Espectáculos masivos cancelados, sean deportivos, artísticos o musicales; torneos de fútbol como la Eurocopa de Naciones y la Copa América, pospuestos para el año 2021; monedas depreciadas, petróleo abaratado, y mercados de valores dinamitados y con sus indicadores en estrepitosa caída; cruceros en pleno viaje sometidos a cuarentena; calles vacías en las principales capitales europeas, chinas y estadounidenses; fronteras cerradas y aeropuertos vacíos; millones de seres humanos aislados, confinados y en cuarentena; colegios, universidades, bibliotecas y museos cerrados; compras de pánico y estanterías vacías en los almacenes de autoservicio; y miedo diseminado desde las estructuras del poder mediático y desde los grupos reaccionarios que hacen botín político de la calamidad.
Seriamos irresponsables en extremo si adoptásemos ideologías de la conspiración y la propaganda, capaces de sentenciar –sin argumentos fidedignos– que las epidemias contemporáneas son fruto de artimañas de laboratorio para generar y diseminar armas biológicas. Mucho menos damos fe de que esta arma biológica fuese inoculada por los Estados Unidos en China a través de agentes militares con miras a desestabilizar al gigante asiático, o que la nación asiática se beneficiase –tras controlar la enfermedad en los últimos días– con la caída mundial de los mercados bursátiles; o que laboratorios judíos se encuentren lucrando con la epidemia tras crear el virus; o que el agente patógeno escapase del laboratorio de un instituto de investigaciones radicado en la ciudad china de Wuhan; o que sea una «farsa» más de la oposición demócrata (Donald Trump, dixit). Sea desde la reacción o desde el progresismo, ello es un primer síntoma de manipulación mediática. Aunque todo puede ocurrir en un mundo convulso donde se exploran todas las posibilidades para afianzar y extender los mecanismos de poder y dominación, no nos apegamos a esas ideas en tanto no exista contrastación empírica fiable y documentada. Independientemente del «misterioso» origen del virus, el mal está instalado entre nosotros, y no resta más que comprenderlo en su complejidad histórica y en sus manifestaciones e impactos sociales.
Tampoco contamos –como analistas o columnistas– con los suficientes conocimientos biológicos, médicos y técnicos para explicar la génesis e irradiación de una pandemia como la del coronavirus o SARS-CoV-2. De ahí que centremos la atención en las dimensiones políticas, económicas y mediáticas que subyacen en la génesis de la declarada pandemia, así como en el tratamiento faccioso de un problema que, en principio, es epidemiológico.
El miedo y el pánico a la peste y a la muerte es, a lo largo de la historia, un síntoma congénito de la degradación de la humanidad. El triunfo de la muerte, obra pintada en 1562 por Pieter Brueghel, «El Viejo», ofrece testimonio de ello. De ser considerada la peste –a lo largo del belicoso y oscurantista feudalismo europeo– como un castigo divino para alcanzar el cielo, ese miedo cruza a las sociedades contemporáneas, pese a los avances científico/tecnológicos que no nos inmunizan contra los riesgos.
Los virus y sus amenazas marchan a la par de las sociedades humanas y su dispersión es parte de las mismas relaciones sociales que, cada vez más, tienden a intensificarse a escala global. Plagas, gripes, pestes, viruelas, son una constante histórica de la humanidad; y, en su andar, aflora la irracionalidad humana que puede rayar en la locura. Sin embargo, se pierde de vista que los virus y las bacterias son consustanciales a la capacidad de adaptación y co-evolución de los organismos vivos, así como a los equilibrios ambientales y sanitarios. Lo que altera estos equilibrios es la contradictoria y destructiva relación sociedad/naturaleza. Allí están como ejemplos contemporáneos de esta convivencia y desafíos las epidemias del VIH/SIDA, el ébola, la influencia A/H1N1, la gripe aviar o el Síndrome Agudo Respiratorio Severo (SARS). O las 650 mil muertes causadas anualmente por la gripe común en el mundo, que son, en sí, serían más alarmantes que el actual coronavirus Covid-19, pero que son silenciosas o silenciadas.
En su novela titulada La peste (1947), Albert Camus –al referirse a la epidemia de cólera desatada en la ciudad de Orán tras la invasión y colonización de Argelia por parte de los franceses– señala que estos flagelos marchan a contracorriente de toda ley histórica determinista y de todo orden preconcebido al alterarse súbitamente la vida cotidiana de las sociedades y al aflorar, a los ojos de todos, aquello que asumíamos como invisible o inexistente.
La peste negra o peste bubónica fue el contrapeso a la sobrepoblación, hacinamiento y pobreza de la Europa medieval. Entre 1347 y 1353 dio muerte a alrededor de 50 millones de personas y, con ello –tras la escasez de fuerza de trabajo–, derrumbó al feudalismo y a sus instituciones esclerotizadas y asediadas por el cuestionamiento y desconfianza de la población. Se arguye que los viajes de marineros y las relaciones comerciales entre Europa y Asia fueron la correa de transmisión. El Decamerón, escrito entre 1351 y 1353 por Giovanni Boccaccio es fiel testimonio de la devastación que la enfermedad bacteriana dejó en Florencia, al matar a uno de cada cinco habitantes de esa ciudad. El historiador francés, Fernand Braudel, en Civilización material, economía y capitalismo, siglos XV-XVII (tomo I), habla de una hidra de mil cabezas que conforma una estructura cotidiana en la vida de las sociedades humanas. Esa hidra –nos cuenta el historiador– desapareció a más de la mitad de la población europea de aquella época; al tiempo que confinó y segregó en las ciudades a los pobres, mientras los pudientes huían a sus casas de campo.
Para el siglo XVIII, la viruela, dio muerte y desfiguró el rostro y el cuerpo de millones de habitantes. En las comarcas latinoamericanas, los europeos fueron beneficiarios de este mal –que viajó de un continente a otro– al contagiar y matar a millones de defensores de los imperios azteca e inca. La reducción de las poblaciones nativas en estos señoríos fue notable desde el siglo XVI.
A la llamada gripe española, acaecida en 1918, se le atribuyen entre 40 y 100 millones de muertos en el mundo, destacando personas jóvenes y adultas, así como animales (gatos y perros). Una cantidad de defunciones que, incluso, superó a los muertos durante la Primera Gran Guerra, finalizada ese mismo año.
En medio de la vorágine propia de la era de la información y del avance científico y tecnológico, irrumpe el SARS-CoV-2, como un recordatorio al carácter diminuto y efímero de lo humano que, en su afán de dominarlo todo, es subsumido en su intento. Entre las causas profundas que radicalizan la actual pandemia del coronavirus, destacan las siguientes:
La pandemia del coronavirus Covid-19 es una expresión de la devastación ambiental que, si continúan las tendencias actuales, se torna irreversible en el mediano plazo. La misma Organización de las Naciones Unidas (ONU), reconoce que la destrucción y urbanización de los hábitats naturales de los animales por efecto de la mano del hombre, conduce a que los agentes patógenos sean transmitidos de manera acelerada a los ganados y poblaciones humanas. Esto es, existe un origen zoonótico al provenir de animales silvestres o domésticos, mutar y luego infectar a seres humanos. A ello contribuyen, también, la densidad poblacional; la contaminación del aire, agua y suelos; la pérdida de biodiversidad; la expansión de la agroindustria y la ampliación de la frontera agrícola y ganadera; la engorda y crianza industrial de aves, peces, vacas y cerdos, y el uso de antibióticos y antivirales para su inducido crecimiento y posterior comercialización; el tráfico y comercio ilegal de fauna silvestre; la expansión territorial de especies silvestres invasoras; y el cambio climático, que –por ejemplo– aumentó las temperaturas hasta en diez grados en naciones como España durante el mes de marzo del presente año.
Este capitaloceno (término introducido por Jason W. Moore por oposición a la noción de antropoceno) que amenaza con una sexta extinción, es la expresión de una crisis civilizatoria que subsume la naturaleza al irrestricto imperativo del afán de lucro y la acumulación de capital desbocada y concentrada en pocas manos. Al sentirse amenazada y depredada, la naturaleza reacciona en una especie de efecto bumerán contra quienes la expolian y subsumen.
La misma irradiación irrestricta y anárquica de flujos globales, sean de capitales, mercancías, símbolos, información, conocimientos, personas y enfermedades, intensifica la exposición de las sociedades locales/nacionales a riesgos de distinta índole. La globalización nos recuerda que, pese a las tendencias neoaislacionistas, la tierra es nuestra patria común y que aquello que consideramos ajeno, en realidad está introyectado en nuestra convivencia inmediata y cotidiana, pese a que emerja a miles de kilómetros de distancia. Ello muestra que los problemas públicos son comunes y los desafíos son compartidos a escala planetaria. De ahí la importancia de pensar al mundo de hoy como una totalidad sistémica e interrelacionada.
Otro aspecto que subyace a la actual crisis sanitaria es el fundamentalismo de mercado y la exclusión social que le es consustancial. Particularmente, la austeridad fiscal aplicada a los sistemas de salud (los casos de Italia y España son emblemáticos) condujo a que en una década Italia cancelara 70 mil camas de hospital, dejara en situación de abandono a las pequeñas clínicas, y redujese el gasto sanitario respecto a la media europea. Por su parte, España, a principios de año, reduce en más de 18 mil empleados la plantilla laboral de los servicios sanitarios, y profundiza las condiciones de precariedad laboral en el sector. El desmantelamiento y privatización de facto de los sistemas sanitarios (en España, por ejemplo, 30 % del gasto en salud es privado), colocó a las sociedades en una situación de indefensión y limitadas respuestas ante las epidemias. En general, la Unión Europea transitó de 574 camas de hospital por cada 100 mil habitantes en 2006, a 504 (318 camas para el caso de Italia) en el año 2017. En Estados Unidos, el abandono del sistema sanitario se acentúa en las regiones rurales y en los asilos de ancianos; por no mencionar que la industria farmacéutica dejó de invertir –por la limitada rentabilidad– en la investigación básica para nuevos antivirales y antibióticos. Es la transición de la salud como derecho social a la salud como negocio privado.
Este desbordamiento de los servicios sanitarios tras el contagio rápido y masivo, acontecido durante las últimas semanas, bien podría detonar una crisis de legitimidad entre los Estados que sean incapaces de hacer frente a la pandemia.
A la par del individualismo hedonista y el fetiche del consumismo, la desigualdad (según la UNICEF, 3 000 millones de personas no disponen de agua potable y jabón para atender la emergencia sanitaria) se expande y hace de la atomización, la desconfianza y la indiferencia, los dispositivos principales para implosionar la cohesión social y el sentido de comunidad. De ahí que el panóptico digital no sólo vigila, aísla y confina, sino que desinforma y emplea el miedo y el pánico como dispositivos de control social e inmovilización política. Al tiempo que hace de la vulnerabilidad humana un escenario apocalíptico que escapa enteramente a las voluntades del ciudadano.
La declaratoria de varios gobiernos en el mundo marcha en ese sentido. «Estado de calamidad pública» (Brasil); «Estado excepcional de catástrofe» (Chile); «Estado de excepción y toque de queda» (Italia); «Estado de alarma» (España); «soy un presidente en tiempos de guerra» contra «un enemigo externo e invisible» como el «virus chino» (Donald Trump). Son solo algunas connotaciones que remiten a un furibundo retorno del Leviatán, que se muestra dispuesto –en medio de la crisis sanitaria– a declarar un Estado de excepción dictatorial y a enseñar los dientes de la represión y la manu militari. Aflorando con ello una limitación de las libertades humanas fundamentales, en medio del pánico colectivo y el aislamiento forzado. En el caso de China e Israel, el monitoreo de teléfonos, propiedad de enfermos de coronavirus, es una constante por parte de los servicios policíacos y de inteligencia. Parece ser que, vaciado el discurso del terrorismo como enemigo imaginario, es necesario construir una nueva narrativa de seguridad nacional.
Este Leviatán, en realidad, se muestra obsequioso con las grandes corporaciones privadas y con los agentes financieros. En un ejercicio de cuantiosas transferencias de recursos públicos a manos empresariales, se perfila una socialización de las pérdidas privadas, acompañada de una reconcentración de la riqueza en pocas manos. Paquetes iníciales de rescate por 850 mil millones de dólares (50 mmdd serán para las aerolíneas) anunciados por el gobierno estadounidense; el gobierno español hace lo propio al anunciar 200 mil millones de euros, en tanto que Alemania apuesta por 300 mil millones de euros. Por no mencionar las cuantiosas erogaciones que realizarán los sistemas públicos de sanidad para beneficiar a las corporaciones farmacéuticas con la compra masiva de vacunas y medicamentos.
Instalada mediáticamente la idea de que la crisis y la recesión económica serán provocadas por el coronavirus Covid-19, se pierde de vista –intencionadamente– que estos flagelos económicos se arrastran desde tiempo atrás. Esto es, la recesión económica que se cierne sobre el mundo, no es causada por una pandemia, sino por el cambio de patrón energético (las resistencias que genera la transición de la economía fosilizada a las energías alternativas); la «economía de casino» y la desenfrenada hiperespeculación algorítmica controlada por computadoras programadas con antelación; y el largo túnel sin salida seguido desde la crisis inmobiliaria y financiera estallada en el 2008. La pandemia sólo agravará el panorama desolador marcado como tendencia signada por la desaceleración económica mundial acarreada desde el pasado inmediato. Esta idea inoculada en el imaginario social es parte del apocalipsis mediático desatado, y se convierte en pretexto para prever que con esta crisis se perderían –según la Organización Internacional del Trabajo– hasta 25 millones de empleos y serán frenadas las cadenas globales de valor y suministro, con profundos impactos en el sector servicios y una caída generalizada del PIB mundial de hasta 2 o 3 puntos porcentuales según prevén conservadoramente el Banco Mundial y la OCDE (otros, como el especialista en historia económica Albrecht Ritschl, hablan de una caída del 20 %).
Lo que evidencia esta nueva crisis sanitaria del coronavirus Covid-19 es una crisis institucional global que se agudiza con la incapacidad e inoperancia de los Estados para responder a las necesidades sociales básicas. Ante ello, el expediente que resta es el policíaco/represivo fundamentado en la desinformación y el miedo generalizado. Instalado el miedo, lo siguiente es el conflicto; y ello se pierde de vista.
Un Estado minusválido en sus funciones sociales esenciales, aflora como complemento de una red de organismos internacionales incapaces de cohesionar a los líderes políticos y de hacer valer los acuerdos y normas suscritos en los foros y cumbres.
En el ámbito de los mass media, el ciberleviatán y la plaza pública digital, son escenario de rumores, noticias falsas, ideologías de la conspiración, y mentiras de distinta índole, generando con ello una epidemia de ansiedad, angustia y terror que explota la incertidumbre, la vulnerabilidad, el síndrome de la desconfianza y la sospecha, y la impotencia de la población. Esta desinfodemia (una especie de peste de la desinformación y del pánico) es el signo de una (in)cultura política que hace del miedo terrorífico un dispositivo de control social. A su vez, procediendo como verdaderos especialistas científicos en virus, los medios masivos de difusión convencionales, medran con esa situación y la llevan al extremo apocalíptico tras monotematizar y manipular la agenda pública. El negacionismo es otro flagelo que se une a ello, reduciendo la razón y la ciencia a meros ornatos fútiles a los cuales infligir denostación pública y un castigo presupuestario desde el Estado.
La crisis sanitaria evidencia también la reafirmación de los prejuicios y la tentación de recurrir, una vez más, a la estigmatización, el racismo y la xenofobia, que nutren nacionalismos y regionalismos. La búsqueda insaciable de «culpables» diseminadores del virus, no solo se da en la escala de países, sino en las cotidianas relaciones cara a cara de los individuos. Atizando con ello el fuego de la segregación social. El monarca francés Felipe VI hablaba de un viento corrompido proveniente del mundo islámico, para explicar la peste negra del siglo XIV. Hoy se usa la pandemia como mecanismo de disputas y reclamos diplomáticos entre Estados («China es la causante de la aparición del coronavirus»; “Europa no actuó con firmeza ante el avance de la epidemia”). Todo ello muestra el poder de contagio del miedo y el sectarismo.
En suma, la actual pandemia es un radical cuestionamiento al ideal de progreso y al proceso civilizatorio arraigado en el capitalismo. De ahí que la humanidad esté obligada a (re)pensar sus formas de organización social y económica; la relación sociedad/naturaleza; la ausencia de liderazgos políticos; y las posibilidades de una renovada cultura política que subvierta el carácter faccioso de la prensa y las redes sociodigitales. Ello supone, también, reivindicar el conocimiento científico y el periodismo de investigación, sin que ambos sean capturados por intereses creados. La voz de inmunólogos, neumólogos, epidemiólogos, virólogos, alergólogos e infectólogos, es importante para revertir el camino ganado por la percepción –negativa, por supuesto– construida mediáticamente y la marginación del mundo de lo fáctico que torna irrelevante a la verdad.
Amerita (re)pensar el sentido de la cooperación, la ética de la compasión, la empatía, y desmontar esos discursos que invisibilizan y silencian a los excluidos, vulnerables y marginados. Ante un virus que se contagia exponencialmente con facilidad y celeridad y ante el cual no se conocen aún mecanismos de prevención y cura, cabe pensar desde el Estado y la sociedad, en los migrantes, los presos, los homeless o indigentes sin techo, los ancianos, los animales domesticados, que lo mismo radican en las naciones desarrolladas como en el inframundo del subdesarrollo. El continente africano es el otro gran pendiente en medio de la vorágine de la pandemia.
El filósofo Baruch Spinoza (1632-1677) reflexionaba sobre la tensión y la relación mutua entre el miedo y la esperanza, como sentimientos o pasiones primarias entrelazados que conducen a la esclavitud voluntaria en aras de lograr la preservación de la vida. Aunque afirmaba que sin miedo no hay esperanza, y sin esperanza no hay margen para el miedo, cabe postular la necesidad de anteponer el pensamiento utópico en medio de la oscuridad y la incertidumbre. Más urgente resulta esta reivindicación, si lo que está por abrirse es un nuevo ciclo histórico para la humanidad.
Isaac Enríquez Pérez, Académico en la Universidad Nacional Autónoma de México