(a los treinta años de aquellos asesinatos) Recomponer la realidad partiendo del recuerdo que se tiene de ella es bastante empobrecedor, sobre todo si se trata de momentos tan candentes como lo fueron los de septiembre de 1975 vividos desde la cárcel. En circunstancias así la memoria suele seleccionar los datos que más le convienen, […]
(a los treinta años de aquellos asesinatos)
Recomponer la realidad partiendo del recuerdo que se tiene de ella es bastante empobrecedor, sobre todo si se trata de momentos tan candentes como lo fueron los de septiembre de 1975 vividos desde la cárcel. En circunstancias así la memoria suele seleccionar los datos que más le convienen, destacando unos y relegando otros, como una defensa para hacer más llevadera la situación de peligro. Esta «acomodación protectora» de la realidad que, inconscientemente, la recorta y la adapta en las grandes catástrofes, es precisamente la historia que se fija y más se retiene; la que uno se repite a sí mismo y transmite como verdadera a los demás. No es que uno mienta al hacerlo; es que uno se engaña para sobrevivir a la hecatombe. Se fabrica así, a partir de la fuente misma, un relato chato y lineal, un tanto esquemático, que a veces termina repitiéndose como una estereotipia. La puesta en pie de esa complejísima realidad que se revela en determinados momentos y su recuperación pienso que sólo puede hacerse por la comunicación sensible, a través de la expresión artística, por ejemplo.
Esto, que es válido para la vida en general -ahí está el «Gernika» de Picasso diciendo mucho más sobre aquel bombardeo que un montón de análisis juntos-, lo es aún más para la vida concreta de la cárcel, porque en ella los momentos extraordinarios, las rupturas de la cotidianidad y las situaciones límites son un acontecer constante. Quienes han padecido encierro conocen la intensidad que cobra el mínimo percance allí dentro. Y quienes estaban presos en septiembre de 1975 saben que se vivieron días de gran tensión, una tensión contenida y mordiente, muy distinta de la que sentían los que se batían fuera.
Sucedían tantas cosas a la vez en aquel reducido y agobiante espacio que no daba tiempo a retenerlas. Las noticias pasaban como flashes, a velocidades vertiginosas, sin dar tiempo a reflexionar, y se iban depositando en algún remoto desván de la memoria, donde las siento que yacen enquistadas, con toda su carga emotiva, en un aparente olvido. Como si se tratara de una película virgen, impresionaron el ánimo de tal forma que dejaron en él huellas imborrables que algún día tendré que hacer visibles. Recordando ahora aquello he pensado mucho en los niños de Iraq. ¿Qué horrores les acompañarán para siempre en el futuro actuando desde el aparente olvido?
Recuperar algunos de esos momentos al cabo de los años era, en cierto modo, el objetivo de esta crónica . Pero me ha dado miedo seguir el hilo de mi diario de entonces. «Algún día -escribí en él- reconstruiré estos instantes históricos e infernales...«. Ese día no es todavía hoy. El retorno a esta zona infernal queda aplazado una vez más.
He optado por el paso previo de ir a la Hemeroteca y a través de la Prensa de aquellas semanas conseguir una cierta ordenación cronológica que me saque de la confusión.
Tengo abierto el gran tomo que recoge la Prensa del mes de septiembre en el día 27. «El número de ejecuciones fue el mínimo imprescindible para la necesaria lección de ejemplaridad…». Qué extrañeza y qué emoción sentarme ahora aquí, a los años del asesinato, en ese pupitre viejo y tocar las amarillentas hojas del «ABC», el mismo periódico que nos daban en Yeserías y al que no tuve acceso entonces debido a la incomunicación. Estábamos en huelga de hambre para protestar contra esas penas de muerte que ahora acaban de ser ejecutadas… «…fue el mínimo imprescindible para la necesaria lección de ejemplaridad…». Tengo delante las cinco fotos de los jóvenes. Son casi las mismas que a lo largo de estos años han presidido los homenajes… Hemos recordado tantas veces esta fecha del 27 de septiembre, hemos repetido de tan distintas formas cómo ocurrieron los hechos, cómo se consumó el crimen aquella madrugada, cómo reaccionó el pueblo y el sentido que tuvieron aquellas muertes conmemoradas en cada aniversario y convertidas ya hoy, en Euskalherria, en el Gudari Eguna, que cuando hace poco me comprometí a escribir algo sobre la forma en que vivimos aquellos trágicos acontecimientos en la cárcel de Yeserías, no podía imaginar que las cosas se me iban a complicar tanto.
Aquel amanecer estábamos a la espera. Seguramente estuve escribiendo durante gran parte de la noche, porque el diario ocupa varias páginas, pero sólo recuerdo eso: la larga espera, la atención puesta al mínimo ruido que indicara el regreso de la compañera de Sánchez Bravo que habían llevado a Carabanchel para que se despidiera de su marido. Pese a la hora, seguíamos confiando en ese indulto que en las novelas llega milagrosamente en el último minuto a salvar la vida del que va a morir… Por fin oímos llegar a Silvia, pero no entró en el departamento. Hasta más tarde no la pudimos ver. Cuando nos abrazamos estaba desencajada: había estado con los tres hasta casi el final. Se la veía muy sola, bastante alejada de la organización. Fue cuando me devolvió el anillo.
El anillo se lo había dado yo la noche anterior cuando se confirmó la sentencia y ella consiguió, tras complicadísimos trámites burocráticos, que la llevaran junto a su marido, en capilla se dice. A Silvia la había conocido hacía sólo tres días, cuando el 24, fiesta de la Merced, nos levantaron el castigo. Pero todo esto está confuso, envuelto en una especie de nebulosa y es precisamente lo que quiero que la Prensa de entonces me ayude a situar. Las de la huelga de hambre éramos sólo ocho. Sabíamos que había muchos ingresos porque percibíamos lejano el trajín. Las pocas noticias concretas llegaban por los abogados: una funcionaria nos acompañaba al locutorio; para llegar a él teníamos que pasar por el patio y había cantidad de compañeras nuevas bajo el deslumbrante sol… Las noticias se referían todas a los juicios, a las penas de muerte. Desde fines de agosto estos juicios constituyen como una pesadilla; todo son conjeturas y zozobras. Al regreso nos arrodillamos detrás de la puerta metálica, pegábamos la boca junto a la rendija del suelo y transmitíamos los mensajes. Impresionaba saber que en el pabellón de ingresos dos mujeres incomunicadas esperaban la muerte. mi abogado Ventura era también el abogado de una de ellas, Concha Tristán, y por él seguíamos las aberraciones jurídicas y el grotesco teatro que estaban montando. La clave de aquello está ahí, en esta frase del 27, «…el mínimo imprescindible para la necesaria lección de ejemplaridad…»
El 19 fue el Consejo de Guerra de Txiki. Otaegi hacía ya días que estaba condenado. El sábado 20 vino mi abogado y sin mediar palabra me enseñó por entre los cristales del locutorio el «ABC» abierto por la misma página que estoy viendo ahora. Fue así como me enteré de aquella masiva caída de militantes de ETA y de la muerte de Montxo y de Campillo. Me pareció que era el fin del mundo. «Los matarán», pensé, «a los que quedan con vida los matarán»… y no hay manera de reconstruir las horas siguientes. El 22 nos enteramos de que Txiki había sido condenado a muerte. El tiempo corre, acelerado, contra reloj. Al hojear ahora estos periódicos por primera vez, me doy cuenta de que me faltan datos del exterior… No sabía, por ejemplo, que el Festival de Cine de Donostia se estuviera celebrando -lo mismo que hoy- sobre el telón de estos asesinatos. Ese mismo día el Caudillo, como si nada, recibía a los niños de la Operación Plus Ultra. ¿Qué harán esos niños, ya hombres? ¿Qué pensarán de aquello? ¿Militarán en alguna parte? También en la Universidad Autónoma, el día anterior -ese día en que un mínimo de reflejo humano ha lanzado a tanta gente a la calle a reclamar que no se lleve a cabo el asesinato que se anuncia; ese mismo día, Severo Ochoa, todo un premio Nobel, acepta el homenaje que le rinden, presidido por los Príncipes. Todo un modelo de intelectual que nada tiene que envidiar a los de esta nueva etapa «democrática»…
¿Por qué creía yo, hasta que he recogido los datos de aquella semana, que el cúmulo de catástrofes que estaban ocurriendo se habían producido a lo largo de varios meses? ¿Cómo es posible haber vivido durante tantos años en esta desorientación? Podría silenciar este fallo, pero es importante hablar de estas cosas de las que se habla poco. Confesar que no es fácil la recuperación de aquel tiempo robado. Que lo infernal de la cárcel radica precisamente en esas aparentes minucias que no se ven, en esa tensión, por ejemplo, en ese permanente equilibrio que hay que mantener al borde del abismo para caminar por él y no sucumbir al vértigo del vacío: en los titánicos esfuerzos para conservar la integridad y, sobre todo, la descomunal energía que exige esta resistencia. Los que han estado allí, los que viven hoy en las cárceles de exterminio, saben de qué hablo: esa sensación de consumirse, de quemar más vida de la necesaria para seguir viviendo con dignidad…
Cuando el 24 nos levantaron el castigo y salimos de aquella penumbra celular, había un sol que deslumbraba en aquel extraño patio rectangular lleno de caras desconocidas. He leído hace unos momentos que hubo una gran redada en Valencia. Coincide: Seríamos casi sesenta. Han tenido que habilitar camas en otra galería. Hay una agitación inhabitual: carreras, gritos, abrazos, exclamaciones de alegría, de rabia, de dolor. Las sensibilidades están a flor de piel. La mayoría de las compañeras han sufrido horribles torturas, no ha dado tiempo a encajar el golpe, están traumatizadas, colgadas, en carne viva aún. No paran de llegar abogados; circulan alarmantes noticias que se desmienten al rato y se reafirman después. Se habla de once penas de muerte; de que ésa es sólo la primera tanda de juicios; que le seguirán otras, se auguran más penas de muerte para el grupo de vascos que acaban de detener… Hay una treintena de personas sobre las que puede caer esa pena capital, entre ellas estamos dos del sumario de Carrero Blanco…
A partir de ese contacto con las otras todo se acelera, caótico. Son horas apretadas, densas, presididas por el exceso: la emoción nos desborda y un sentimiento crispante de impotencia que se estrella contra los muros, que sólo me parece soportable en la medida en que, más allá de ellos, hay otros hombres que prolongan la rabia y la cólera que sentimos en este encierro y la concretan en acciones de protesta. «Saber que no estamos solos, que somos parte de ese pueblo que combate en las calles; eso me salva de consumirme en esa ratonera que nos inmoviliza impotentes…», escribí entonces en una carta.
Sé que es un momento crucial, histórico. Estamos viviendo la agonía de un sistema, las últimas sacudidas espasmódicas. Serán más duros que nunca pero por poco tiempo. Eso lo veo muy claro y me angustia: es un problema de meses y eso hace más terribles las sentencias que se anuncian para pasado mañana. Es trágico y desesperante morir justo ahora cuando todo se acaba… Era cuestión de parar el tiempo. Esa obsesión me persigue esa mañana radiante de sol, en ese patio angosto, superpoblado de mujeres que vamos y venimos a la espera de loas acontecimientos. Fue en medio de este desorden cuando conocí a Silvia. Alguien me indicó que su compañero era uno de los condenados y la busqué. Estaba sola. Tenía necesidad de hablar y lo hicimos durante mucho tiempo. Dejé que contara su vida, la de su compañero, la forma en que se habían conocido los dos, en un metro… Tenían aún que confirmar la sentencia pero como cabía esperar lo peor la animé para que preparara la solicitud de visita.
Yo tenía un jersey rojo: siento en la nariz el pelillo áspero que desprende; es una lana mala, la que me han traído dada la urgencia de mi petición. Lo he empezado hace unos días, cuando vi la foto de los detenidos de ETA y me imaginé que los mataban. Empecé como una obsesión ese jersey. Tengo el proyecto de hacer varios, de enviarlos enseguida a Carabanchel, como una pequeña muestra de solidaridad. Es un gesto absurdo, lo sé. Despliego en él una actividad febril que me estimula: en lo que muevo a toda velocidad las agujas, camino y hablo… Son cosas que ocurren y que uno observa, tiempo después, con gran respeto.
«Es necesario que saquemos de este dolor una lección, pero no un trauma…», leo en alguna parte de ese periódico de hace tantísimos años… Cuánta retórica, cuánta palabrería hueca… Pese a los datos que estoy recogiendo no consigo darle continuidad al relato. Hay lagunas inmensas, vacíos… En conjunto, el eco que me llega es horrible, espantoso… De este conjunto amalgamado de emociones, hay algunos momentos que se perfilan y cobran fuerza, como escenas que se iluminaran de pronto.
De pronto, en esa especie de pecera acristalada donde nos apiñamos para oír la TV, se hace un gran silencio. De los once condenados, la pena de muerte queda ratificada para cinco. Se oye un gemido y se desencadenan escenas de todo tipo. Huyo angustiada. Salgo al patio sin que nadie se dé cuenta. Es una noche templada. El patio es como un túnel largo y angosto, horadado por un potente foco que lo perfora a lo largo. Parece una vía muerta por la que estuviera entrando un extraño tren que se me viniera encima. No me importaría que me atropellara, no haría nada por apartarme. Tampoco me importaría que disparase su arma sobre mí el guardia civil que está detrás del faro. No es que quiera morir, lo hago como un desafío: no podrán. Camino hacia el sin pestañear. Es un reto absurdo. El haz blanco está poblado de minúsculas partículas que brillan; me proyectan sombras. Soy como el personaje de un cómic. Camino hasta el final, hasta tocar el muro, debajo de la garita oigo los clics del arma, la respiración del centinela. En una soledad cósmica voy de extremo a extremo de este angosto túnel: de espaldas al faro, de cara al faro: arriba y abajo, deprisa, apretando los dientes, los puños: no me verán llorar, creo que esbozo una sonrisa…son instantes que nunca se cuentan. Y así hasta que toca el timbre para encerrarnos. Antes hablo aún con Silvia. Se va ya a Carabanchel. Nos abrazamos. Busco palabras que no me vienen; sólo encuentro un anillo de aluminio fabricado con los restos de un avión americano que me regalaron los vietnamitas. Hace más de un año, cuando me lo quitaron entre carcajadas en la DGS, su sola huella blanca en el dedo tostado por el sol me dio fuerzas para resistir. Es una pequeña joya. Se lo doy. Le dará fuerza: es la solidaridad que circula. Ese mismo deseo de solidaridad hace que Sánchez Bravo me lo devuelva horas después de llevarlo puesto. Cuando lo recojo, conserva aún el calor de alguien que va ha morir, que estará muriendo en aquellos momentos, ocho pasadas de la mañana, el último calor de un hombre que soñaba con cambiar el orden del mundo. Me lo he puesto y me quema. Paseamos otra vez por el patio, ya de día. Silvia llora y se sincera. Puede que días después se arrepienta de transmitir las últimas y perturbadoras palabras de su compañero. Me espanta la situación del hombre que va a morir con esa lucidez. Guardaré celosamente el secreto. Cuando me quedo sola lloro con una desolación infinita.
Hay otro momento que me hiere tan hondo que sé que no podré superar nunca. Ha venido el abogado a dar noticia de cómo se ha producido la muerte de los cinco. Es muy doloroso, pero lo que ha pasado con Otaegi me paraliza. Cuando le han comunicado la sentencia la ha oído con calma y ha expresado el deseo de ver a su madre y de que vaya su abogado, que es el único que tiene derecho a quedarse con él hasta la ejecución. A medianoche, después de un accidentado viaje, llega la madre acompañada de un pariente y un amigo que ha conducido el coche. Tienen una corta entrevista durante el cual Angel tranquiliza a su amatxo y le dice que acepta morir, que hay otros muchos que lo han hecho antes que él, que no debe apenarse…Cuando se despiden, Angel pregunta por su abogado. Le dicen que no ha podido venir, que tiene lumbago… Me está contando esto el abogado y ya no le escucho. Me falta el aire, el locutorio me da vueltas. Siento una náusea, un vacío muy doloroso y en medio de él el grito atronador «Dónde está el abogado?» Imagino la escena -pasarán los años y la seguiré viendo igual-. Dicen que era tranquilo. Lo veo con aquella calma, alentando a las mujeres, comunicándose malamente en una lengua extranjera porque le han prohibido utilizar el Euskera, malamente y sólo veinte minutos. Se despiden ya. «¿Y el abogado?» Comprende que estará solo, acompañado por extraños, infinitamente solo estas últimas horas, él, que tenía el amor de todo su pueblo… La pregunta me quema como si me la hubieran marcado a fuego. Lloro con desconsuelo. ¿Dónde está ese cabrón de abogado?. Le maldigo, escupo sobre su nombre. No hay perdón para él.
Siguiendo por ahí, al calor de la emoción, sería fácil tirar del hilo y abrir otros puntos de luz para entrar en aquella compleja realidad. Pero sé también que esos puntos que iluminan ocultan las sombras del alrededor en las que puede que se agazape lo más importante de estos días. Vivir en colectivo una situación límite de estas magnitudes produce traumas de los que uno nunca se recupera. la cárcel no es una broma. ¿Dónde situar, por ejemplo, esta fiesta de disfraces que ante el pasmo general se organiza en el departamento del FRAP la misma noche de los fusilamientos? ¿Esta dantesca fiesta «para mantener la moral» cuyos gritos Mari Luz y yo oímos espantadas en un rincón de la cama? Alguna vez tendré el valor de emprender el gran viaje -imprescindible para la cura- y entonces será el momento de hurgar en ese diario que ahora no me atrevo a leer.
Septiembre de 1985-2005