Al pensar en Julio Cortázar, no sólo evoco su obra y legado cultural, sino que también imagino su andar por las calles y lugares de ciudades tan importantes en su vida como fueron París y La Habana.
Ambas urbes se reflejaron en sus escritos, siendo que la Ciudad de la Luz quedó descrita y se convirtió en cierta forma en un personaje más de la novela Rayuela (1963), y la capital cubana acogió al Julio humano que conoció la renovación de la esperanza tras su identificación con la Revolución y sus proyectos culturales de los que fue difusor y participante.
Cortázar delineó una ruta intelectual, seguramente sin intención, en la que sus viajes y estancias en puntos tan diferentes, pero a la vez tan vinculados para la actividad creativa del autor argentino, dan luz de su propia evolución como escritor y ser humano. París y La Habana eran en la época de Cortázar –y aún hoy lo son-, capitales efervescentes del mundo artístico y político, donde los movimientos de vanguardia encontraron el terreno ideal para su proliferación.
En particular, puedo afirmar que en las diferentes visitas que he realizado a La Habana, he sentido ese aire propio en el que se entremezclan la historia, las letras y el amor sagrado a la convicción del ser. En los recorridos por las calles habaneras, el aroma a tabaco cruza la frontera del café y el ron, y ahí he buscado referencia de las grandes personalidades que han marcado el rumbo intelectual de generaciones, como lo hiciera Cortázar.
Entre las huellas que dejó el escritor argentino en Cuba, se encuentran sus obras publicadas en la isla caribeña, la edición de sus libros y la colaboración que realizó con diferentes medios cubanos, como fue la Revista de la Casa de las Américas, cuyo proyecto dirigía en ese entonces Haydee Santamaría y Roberto Fernández Retamar, quien se convertiría en amigo y camarada de Cortázar, por sus afinidades literarias y su deseo de contribuir a la libertad de los pueblos a través de la cultura y las letras.
Durante los años de amistad, Cortázar y Retamar intercambiaron misivas que hoy sirven de pistas para comprender el contexto y los procesos políticoculturales que comprometieron sus esfuerzos. En su diálogo por correspondencia que los unía desde París a La Habana, y viceversa, Julio fue refiriendo el camino de creación de varias de sus obras, en particular de Rayuela, sobre la que intercambiaron ideas e impresiones, tanto al tiempo en que se escribía como una vez impresa la novela, por ejemplo, el 17 de agosto de 1964, Cortázar envió una carta a Retamar donde le señala que: “te escribo bajo esa impresión maravillosa de que un poeta como tú, que además es un amigo, haya encontrado en Rayuela todo lo que yo puse o traté de poner, y que el libro haya sido un puente entre tú y yo, y que ahora, después de tu carta, yo te sienta tan cerca de mí y tan amigo”.
La correspondencia entre ambos intelectuales afianzó sus lazos y les permitió conocer su sentir sobre los vertiginosos acontecimientos que durante décadas pusieron a prueba sus ideales, pero sobre todo, su vínculo surgido de la conciencia y la afinidad por hacer de las letras algo más que sólo palabras. El 29 de octubre de 1976, Cortázar le confesó a Retamar, que para él “escribir y amar ha sido siempre para mí la misma cosa”. Un reflejo de la unión entre urbes de una amistad trascendente.
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