una grey, la de los seguidores de la versión entonces oficial que repetía que Barrionuevo no se enteró de lo de Santi Brouard ni puso los medios para lo de Lasa y Zavala, de manera que no solo no organizó los GAL sino que no debía dimitir por el mal uso de los fondos reservados. Está la banalidad del mal, y luego está la españolidad del mal, que encarnan muchos de la generación de Santos Juliá entonces en el poder.
Cada uno de aquellos silencios calculados y aquiescencias fue también un acto político -así califica él el tuit de Zapata- al que por tanto habría que reclamar «exigencias políticas tan radicales como el mal cuya memoria herida por la historia» se pretende tapar u olvidar. Por eso sorprende cuando lanza urbi et orbe la sentencia de que Zapata debería dimitir de todos sus cargos públicos, no solo de la concejalía de cultura del ayuntamiento de Madrid, por un chiste. Tanta resolución por su parte no está documentada en otros casos más notorios. No le vimos exigir responsabilidad al rey Juan Carlos cuando por medio de su tuit de mirilla telescópica acertó de lleno con un cartucho sobre un pobre elefante (Juliá sobre Zapata: «¿Basta la petición de perdón o, más aún, bastaría un perdón otorgado por los ofendidos para mantenerse en un cargo público (…)? No, en absoluto»). Tal vez aquí Juliá señalaría que un monarca constitucional no es un «representante elegido por los votantes de un partido», pero no por ello deja de representarnos a todos con sus actos inadmisibles.
Nadie exige en cambio responsabilidades a Santos Juliá por sus sermones dominicales, y eso que en el caso que nos ocupa su actitud inquisitorial contribuye a la muerte civil de Zapata. Lo de inquisitorial no es metáfora. No le bastan las disculpas, el reconocimiento de un mal acto, si es que lo hubo, o un error por parte de Zapata: al igual que en los tribunales inquisitoriales, es justamente la confesión lo que acarrea la condena y justifica su elevación en vez de eximir de ella o actuar como atenuante.
Al ejercer de inquisidor, Juliá se retrata en realidad a sí mismo: viene a actualizar su propio pasado como miembro activo que fue de una secta con un largo historial de percepción integrista de las costumbres sociales y la moral pública y privada. Son desde luego dogmas católicos lo que sale a relucir cuando Santos Juliá lee subliminalmente los delitos como pecados y viceversa. Pero hay más. Siguiendo los postulados de la teocracia nacional-católica, trata de persuadir de que todos los pecados/delitos inhabilitan por igual para cualquier responsabilidad pública. Este falaz silogismo confunde la lógica del rendimiento público de cuentas, que deriva de la tradición de la virtud cívica y depende de la configuración de las culturas políticas sobre las que se asienta, con la de la confesión y penitencia del catolicismo, derivada de dogmas fijos e inapelables. Llevado hasta sus últimas consecuencias, el ideal de esta política es el gobierno de los clérigos, únicos a los que la grey puede suponer rectitud moral suficiente y garantizada (!).
Semejante suerte de esfera pública puritana es la aspiración de quienes han abierto la caza de brujas contra la cultura ciudadana post-15M, porque saben que en ella juegan en casa, es decir, en la iglesia en que pretenden encerrar a la opinión pública. Si hay algo de lo que debe tomar nota esa cultura ciudadana post-15M es que los linchamientos públicos favorecen al final las posturas más reaccionarias, porque sobre las valoraciones sociales de las figuras públicas pesan tradiciones morales ancestrales que perviven en la democracia posfranquista. Cuando pide la dimisión de Zapata, Santos Juliá nos está hablando desde la cultura en la que él se educó, la misma que en su día aparcó el reclamo de justicia por la destrucción de la república democrática en aras de una «reconciliación» entendida como reencuentro de «hermanos» de una misma grey, pero de una grey puramente cultural y confesional, sin dimensión cívica. Se trata, en fin, de una cultura predemocrática, legítima para ejercer la libertad de opinión, pero inadecuada a efectos políticos.
Su más contradictorio legado es que obliga al «historiador» que dice ser Santos Juliá a abjurar de su disciplina profesional. Pues al final todo es un problema de libre albedrío. Acabáramos. Zapata ha obrado en libertad, y se ha condenado por su acto. No cuentan condiciones históricas ni contextos institucionales ni sociales ni culturales bajo los cuales los humanos tomamos decisiones, solo hay un sujeto individual transhistórico: el Hombre, que siempre tiene la opción entre el bien y el mal, porque es libre. Tantos siglos de modernidad para que por un chiste se nos devuelva a las encrucijadas de la Contrarreforma. Tanto reivindicar el oficio de historiador para terminar declamando que, en lo tocante a la libertad, el hombre no tiene historia: que la libertad siempre ha estado ahí, no cambia, no se altera en su contenido, no es un producto de la historia. Lo que el hombre tiene es conciencia, concluye, esa insondable conciencia humana que solo puede ser juzgada desde fuera, por autoridad competente (léase por el historiador, por el juez, o por el cura).
En su artículo no parece que a Santos Juliá le importe en realidad la libertad humana para otra cosa que no sea salvar o condenar a sus semejantes dependiendo de si se mantienen o no en la conducta puritana y la opinión razonable que le permite a él seguir sermoneando los domingos sobre una extensa grey. Esto explica su tratamiento del único asunto de la polémica Zapata que tiene interés para la esfera pública: el del humor, los chistes y su función y estatus social en una cultura ciudadana. Curiosamente ahí nuestro formador de opinión tiene poco que decir, salvo declarar o casi decretar que los chistes producen risa, cosa que está lejos de ser cierta según se demuestra en su caso, pues no consta que se haya reído con el tuit de Zapata. Es verdad que añade la coletilla de que los chistes hacen reír a las personas «a quienes se dirige», pero el intento de seguir responsabilizando solo al emisor, reduciendo todo el asunto a un inquisitorial juicio de intenciones, está condenado al fracaso: a veces los chistes no producen el efecto deseado, y muchas más veces en una misma audiencia hay personas que se ríen y otras que no.
No se trata de eximir a quien cuenta un chiste de responsabilidad, pero el asunto de las relaciones entre emisión y recepción de chistes no es tan sencillo como parece. Cuando se dice de alguien que «cuenta muy bien los chistes», no suele apreciarse que para contar chistes, bien o mal, hay una labor previa que realizar, un arte que cultivar: el de la memoria. Los chistes se cuentan fundamentalmente porque uno se acuerda de ellos, atributo que no todos tenemos ni por igual. En ello no hay en juego selección moral alguna sino puras habilidades mnemotécnicas. Por eso a menudo cuando el chiste llega, uno se ve forzado a aclarar a la audiencia: «este es muy malo», o simplemente, «este es muy viejo, a lo mejor lo conoces», o «este me encanta, aunque a mucha gente no le gusta».
La clave a la hora de indagar con qué intención se cuentan parece residir, por tanto, en si uno se ve movido o forzado a reconocer que un chiste es racista o hiriente o sencillamente malo. Cuando el emisor se identifica con el contenido del chiste, no ofrece esa opción a los receptores porque no considera que el chiste pueda ser sometido a interpretación crítica, y asume que la audiencia se identificará también con su contenido. En cambio cuando el emisor comunica de antemano a los receptores el sentido del chiste es porque, o bien no se identifica con su contenido o al menos se hace cargo de una posible variedad de efectos dependiendo de los receptores. Avisar de que un chiste es contrario a ciertos principios o degradante para algún colectivo es un mecanismo de seguridad que permite al emisor no hacerse responsable de las reacciones que suscite. Ahora bien, para plantearse esta opción, el emisor ha de estar persuadido de que los chistes están por definición sujetos a interpretación, que no «son» objetivamente una realidad que habla por sí sola, como piensa Santos Juliá de los chistes y de cualquier otra parcela de la realidad social e histórica.
En el caso que nos ocupa no está claro que Zapata avisase a su audiencia de que el chiste era racista, pero eso tiene que ver con otra característica de la sociología de los chistes, y es que se transmiten y comparten en una comunidad particular de emisores que son a la vez receptores, y viceversa. Al menos en España, los chistes se cuentan a menudo por ristras y normalmente en un grupo: en estos contextos normalmente el juicio sobre el contenido de los chistes se suspende en aras de un deseo de reírse desprejuiciadamente por sus efectos saludables, que van desde la cohesión grupal a la risoterapia individual.
Por suerte para quienes creemos que la libertad de pensamiento se apoya en la libertad de interpretación, los chistes no «son» lo que diga Santos Juliá ni nadie, sino que son lo que nos parezcan o nos produzcan. En un sentido más amplio, el bien puede permitirse ser banal una vez hecha denuncia del mal, y no está claro que Santos Juliá tenga un historial como denunciador del mal superior al de Zapata. El problema es la gente que nunca se ríe con los chistes, que trata de abordarlos solo desde la seriedad y la objetividad. Y luego están los que no cuentan chistes.
Porque al fin y al cabo, la pregunta que hay que hacerse ante esta oleada de despropósitos a propósito de un chiste malo sacado de contexto es si esa gente cuenta chistes. ¿Cuenta chistes Santos Juliá? ¿Se sabe alguno, es decir, se acuerda de alguno? No sabemos si los inquisidores de la Monarquía Católica contaban chistes; lo que sí sabemos es que condenaron a decenas por delitos tipificados en última instancia según el viejo dogma de que uno peca de pensamiento, palabra, obra u omisión. Así no hay quien se libre. Tal vez por eso los preceptos de la moral tradicional han sido objeto de tantas bromas en la cultura popular española, como también las causas justas que terminan imponiéndose desde la corrección política, incluido el Holocausto judío. Bien entendidos y explicados, los chistes son válvulas de escape contra la arbitrariedad inquisitorial y sus dobles raseros.