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Crónicas de Miami

Cosas que dejé en La Habana

Fuentes: Rebelión

Lo primero es llamar, al país, isla; lo segundo, Castro a Fidel. Luego entre asombros y tropezones, y no cierta vergüenza, ir aprendiendo de «los viejos» toda la sarta de conveniencias y habilidades que un mundo, indiscutiblemente mejor y con mayores posibilidades- y del que, por sobradas referencias que tengas, ni siquiera imaginas-, te ofrece; […]

Lo primero es llamar, al país, isla; lo segundo, Castro a Fidel. Luego entre asombros y tropezones, y no cierta vergüenza, ir aprendiendo de «los viejos» toda la sarta de conveniencias y habilidades que un mundo, indiscutiblemente mejor y con mayores posibilidades- y del que, por sobradas referencias que tengas, ni siquiera imaginas-, te ofrece; la mano amiga que no siempre falta para que, tras el rosario de consejos, vayas integrándote a la «modernidad», que sueltes, de una vez por todas, ese tufo a guajiro que una sociedad subdesarrollada, atrasada y obsoleta, por años, te inculcó; la desventaja que, por tu propio bien, nadie debe notar. Más tarde tus niños serán babys, los amigos nices, anyways el cómo sea y, tu ocupada vida, bussy. Lo que queda pues, a saber, el tratar de vivir en «libertad», hacer de tu existencia lo que te plazca, cuidarte de respetar al otro y, tanto como te sea posible, resguardar tus espacios, no dar detalles, marcar el territorio y meterte en tu cabecita que aquí todo tiene su remuneración, incluso la más mínima ayuda. Entender que serás diferente; diferente, realizable, significativo.

Para el que llega, con toda la carga de perplejidad que la situación condiciona y que será paseado por entre familiares y conocidos como la nueva adquisición alrededor de la cual se desgranarán la mayor parte de los chistes, en esa noche, a costa de su ignorancia, se iniciará un proceso de aprendizaje; difícil pero necesario. El ABC que a todo niño corresponde para que un día, por fin, ande por su pie. La canción de la cigarra que, los ahora maestros, también escucharon de los que, en otro tiempo, a su vez, igual recibieron la misma lección y… ahora sacas la licencia, y te compras el carrito, y te pones a estudiar inglés, y, cuando puedas, te mudas solo, y mejor te pelas porque así no vas a conseguir trabajo, y cuando vayas a la entrevista te quitas el collar, y el lo más conveniente es que te pongas esta ropa, y el no olvides el saludo, y el decir señor, y el sonreír, y el no tengas pena, y el eso es por ahora, para que vayas saliendo, el tú verás después, no hagas ruido, esto costó tanto, no hables del dinero que te dieron; lo esto sí y aquello no que sin dudas, con la mejor intención, pretende acortarte un camino que, de otra manera, se te haría confuso y eterno. El privilegio de aterrizar dentro de una comunidad con características muy propias y que, favorecida, mayoritaria y nada joven en su andadura, alivian el aplatanamiento que, a otros, su buena cuota de sangre, sudor y lágrimas les cuesta. La culpa de ser cubanos.

En el origen de las cosas, sean cual sean los motivos que te trajeron y corran por donde corran tus aspiraciones, dos cuestiones van quedando, entonces, bien definidas: el mimetismo en la actitud y el reconocerse, dentro de los grupos que conforman la emigración, «distinto», que, traducido, sería algo así como «superior». Aunque te juntes- con la seguridad que te ofrecen ciertos documentos y el orgullo que ya traes de no llamar a nadie «doña» ni «patrón» ni «mi amito»-, desde el comienzo esos de cara redonda, metales en los dientes, pelo lacio y poca estatura, «los indios», nada tendrán que ver contigo. Como tampoco, en el fondo, el dominicano o el boricua, o el que sea, para quienes, ante la más mínima discordancia, siempre tendrás la culpa o bien de su procedencia o, influido por esas clasificaciones a priori que los enlazan, irremediablemente, a procederes bajos y nefastas conductas, las palabras que el mito coloca en tu oído sin tomarse la molestia de discernir. Acusación entredientes porque, también, percibes poco a poco que aquí la ley es muy dura y que el prejuicio no existe; ni el distingo, ni el discriminar; que ante la sociedad, y sus ojos, todos somos iguales y se cuenta con los mismos derechos más que te creas lo contrario; que te rodea la democracia; que hay muchísimas cosas que, aún, debes de comprender si, como se supone, quieres ser un digno merecedor de ella; y hay frases que se callan y frases que se dicen y asuntos que, es oportuno, mantener a buen recaudo en aras de una existencia serena y apacible. O ¿no es acaso, eso, tras lo que estás?

Y llegarán las mentirillas. Casi sin notarlo. Y una capa transparente de confort y lindura que no dejará tiempo para que mastiques ante tanto por digerir que se te encima. Todo tan limpio, tan meticulosamente organizado, tan para el más exigente de los gustos, refinado, envuelto, colorido, perfecto que, por una puñetera vez en tu vida, vas sintiéndote por fin, de verdad, persona. Y, bajo el atolondro, te parecerán tus oportunidades infinitas y piensas en el calor de La Habana que ya no tendrás que sufrir, y en los resabios, y en el hambre, y en las paredes descascaradas y en la pena por los de allá, que seguirán lidiando con lo suyo sin tener la menor idea de lo que se pierden, lo que desconocen, lo que jamás conseguirán, ni podrán comer, ni visitar, ni vestir, ni disfrutar si no salen y abandonan la miseria que, no un país del Tercer mundo sino uno condenado al ostracismo por caprichos de alguien, convirtiese en la lástima frente a la que ahora, por supuesto, no te encuentras. Y ya no importará nada. Ni los códigos y mensajes que tengas que asumir. Ni las pequeñas miserias. Ni los clichés. Ni tu salvación individual como única doctrina. Ni la telenovela mexicana que, mirándolo bien, no es tan mala. Ni los anuncios que te interrumpen la película. Ni los 1.99 que, después, serán 2.25. Ni el «aquí se viene a trabajar no a hacer amigos». Ni el vecino del que no sabes ni el nombre. Ni la soledad. Ni el desamparo. Ni el que todos traten de engañarte ofreciéndote el caramelo que, luego, no resulta tal. Porque qué relevancia tendría el que deba de pagar si es que me enfermo, sacar las cuentas para que mi hijo estudie, volverme arisco, arrogante, díscolo, siempre a la defensiva y buscando responsables si es que, cuando termine la jornada, tendré, igual, mi cheque con el que hacer lo que me dé la gana y, por cada minuto que me reviente, recibiré mi recompensa como se presume que sea. Si consigo lo que antes no. Si se me valora.

Lo primero es comenzar a llamar, a tu país, isla. Luego, entre otras cosas, formar parte de la homogeneidad. Redescubrir a Dios, oponerte al aborto, celebrar el babyshower y, callandito, construir tu familia dentro de, según dicen los periódicos, un mínimo de seguridad social y personal con el aliciente de un progreso propio que siempre está en veremos, a punto de tocar a tu puerta, configurado en un mañana que casi casi puedo tocar con la mano; de hecho imposible de realización en la tierra que fue testigo de tu nacimiento. Poco vale que no seas ya un nombre, que jamás el «yo» sino «este», «uno», «cualquiera», quien haga falta para ocupar el hueco que puede llenarse, para que funcione la centrífuga, lo mismo contigo que con el que estuvo antes o quien venga después. Que te difumines en medio de ese todo inmenso donde el héroe siempre es otro y tu ilusión manejada para que imagines que, en la próxima aventura, el protagónico, entonces, te toque a ti. Qué sentido la solidaridad. Qué de provecho en desprenderme si es que no voy a recibir nada a cambio. Para qué complicarme cuestionándome lo de las divisiones y el lugar reservado para quien posee más, y la isla a donde no tengo acceso porque ahí tiene su residencia no sé quién; que los límites los marque no tu espíritu sino la reserva de posesiones materiales de que dispongas. A cuentas de qué si es este el mejor sitio para que viva un pobre, si, en el diseño, hay dependencias y sucursales pensadas para mí, si puedo mantener mi pelo a punto, si mis urgencias, mis primeras necesidades, las tengo garantizadas, si escojo, si desecho, revuelco, veo ofertas, me las arreglo, con sólo disponer de un tiempito, para tener lo que tengo que tener sin que se note mucho, en mis ahorros, el gasto.

Y es que en La Habana quedan, cuando menos, los referentes. Una vieja manera de interpretar los conceptos que decodifico sustituyendo lo que pensaba por lo que  las nuevas relaciones me van develando. Se replantean los objetivos, y suplanto lo que poco me aporta con aquello que me permita encajar dentro del conjunto sin desentonar. Igual engañaré, y me mostraré adecuado y tendré una noción de las reglas y normas por las que regirme en medio de las que aparento sin que esto signifique abandonar mis principios porque hipocresía era otra cosa. Como otra cosa vocación humana, esencia, costumbre, humillación, soberbia, sometimiento, doble moral. En aras de mi bienestar sencillez y naturalidad se funden con los «buenos modales», particularidad con las ropas que use, hombre de bien con mi capacidad de no equivocarme y, permanencia, con los recursos de que disponga para no parecer demasiado «extraño». Más que me rodee de carteles reprobatorios, que, frente al último desliz, nada valga mi hoja de servicios inmaculada y correcta, que me moleste, que me altere casi todo el tiempo, que no pueda, a veces, contener mi agresividad y me descubra, de pronto, huraño e intolerante; que presientas, tu sonrisa, impostada y, tus respuestas, convenientes, calculadas, a tono; que declares un cariño vacío, que prometas escribir, llamar, verle mañana sabiendo que todo es falso, que no vas a cumplir ninguna promesa, que esas caritas y esas maneras suaves son sólo formas desesperadas de sobrevivir entre tanta gente tan necesitada de pareceres como tú. Que agradezcas y des la razón actuando en esta película que es tu vida misma pero, preferible a la que, ni siquiera, garantizaba tu subsistencia como merecías. Y cierta mezquindad comienza a corroer tus bordes y lo de ayudar al pró-jimo un asunto extremadamente complicado que quedará para las frases que sueltes en la iglesia porque cada cual debe arreglárselas como puede, lo mismo que, rompiéndote las uñas, te has visto necesitado tú de hacer.

Tan rápido como decirlo de quienes nos arrimamos se va desprendiendo la maravilla del sonrojo. Urgimos de hacernos fuertes, bloquear cualquier atisbo de debilidad, camuflar el lado vulnerable. Otra especie de lucha que, ni remotamente, ha de asomar por sobre la superficie porque de lo endeble, entiéndase lo humano, es imposible fabricar algo provechoso; no sería bien visto. Y, sin percibirlo, nos disolvemos por entre lo conservador, y, ajenos, nos volvemos estáticos, conciliatorios, convencionales, sin tiempo para rumiar lo que digerimos y, pasivos, receptores fáciles de un modelo que pretende devolvernos una cubanidad en la mayor parte de los casos exteriorista y vana. Al asombro inicial imponer un más de lo mismo que no te deja opciones. El talento que se reduce a bajar la parada, la humildad que se desvanece, lo popular que se convierte en esas notas altisonantes y vulgares del relajo que serán el reflejo de, no otra, sino tu cultura. Sin embargo llevadero, pasable, insignificante, entendible para la coyuntura porque, de algún modo, en estos momentos, soy dueño de algo. Porque es real la ilusión. Porque es un universo, confuso, inmenso, incomprensible, vasto, en el cual es posible hallar de todo. Otra vez, en la pantalla, el fantasma de la infinitud.

Más que el dolor, para salir airoso de este reto, quien se «adelanta» se verá precisado a dejar, por el camino, el manojo de cotidianidades que lo semejaban propio. Las esencias aparecerán configuradas bajo otras características; lo secundario copará el lugar reservado para los grandes retos. Tendrá que priorizar el venderse de manera eficaz, realista, convincente y descubrir que, también, cuándo, cómo, dónde y con qué actitud se expresa es igual de vital que procurarse el alimento o acudir con puntualidad a la cita. Priorizar que felicidad es lo que puedas adquirir y, sentido de la vida, pensar de qué forma ganar mucho más dinero. Dormirse en el metro de las dietas y los ejercicios y las cremas y las cirugías y el aspecto y la figura y la traza y pasar indiferente por el lado de la belleza cuando belleza se ha transformado en algo poco menos que una utopía. Hablando de amor, y de espiritualidad, y de progreso; con una idea fija del mundo que será la que recibes por el periódico o la televisión. Sintiéndote seguro en el pozo frío a donde te han confinado. Armando tus argumentos desde la distancia; sin compromiso, sin riesgos, sin provocación, estimular conmociones o quebrantar estereotipos. Sin matices, transcurriendo.

Ahora sacas la licencia- te dicen- y te compras el carrito, y te pones a estudiar inglés, y, cuando puedas, te mudas solo, y mejor te pelas porque, así, no vas a conseguir trabajo, y el no olvides saludar, y el decir señor, y el sonreír, y se distancian los segundos para leer el libro y te enteras menos de la película alemana que nadie te sugiere y tiras a la basura las advertencias previas porque, contigo, no ocurrirá lo mismo, y nada se seduce, y navegas claro, y estás seguro de lo que eres, y no te dejarás agarrar por esas menudencias puesto que por algo cuentas con una personalidad sólida que ninguna estratagema, por muy bien montada que luzca, conseguirá modificar. Cuando vayas a la entrevista te quitas el collar- te recomiendan- y lo más conveniente es que te pongas esta camisa y, de modo sutil, vas acercando, tu cuello, al aro, convencido en el barullo de que no es verdad que lo estés haciendo. Como, sin percatarte, se teñirá asimismo tu simple diario y tu oración, en el instante menos esperado, de su matiz político. Que ni te va ni te viene pero que no estorba. Que se acerca cual parte del mismo juego de fruslerías que incorporas siguiendo de largo porque, de todas formas, ya estás en un país donde puedes llegar a lo más alto con esfuerzo, ahorro y sentido de empresa. Donde toma tu piel otro color. Y hay aires acondicionados centrales. Y, con sacar un boleto, llegar hasta Roma. Y cámaras de vídeo, y de fotos, y una computadora enfrente para volar hacia los más remotos confines del mundo. Y sitios maravillosos a donde llevar a tus hijos. Y películas pornográficas con las que desahogarte, muñecas inflables, líneas de teléfonos «calientes»; mujeres que bailan desnudas con total derecho. Suficientes escapes que, aún cuando no los hayas probado, se mantienen como probabilidad. Donde nadie, en tu refugio, te molesta.

Viene el desvalido. Todos se alegrarán de tener a uno más de esta parte. Antes de convertirse en humo, en quien no me quedará espacio para visitar, otro desperdigado del que tendré noticias de vez en cuando, quizás un estorbo, se dispondrá el tur de iniciación que corresponde. A lo que ya de por sí le toca, que es bastante – incluida la imposibilidad del regreso-, se unirá entonces la nostalgia que se asomará algún día. Sin que pueda evitarlo. Fuerte, demoledora, auténtica. Y te sorprenderás diciendo que lo hiciste por tus hijos, que si no fuera por el acoso, que alguien debe de preocuparse por sostener a sus padres y te ha tocado a ti, que, no más morirse «aquel»- como has oído, a otros, decir por lo bajo- saldrás corriendo al aeropuerto para ser de los primeros en coger el avión. Con los ojos bien abiertos en lo sucesivo, la conciencia despejada, caminando con pies de plomo para conservar intacto lo que mejor trajo de él. Recio en la lucha que pretenderá a cada segundo arrancarle eso que llamamos sentimiento, aunque puede que, para entonces, sentimiento no sea, como la mayor parte de lo que le rodea, la misma cosa.

Todo tan limpio, tan meticulosamente organizado.

© 2006 Aramís Castañeda Pérez de Alejo es crítico santaclareño radicado en Miami – [email protected]