Hace poco, mientras esperaba en una consulta médica, reparé en un cartel sanitario que advertía de los peligros de la depresión: «si se siente usted triste y desesperanzado, si ha perdido las ganas de vivir, si no logra concentrarse y se siente falto de energía o contempla el futuro con pocas esperanzas, consulte a su […]
Hace poco, mientras esperaba en una consulta médica, reparé en un cartel sanitario que advertía de los peligros de la depresión: «si se siente usted triste y desesperanzado, si ha perdido las ganas de vivir, si no logra concentrarse y se siente falto de energía o contempla el futuro con pocas esperanzas, consulte a su médico: puede tener usted una depresión». No digo que no. Pero -pensaba yo un poco díscolo- también podría ocurrir algo más dramático y banal: si está usted triste, si no tiene ganas de vivir y si contempla el futuro con pocas ilusiones, puede que eso se deba a que ha perdido a su mujer o a su hijo en un accidente de coche, a que ha sido despedido del trabajo o a que acaba de ver -sencillamente- el noticiario. Lo que quiero decir es que la vida está llena de -consiste en- una sucesión de motivos para el duelo y el sufrimiento y que reaccionar con pesadumbre o desesperación frente a una muerte, una separación o una guerra no es una enfermedad: eso se llama normalidad y hasta salud mental.
Nuestra sociedad -llamémosla capitalista, de consumo o hiperliberal- invierte enormes esfuerzos, económicos y publicitarios, en combatir la normalidad. No tanto en evitar la muerte, la separación o, mucho menos, la guerra sino en impedir reacciones saludables frente a estas inevitables (o inducidas) fracturas vitales. ¿En nombre de qué? De la Felicidad. ¿A través de qué instrumento? De la psiquiatrización del dolor. Un dato elocuente: sólo en Estados Unidos, pionero siempre en todos los negocios, los del cuerpo y los del alma, la venta de psicofármacos ha pasado en veinte años de 800 a 40.000 millones de dólares, explosión comercial para la que ha hecho falta multiplicar -planteemos bien la secuencia causal- el número de pacientes: en 1955 había 355.000 personas en hospitales con un diagnóstico psiquiátrico; en 1987, 1.250.000 recibían pensiones en EE UU por discapacidad asociada a enfermedad mental; en 2007 eran 4 millones; en 2015 eran ya 5 millones. En un libro reciente, Anatomía de una epidemia, el periodista especializado Robert Whitaker ha denunciado esta colusión entre la APA (Asociación Estadounidense de Psiquiatría) y la industria farmacéutica: «están fabricando pacientes para el mercado», y ello a partir del presupuesto falso de que el malestar psíquico es un «problema biológico» que puede curarse con una pastilla. Este presupuesto, que el caso de países como la India o Nigeria revela infundamentado, es inseparable -dice Whitaker- de nuestra obsesión con la felicidad: «La nueva filosofía es: debes ser feliz todo el tiempo, y, si no lo eres, tenemos una píldora».
Ahora bien, la cuestión no es tanto, o no sólo, que se nos quiera hacer creer que las pastillas, funcionales sobre todo a efectos de fomentar la cronicidad de las enfermedades mentales, pueden resolver todos los problemas y proporcionarnos la felicidad sino que hayamos acabado por asumir con toda naturalidad que la felicidad es un derecho y, aún más, una obligación individual. Y que, por lo tanto, la infelicidad es un fracaso y un pecado. Esta perversión cultural del concepto de felicidad, de la que se nutre la industria farmacéutica y el mercado del ocio en general, tiene que ver con el hecho de que los consumidores occidentales consideramos culpable cualquier reacción normal frente al sufrimiento: si lloramos tras el fallecimiento de nuestra madre, si no tenemos ganas de ir a una fiesta tras separarnos de nuestra mujer o si consideramos sombrío y desesperanzador el futuro de la humanidad tras escuchar el noticiario, es que tenemos un problema personal. Nuestro problema, pues, no es la muerte, la separación o la guerra; es nuestra incapacidad para seguir siendo felices -y olvidar y gozar y desmelenarnos- en la adversidad. La desculpabilización del placer ha llegado a extremos tales que se ha invertido en su contrario: la culpabilización del dolor. ¿Lloro porque han matado a mi hermano? Soy un fracasado. ¿Sufro después de divorciarme? Soy insociable y maleducado. ¿Me preocupa el destino de la humanidad? Soy un criminal.
Robert Whitaker tiene razón en que las medicinas no son la solución pero ni acierta con las causas ni aporta un verdadero remedio. Su referencia a países como Nigeria o la India, países donde sin duda se vive peor que en EEUU y donde sin embargo hay menos consumo de psicofármacos y menos casos de depresión, puede inducirnos a una conclusión precipitada y general: la de que la causa de la enfermedad mental es precisamente el tratamiento médico y la de que el verdadero tratamiento médico es, por tanto, suspenderlo. Pero no. Lo que insinúa este dato es más bien que la distribución y cronicidad de las dolencias psíquicas está relacionada con el modo de vida y, si se quiere, con la clase social, con aquella clase social precisamente que tiene acceso al mercado capitalista, tanto al de psicofármacos como al de trabajo, automóviles o entretenimiento manufacturado.
En definitiva, digamos que los pobres se deprimen menos y que, gracias a eso, no consumen psicofármacos que cronificarían su depresión. O también: digamos que los pobres, ausentes del mercado, no consumen psicofármacos -ni carros ni ipads ni ocio proletarizado- y gracias a eso se libran de la depresión. Pero cuidado. No se trata de que la pobreza, es decir, la privación de bienes de consumo, que nos deja desprotegidos frente a la enfermedad y la muerte, nos proteja de la enfermedad mental. Si así fuese, ¡viva la depresión! Tampoco se trata de que la riqueza, fuente de longevidad y bienestar, sea en sí misma patógena. Si así lo fuera, ¡viva la pobreza! Mucho antes de que Whitaker escribiera su Anatomía de una epidemia , nos lo había explicado con sensatez y precisión un psiquiatra español, Guillermo Rendueles, autor de Egolatría, muy crítico, desde hace 40 años, con la psiquiatría clínica estadounidense. En la misma línea se pronunciaba Martín-Baró, fundador de la «psicología de la liberación», asesinado en 1989 en El Salvador junto a Ignacio Ellacuría y sus compañeros jesuitas. Me arriesgaré a hacer un resumen extremadamente banal: lo que implica la pobreza, de manera forzada y a costa de muchas y muy dolorosas privaciones, y lo que impide la riqueza, en su modalidad capitalista, son los vínculos . Es el menor o mayor dominio de los vínculos colectivos, y no la mayor o menor riqueza, lo que explica la menor o mayor difusión de la depresión y la enfermedad mental en nuestras sociedades. La causa de la «epidemia» depresiva en las ciudades occidentales tiene mucho que ver con la despolitización o, si se quiere, la personalización o privatización del conflicto social (paralela a la privatización de la sanidad, la educación o los recursos energéticos). La solución a esta epidemia, por tanto, no es el voto de pobreza sino la repolitización o recolectivización o «nacionalización» de la felicidad. Como dice Guillermo Rendueles, siempre habrá «locos» y la psiquiatría tendrá que hacerse cargo de ellos sin demasiadas esperanzas; pero lo que hay hoy en nuestras ciudades -y en nuestras consultas- no son locos sino «egoístas» dolidos, desgraciados, rotos. Hemos enfermado porque nos han separado; sólo podremos curarnos juntos.
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