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La posibilidad del altruismo

Cortesía política y cálculo de vidas

Fuentes: Bostezo nº 2

Si la banalidad del mal anida a veces bajo las rutinas de la eficiencia burocrática, la banalidad del bien reproduce las maneras de la más simple cortesía, cuyo principio encuentra su formulación extrema en el siguiente enunciado: «no estoy dispuesto a dar mi vida por la patria ni por la humanidad ni por el socialismo, […]

Si la banalidad del mal anida a veces bajo las rutinas de la eficiencia burocrática, la banalidad del bien reproduce las maneras de la más simple cortesía, cuyo principio encuentra su formulación extrema en el siguiente enunciado: «no estoy dispuesto a dar mi vida por la patria ni por la humanidad ni por el socialismo, quizás ni siquiera por mi familia. Pero si alguien me lo pide por favor…». En las puertas y en los incendios, en el ascensor y en la nave que se hunde, hay que hacerse a un lado y dejar pasar. El 13 de enero de 1982 un avión de la compañía Air Florida se precipitó sobre el río Potomac, en la ciudad de Washington, haciéndose pedazos contra un puente. Encaramados sobre una miga del fuselaje flotante, a punto también de hundirse en las aguas heladas, los únicos cinco supervivientes aguardaban desesperados la llegada de ayuda. Finalmente un helicóptero los localizó, se detuvo sobre sus cabezas y les arrojó un cable de salvamento. Por cuatro veces el cable fue recogido por Arland Williams, un empleado bancario de 47 años que, por cuatro veces, una detrás de otra, lo sostuvo entre sus manos y lo cedió a sus compañeros de siniestro. Cuando el helicóptero volvió por última vez, era demasiado tarde y las aguas del Potomac se habían tragado a Williams. Desconcertante y grandioso, justamente homenajeado por sus compatriotas y vivo todavía en la memoria moral de la humanidad, todo el heroísmo de su gesto se había reducido a pronunciar en voz alta una frase aprendida de niño y repetida muchas veces antes en circunstancias diferentes: «pase usted primero».

Los buenos modales en el autobús o en la mesa se llaman cortesía; la cortesía en una situación de peligro colectivo se llama altruismo. Como forma extrema de la cortesía, el altruismo de Williams -el altruismo estricto- consiste en ceder el paso a un desconocido inmediato, en dejar pasar por delante a un prójimo neutral en el que no reconocemos a un pariente ni a un amigo ni a un amante sino una simple concreción de cualquiera. Contrapunto de la matanza indiscriminada, hazaña blanca más que ejemplo, su propio estruendo humanitario parece agotar toda su excelencia. Aquellos a los que conviene creer que todas las virtudes son en realidad destilaciones de algún vicio elemental y que todos los beneficios generales tienen su origen en algún pecado particular, podrían incluso recurrir a Kant para demostrar la inmoralidad paradójica inscrita en la cortesía extrema del empleado bancario. Si todos los hombres del mundo, llegado el caso, se comportaran como él, el resultado sería no sólo dramático sino doblemente culpable. En una batalla de egoístas alrededor del cable salvador, bajo el helicóptero apremiante, se salvaría al menos uno. En una batalla de altruistas («usted primero», «no, no, por favor, usted primero») morirían todos. Aún más: en una batalla de altruistas todos serían egoístas: los serían aquellos que se salvasen aceptando la cuerda tendida por el más generoso, pero lo sería sobre todo el condenado que consiguiese imponer a los más egoístas sus propio sacrificio.

Bajo el capitalismo es agradable aceptar la idea de que todos somos más o menos egoístas y de que la suspensión universal de toda forma de egoísmo sería mucho más catastrófica que el vertido simultáneo de todos los vicios particulares en el molde del mercado. Pero afirmar que «todo es egoísmo» no es menos absurdo ni más legítimo que afirmar, al contrario, que «todo es altruismo». De hecho, casi todas las prácticas humanas, incluso las más criminales o conscientemente malvadas, pueden ser descritas como variantes menores de la extrema cortesía sacrificial de Arland Williams. Si definimos el altruismo como el reconocimiento de que «la medida de todas las cosas está fuera del propio cuerpo» y ampliamos su objeto -desde los desconocidos inmediatos- a los conocidos inmediatos (hijos o parientes), los desconocidos remotos (ideas u organizaciones) y los conocidos remotos (la humanidad futura), tenemos que rendirnos a la evidencia de que la reivindicación postmoderna de las sincronías placenteras ha fracasado. Hasta los vicios más destructivos ocultan una virtud fracasada, nombran un proyecto de sacrificio desviado o malogrado. En una sociedad presidida publicitariamente por el «just do it» de los consumidores y los terroristas, las prácticas sacrificiales siguen constituyendo la regla de las acciones y los discursos. Todos somos altruistas: la madre que se sacrifica por su hijo, el soldado que se sacrifica por la patria, el comunista que se sacrifica por el partido, el creyente que se sacrifica por su iglesia («Usque ad effusionem sanguinem» juran los nuevos cardenales ante el Papa), el banquero que se sacrifica por su banco («El Banco está por encima de las personas y bien merece sacrificios», decía Francisco González, directivo del BBVA). Incluso el Durcet de Sade y sus compañeros libertinos encerrados durante 120 días en el castillo de Schenlling con sus víctimas desnudas, perfecto trasunto del nazismo y sus lager, se sacrifican por la «naturaleza tirana» y se resignan a sus placeres como a un «servicio» que deben rendir a las leyes del universo. En cuanto al capitalismo, ninguna formulación es más rotunda que la famosa de Friedrich Hayek, el padre del neoliberalismo, en entrevista concedida en 1981 al diario chileno El Mercurio: «Una sociedad libre requiere de ciertas morales que en última instancia se reducen a la manutención de vidas: no a la manutención de todas las vidas, porque podría ser necesario sacrificar vidas individuales para preservar un número mayor de otras vidas. Por lo tanto, las únicas reglas morales son las que llevan al «cálculo de vidas»: la propiedad y el contrato».

Todo es sacrificio.

Los sacrificadores siempre encuentran a alguien dispuesto a sacrificarse.

Los sacrificadores sacrifican su deseo de ser sacrificados y su disgusto por los sacrificios.

Los que se niegan a ser sacrificados se sacrifican en la lucha contra los sacrificadores.

Pero decir «todo es sacrificio» vale tanto como decir «todo es egoísmo» o «todo es materia» o «todo es luz» o «todo es cuero». Todo, como sabía bien Kierkegaard, es nada; y «nada», como recordaba Marx, reproduce una y otra vez, sin introducir nada nuevo, todas las diferencias reales; es decir, todas las jerarquías de clase.

Lo contrario de la «nada» es la política; es decir, una «medida» que permite medir las diferencias entre los sacrificadores y los sacrificados y entre las distintas clases de sacrificios. La «medida» moral es cualquiera; la medida antropológica es el hijo; la medida general es la razón; las medidas sociales son la igualdad y la fraternidad. Lo contrario de este conjunto de «medidas» que ciñen el ámbito de la política es el «cálculo de vidas». Del autodespilfarro iluminador de Williams a la contabilidad sombría de Hayek, no es la batalla entre los egoístas la que decide el destino del mundo sino el combate a muerte entre los altruistas que prefieren que mueran otros y los egoístas que quieren que vivan todos.

En una situación de emergencia o de peligro colectivo -la sociedad misma- «tener la medida fuera del propio cuerpo» debería ser lo normal. No queremos ser calculados sino medidos; y ser también medidores -y no calculadores- sin tener que despilfarrar la propia vida. Una verdadera medida es la que convierte a todos por igual en sujetos y objetos de altruismo inmediato y generalizado.

No hay más que dos medidas posibles en una situación de emergencia ininterrumpida: Dios o las instituciones. Está la cortesía divina y está la cortesía política; está la extremaunción y está la sanidad pública; está la oración y está el derecho.

Desde hace unos meses, un autobús ateo viene recorriendo distintas capitales de Europa en el marco de una iniciativa emprendida por el biólogo Richard Dawkins. El polémico lema de la campaña es conocido de todos: «Dios probablemente no existe; deje de preocuparse y disfrute de la vida». La debilidad de este eslogan no estriba, como sugería John Brown, en su timidez deicida sino en la perspectiva liberal y eurocéntrica que lo alimenta y que señalaba muy bien Sánchez Ferlosio con estas palabras rotundas: «No sé lo que es hoy en día «gozar de la vida» como no sea gastar dinero y hacer el mamarracho para sofocar el mortal aburrimiento de un mundo malvendido. Pero lo malo de la fe no es que Dios dé preocupaciones, sino todo lo contrario: Dios quita preocupaciones; Dios inhibe, enajena, insensibiliza, embrutece». En Londres o en Madrid, entre las decenas de vallas publicitarias que inducen al consumo ininterrumpido, el eslogan de Dawkins dirige la mirada precisamente hacia los otros señuelos comerciales: «Dios no existe, beba Coca-cola», «Dios no existe, use zapatillas Nike», «Dios no existe, cómprese un Peugeot». Si esto es disfrutar de la vida, debemos recordar que, en cualquier caso, es el capitalismo mismo, fuente de estas maravillas, y no Dios (que se limitó a las montañas y los ríos) el que impide disfrutarlas en una gran parte del mundo; y que es la extensión mortal del capitalismo, con la obstrucción de todo disfrute y la erosión de toda protección, la que hace necesaria la aparición de distintas formas de altruismos: filántropos, sacerdotes, iglesias, mafias, maras. Dios -como las ONGs y la camorra- no impide el disfrute sino la politización.

En «La mujer que silba», la novelista inglesa A.S.Byatt hace decir a uno de sus personajes: «A veces pienso que todo el mundo humano es una vasta reserva de cuidadores de otros cuidadores, que se mueven furtivamente entre una confusión de capitalistas, explotadores, amos y opresores que no podemos ver, y que odiamos automáticamente, pertenecientes a otra especie». El lema del autobús ateo debería decir: «Dios no existe, cuidaos los unos a los otros». Eso es precisamente lo que la Ilustración llamaba «mayoría de edad» para proclamar un estado de dependencia entre iguales que, en ausencia de sacrificadores y salvadores, deben cuidarse los unos a los otros. Incluso en el mejor de los mundos posibles siempre habrá situaciones en las que el autoderroche luminoso e inesperado de un Arland Williams nos sorprenda y nos conmueva, pero en esa permanente situación de emergencia que llamamos sociedad -en la que los niños piden leche, los enfermos remedios, los desnudos vestidos, los ignorantes escuelas- la cortesía debe haber cristalizado siempre ya en el altruismo organizado, estable, colectivo, de las instituciones. Aunque sólo fuera por esto, Cuba debería ser siempre contemplada con el respeto que merece el único -el primer- caso de verdadera «mayoría de edad» política: es decir, de una sociedad que ha nacionalizado el altruismo e institucionalizado la cortesía sin que ello tenga un coste humano -en vidas ajenas- en otra parte.

Como sugiere Oates, en ausencia de instituciones, en presencia de capitalismo, se activa la reserva de cuidadores que sostienen desde fuera la sociedad. Reaparece también Dios como único principio de cortesía en un mundo dominado por el egoísmo organizado. En ausencia de cortesía política, reaparece la cortesía divina (y el heroísmo individual). Y no es extraño que la reaparición de cuidadores individuales y de la idea de Dios con ellos acabe generando también en los rincones más castigados del planeta, de donde las izquierdas laicas fueron arrancadas por la fuerza hace algunas décadas, instituciones políticas y sociales paralelas -véase el éxito de Hamás, Hizbullah o los Hermanos Musulmanes en el mundo árabe- que acaban atrayendo (niños sin leche, enfermos sin remedios, ignorantes sin escuelas) a todos los sacrificados por el «cálculo de vidas» capitalista.

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