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Contra el abolicionismo

Fuentes: Rebelión

La mayoría de los maltratadores beben, y casi el cincuenta por ciento de los crímenes de sangre están relacionados con el alcohol; por no hablar de los accidentes de tráfico, los trastornos cardiovasculares, los infartos… En el Estado español hay cuatro millones de alcohólicos, y un hábito tan respetable como el de beber vino en […]

La mayoría de los maltratadores beben, y casi el cincuenta por ciento de los crímenes de sangre están relacionados con el alcohol; por no hablar de los accidentes de tráfico, los trastornos cardiovasculares, los infartos… En el Estado español hay cuatro millones de alcohólicos, y un hábito tan respetable como el de beber vino en las comidas lleva al alcoholismo a una de cada cinco personas que lo adoptan.

¿Por qué no se prohíbe la producción y venta de bebidas alcohólicas, que han causado más muertes y calamidades que todas las guerras juntas? Fundamentalmente, por tres razones: porque en la práctica es imposible, porque las personas adultas tienen derecho a ingerir lo que quieran y porque la industria del alcohol mueve billones. La primera razón es puramente pragmática, la segunda es ética y la tercera es profundamente inmoral; pero, so pretexto de oponernos a la última, no podemos olvidarnos de las otras dos, como hicieron en su día los promulgadores de la nefasta «ley seca», que solo benefició a Al Capone. Es así de simple (y así de complicado), aunque los puritanos de uno y otro signo se nieguen a verlo. Los abolicionistas, sencillamente, confunden los síntomas con los males, los efectos con las causas, y al parecer aún no se han enterado de que el fin no justifica los medios (lo cual, metodológicamente hablando, y pese a sus indudables buenas intenciones, los sitúa a un paso del fascismo).

Yo confío en llegar a ver un mundo en el que el alcoholismo, el tabaquismo y la prostitución sean algo excepcional y estrictamente voluntario, en vez de ser, como ahora, fenómenos masivos y socialmente inducidos. Pero no por obra y gracia de unas «aboliciones» tan inviables como inadmisibles. Cambiemos las condiciones socioeconómicas y culturales que hacen que millones de personas busquen consuelo en el alcohol, estímulo en el tabaco y compañía (o trabajo) en los burdeles; pero no intentemos prohibirle a nadie que beba, fume o autogestione su sexualidad. Combatamos a los criminales que explotan, trafican, esclavizan, corrompen; pero no criminalicemos a las trabajadoras del sexo ni pretendamos decidir por ellas lo que más les conviene. Y, por favor, no las insultemos hablando de la «indignidad» de la prostitución (o llamando «hijos de puta» a los canallas uniformados que se ensañan con los desposeídos en las alambradas de la ignominia). ¿Con qué derecho, con qué autoridad moral, desde qué púlpito de virtud los puritanos de uno y otro signo llaman indignas las trabajadoras del sexo? Puede que ser modelo de alta costura, presentadora de televisión o princesa sea más rentable y menos arriesgado que ejercer la prostitución; pero, desde luego, no es más digno.