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Coronavirus y teorías conspirativas

Fuentes: Rebelión

Apenas había empezado a mostrar sus malas intenciones el Covid 19 comenzaron a divulgarse muchas teorías acerca de su origen y propósitos: que había surgido de un laboratorio chino o norteamericano, que fue producto de aviesas intenciones, que fue el resultado de una venganza de la madre naturaleza por el expolio del planeta etc. Poco tardó Trump en sumarse al coro, encantado de haber encontrado un argumento a su favor en su conflicto personal con China. Y en nuestro país no faltó alguna voz que vaticinó el triunfo de los anticuerpos españoles contra los virus chinos. Pero la guinda la pone un manifiesto -anónimo- irónicamente firmado por el FMI, el BM, la OMS y –ya puestos- la ONU, en el cual se nos exhorta a obedecer y quedarnos en casa, “así tu gobierno y todos los países se arrodillarán, nos darán sus reservas de oro (sic) y sus activos y nos pedirán millonarios créditos ya que este es el principal objetivo al inventar esta pandemia y así endeudar a tu país…”

No cabe duda de las conspiraciones existieron y existen. El antisemitismo del Tercer Reich constituyó un ejemplo de la mayor conspiración de nuestra historia y no hace tanto tiempo que se presentaron “pruebas” de las armas de destrucción masiva que poseía Irak para justificar una guerra y hacerse con el control de su petróleo. Nada mejor que la conspiración de un enemigo externo para justificar las propias miserias.

Pero más allá de las intenciones políticas o económicas  a las que responden las teorías conspirativas, podemos preguntarnos la razón de su éxito popular, aun de aquellas que no están inspiradas en un interés concreto, como es el caso, por ejemplo, de los “terraplanistas”, un movimiento que reúne ya a miles de seguidores en el mundo. ¿Por qué la más disparatada de las teorías conspirativas es capaz de reunir en poco tiempo a multitud de fieles adeptos, independientemente de su contenido?

Creo que hay dos razones principales. La primera consiste en la autoafirmación, la ilusión de conseguir una superioridad sobre el común de los mortales: el buen conspirativo se siente por encima de sus conciudadanos y ya sabemos que la autoafirmación es una característica esencial de la condición humana que suele realizarse por medio de la comparación con nuestros semejantes. Creer firmemente en una teoría conspirativa implica colocarse por encima del rebaño y ser capaz de desmontar el pensamiento oficial: “a mí no me engañan”. Es decir: a los demás sí.

Pero la razón principal del éxito de estas teorías consiste en la relativa tranquilidad que aseguran a sus fieles. Porque aun cuando se trate de sucesos trágicos, como es el caso de la pandemia del coronavirus, siempre será preferible atribuirlos a unas cuantas voluntades humanas perversas que a fuerzas ciegas de la naturaleza. Porque si se trata de enemigos racionales me será posible adivinar sus intenciones, predecir sus movimientos, oponernos a sus métodos. Y en último caso comprender lo que nos pasa y dirigir nuestra indignación hacia los responsables de nuestros males. Nada de esto es posible cuando se trata de fuerzas ciegas de la naturaleza, que no responden a nuestros principios morales.

Es el mismo mecanismo mental que originó las religiones animistas y el animismo infantil: toda la naturaleza está impregnada de consciencia, a semejanza de la humana, comenzando por los astros y siguiendo por vegetales y animales. De ahí la atribución de dioses y diosas como gestores de las fuerzas naturales. El sol, la luna, el mar y la lluvia son seres vivientes o al menos tienen dioses que se ocupan de controlar su actividad. Y esto tiene una ventaja evidente: en la medida en que la naturaleza está regida por inteligencias semejantes a las nuestras, está en nuestra mano influir sobre ella, persuadiendo a sus dioses con nuestras súplicas, ofreciéndoles nuestros sacrificios o al menos comprendiendo sus intenciones, como cuando una calamidad es interpretada como un justo castigo a nuestros desvaríos. El monoteísmo no cambia el fondo de la cuestión, solo sustituye la pluralidad de interlocutores con un solo ser que concentra todo el poder sobre la naturaleza.

La secularización ilustrada convierte esas fuerzas sobrenaturales en intenciones humanas que conservan  su aire de familia religioso. Detrás de los fenómenos naturales como la presente irrupción del coronavirus hay fuerzas malignas que lo han provocado intencionadamente, lo dirigen y obtienen suculentos beneficios de él. Los enfrentamientos entre los grandes líderes políticos son una farsa: todos ellos participan en una inmensa conjura para imponer un dominio total sobre la humanidad, eliminando las pocas libertades de las que todavía gozamos. El 5G informático es el instrumento que hará posible el control absoluto de cada ciudadano. El cambio climático no es el resultado de los excesos de un sistema productivo ineficiente sino una consecuencia buscada intencionalmente para controlar las fuerzas productivas y disminuir la población mundial. Etcétera.

Como sucede con todo delirio, el conspiracionismo tiene algo de verdad. No cabe duda de que, como mostró Naomi Klein, los acontecimientos traumáticos de origen natural son inmediatamente aprovechados por quienes tienen los medios de obtener beneficios de ellos. Así sucedió con el tsunami del sudeste asiático y con el huracán Katrina, sucesos hábilmente gestionados por grandes empresas. Y conviene recordar que después de la crisis del 2008 aumentó considerablemente el número de millonarios en España. Pero las teorías de la conspiración van más allá: no se trata de sacar partido de las catástrofes sino de afirmar que han sido provocadas intencionalmente por parte de una conjura mundial tan poderosa que es capaz de manejar no solo las decisiones políticas sino también los fenómenos naturales, como las pandemias o el cambio climático. De manera que toda acción política concreta se vuelve imposible, en la medida en que los responsables del mal constituyen un grupo anónimo que goza de un inmenso poder al que no detienen las fronteras, del cual solo se conocen, en el mejor de los casos, algunos nombres famosos, como  Bill Gates, a quien le ha tocado ser denunciado como jefe supremo de la conspiración.

 De modo que estas hipótesis tremendistas y globales producen en sus creyentes un efecto inmovilista: como la conjura universal es imposible de desmontar, tampoco tiene sentido seguir los pasos que científicos y políticos recomiendan para controlar la pandemia ni luchar por conquistas sociales sectoriales. Sobre todo porque ellos participan también de la conjura universal y los remedios que proponen en lugar de remediar el problema son parte de la conspiración. En particular, las deseadas vacunas provocarán un envenenamiento generalizado, origen de enfermedades peores que las que se pretende erradicar, como el autismo en los niños vacunados, sin contar con la posibilidad de que sean el pretexto para introducir chips en nuestros cuerpos que permitan controlar nuestros movimientos. .

 Max Weber había anunciado “el desencantamiento” del mundo que ha traído la modernidad: A la inversa del salvaje, aun creyente en la existencia de tales poderes, nosotros no tenemos que valernos de medios que obren efectos mágicos para controlar a los espíritus. O incitarlos a la piedad. Esto es algo que se puede lograr por medio de la técnica y la previsión. He aquí, en esencia, el significado de la intelectualización. Pero el pensamiento mágico ha resistido y las teorías conspirativas constituyen una de sus formas. Será inútil tratar de erradicarlas: la posibilidad de encontrar un sentido humano a todos los fenómenos del mundo en el que vivimos está demasiado enraizada en la condición humana.