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Cotidianidad de la masa y el poder

Fuentes: Rebelión

«La masa ya no se conforma con piadosas condiciones y promesas, quiere experimentar ella misma el supremo sentimiento de su potencia y pasión salvajes, y, para este fin, siempre vuelve a utilizar lo que le brindan las ocasiones y las exigencias sociales.«         Elías Canetti. Masa y Poder. Se hace palpable un ambiente distinto cargado […]


«La masa ya no se conforma con piadosas condiciones y promesas, quiere experimentar ella misma el supremo sentimiento de su potencia y pasión salvajes, y, para este fin, siempre vuelve a utilizar lo que le brindan las ocasiones y las exigencias sociales.«

        Elías Canetti. Masa y Poder.

Se hace palpable un ambiente distinto cargado de sensaciones difíciles de describir. Las personas se van reuniendo a media que van llegado al lugar de encuentro. Los organizadores y los más entusiastas han arribado horas antes y ya desarrollan una febril actividad. Saludos van y vienen, los comentarios sobre las repercusiones de la movilización constituyen tema central, seguidos por los de la magnitud de la asistencia a la marcha, plantón, mitin, manifestación, aglutinación, concentración, etc. Algún entremés ligero y luego al empoderamiento de los símbolos de protesta a exhibir en forma de pancartas, pendones, disfraces, canticos; llegan los grupos de danzantes y tamborileros, aparecen quienes realizan las pintadas (grafiteros, algo muy latinoamericano), etc. La imaginación en estos casos es muy extensa y en cada lugar apreciamos variaciones en concordancia con costumbres autóctonas. La constante son los jóvenes, quienes se hallan en primera línea entregando su inestimable valor, alegría y espontaneidad contagiosa.

Cuando el acto convocado se inicia la masa de seres humanos se convierte como por arte de magia en un ser viviente tomando autonomía de la individualidad de sus componentes; es el nacimiento de un ser multiforme que por sus dimensiones sorprende e inclusive intimida a los elementos que le conforman y a quienes indiferentes o hasta hostiles lo presencian. A medida que la masa va calentado gargantas, pies, palmas, e instrumentos musicales, toma intensidad su sentido de unidad; su fuerza es sentida por las estructuras del mando político, las cuales ya advertidas tienen en sus manos agresivos aparatos de contención prestos a ser empleados, los cuales en occidente poseen una uniformidad en cuanto a apariencia y actitudes proveniente de cursos y manuales de talante pentagonal, que les sirven de acerbo instructivo a sus maneras de implacable escarmiento.

La tensión se siente al poco tiempo cuando los lemas, cánticos y ritmos se hacen más altisonantes y los actuantes adquieren conciencia de su unidad y capacidad. Un choque de fuerzas abiertamente desiguales en lo físico queda planteado; la masa de protestantes esgrimiendo su número, diversidad organizativa ilimitada, alegría, creatividad, símbolos silenciosos y grandilocuentes, planteando derechos negados o arrebatados desde tiempo atrás; versus, contingentes de policía frecuentemente militarizados, acechantes, de rostros alterados por el nerviosismo, con su ordenamiento espacial y protecciones recordantes de las legiones romanas, y nombres calculadamente asépticos y hasta adaptados a divisiones políticas o lingüísticas, ya sean cuerpos especiales o policía en general: División de Operaciones Urbanas de Contención, Control de Disturbios, Seguridad Pública (granaderos), Fuerzas Disponibles, Antidisturbios, Compañías Republicanas de Seguridad, Mossos d’ Escuadra, Ertzaintza, etc. En realidad le son asignados propósitos mucho más allá de sus declaradas funciones, cuestión comprensible hasta por el más desprevenido espectador.

Unos con el júbilo de la seguridad proveniente de la conjunción y el desparpajo de la irreverencia ante denostadas jefaturas gubernamentales de cualquier nivel, agitando consignas de solidaridad y reivindicación; los uniformados con el crujir de dientes, persistente entrenamiento para blandir el garrote y acatar toda orden por cruel que sea ante el menor gesto del mando en la retaguardia. A su vez los medios de comunicación abrumadoramente voceros de plutócratas se encuentran listos a registrar cualquier desmán de la turba y adornarla con machacantes comentarios descalificadores; ciertamente son parte del grupo uniformado de choque aparentando una ridícula neutralidad.

Con o sin acciones de fuerza entre la masa y los uniformados aquella es tenida por amenaza desbordante, susceptible de desestructurar rigideces legales, pactos de coalición, censuras atávicas, de inhibir órdenes razonables o absurdas, en fin, hacer impracticable los ritmos sociales trastocando el balance de poderes existente; la presencia de la muchedumbre politizada hace ver precarios en muchos momentos a los aparatosos y crispados destacamentos policiales. ¡Vaya amenaza!

La masa congregada es el arquetipo de la oposición física y organizada a las relaciones sociales imperantes, teniendo en cuenta que el repertorio de acciones reivindicativas de la población es limitado, siendo la movilización estructurada y politizada de cualquier tipo parte central de las mismas, con sus actos colectivos dirigidos hacia intereses comunes [1]; es pertinente recordar como gracias a movilizaciones anteriores el mundo político de hoy, con sus pros y contras, existe.

La reunión políticamente reclamante como experiencia directa, no mediatizada, hombro a hombro, aliento a aliento, voz a voz, permite otorgar seguridad de expresión a quienes nunca se les ha permitido ser elocuentes, sentir cual es su tono, empleando su ser político y su ser comunicativo a través de la palabra combinada con su agigantada capacidad física. Un fenómeno debido a que sencillamente «el poder brota donde quiera que la gente se una y actué en concierto» [2]. Un poder entendido como la capacidad de los seres humanos que nos permite alcanzar objetivos presentados por la naturaleza o el medio ambiente, o los propuestos por nosotros mismos.

La amenaza de una reunión de masas politizada es sin duda real para el orden establecido, una expresión patente de la aparición de un poder, el cual no es en esos momentos controlado por los diversos entes gubernamentales de coacción; surge entonces una situación de grave peligro para las oligarquías dominantes. El poder en las calles evidentemente es percibido por quienes participan de tales movilizaciones planificadas o no; es consecuencia de una de las características del poder pues este «siempre requiere de mucha gente [3]«.

Ante tal perspectiva los gobiernos dirigiendo estados opulentos o pobres no escatiman dinero y recursos humanos para la contención de este continuado peligro activado notoriamente cada vez que se implementan medidas gubernamentales en contra de las mayorías; los presupuestos en estos rublos opresivos jamás van a la baja y las investigaciones para idear nuevos artilugios físicos o químicos para dispersar aquel levantisco cuerpo viviente son permanentes. Nunca falta el científico deshumanizado, es decir anticientífico, que las realice por la paga.

No es para menos, la historia demuestra en occidente desde 1789 que estos asociados activos y decididos en la vía pública representan un desafío a cualquier autoridad instaurada. Ya no es posible la masacre de miles de usanza común hasta hace poco menos de un siglo para disolver este cuerpo social en movimiento y vociferación (como en Rusia el Domingo Sangriento de San Petersburgo del 22 de enero de 1905 por parte del Zar; en Chile la Masacre de Santa María de Iquique del 21 de diciembre de 1907 bajo el gobierno de Pedro Montt; o en Colombia la Masacre de las Bananeras del 6 de diciembre de 1928, en el gobierno de Miguel Abadía Méndez); por tanto a fin de evitar el rechazo generalizado por estos días los métodos oficiales de contienda contra las muchedumbres organizadas han de ser dosificados pero firmes, sofisticados y sin embargo efectivos, discretos y a la vez ejemplarizantes, es decir toda una cadena de contradicciones.

A fin de contrarrestar una fuerza social tan formidable es notable la entrada en escena de la violencia oficial como contrapeso equilibrante de la balanza que se ha inclinado en favor de las masas de indignados, occupy, desempleados, sindicalistas, obreros, campesinos, estudiantes, oficinistas, minorías étnicas y sociales, etc. Esto ocurre como consecuencia del hecho de que la violencia puede prescindir hasta cierto punto del poder emergido de la masa retadora por depender fundamentalmente de implementos, es decir, la violencia posee un fuerte componente instrumental [4]. Esta es la razón de la infaltable apelación a actos de fuerza protagonizados por diversos destacamentos de choque del gobierno que sea, con sus artilugios destinados fundamentalmente a propinar el mayor castigo posible a quienes osan realizar tamaña provocación.

La ordenación de la represión emergida en tales circunstancias, su actuar sincronizado y en las condiciones favorables citadas, indica la existencia de un dominio efectivo y actuante como fortaleza máxima de la oligarquía, de mayor entidad incluso que la propia panoplia policial por sofisticada que sea; la ventaja sobre la masa radica esencialmente en una organización superior del poder, esto es la solidaridad organizada y constante de los amos [5]. Por ello lo pretendido urgentemente las minorías en situaciones como la descrita, es desarticular de cualquier manera la transitoria solidaridad intensificada y actuante de las masas.

De lo anterior podemos colegir como la pérdida de poder de gobierno de turno, así sea momentáneo, convierte en tentación su sustitución por la violencia «y que en tales casos la violencia misma resulta impotente» [6]. Por tanto los excesos están al orden del día a pesar de lo contraproducentes que puedan ser en ejecución de una dinámica irrevocable; los actos de brutalidad de los destacamentos policiales como primera línea del statu quo , resultan inherentes a la ausencia de poder, circunstancial al menos, de parte de quienes despachan en palacetes burocráticos. Aún en el siglo XXI la ferocidad es parte de la ostensible contradicción resultante de gobernar en contra de las mayorías, y formalmente tener que consentir sus respuestas organizadas y efectivas en aras del respeto de derechos conquistados con sangre (y no es una metáfora), desde hace una centuria.

Los gobernantes como agentes al servicio de minorías plutocráticas deben idear formas de control poblacional cada vez menos explícitamente coercitivas y a la vez se ven abocados a aplicar políticas cada vez más francamente pauperizantes y excluyentes de acuerdo con los mandatos del capitalismo imperante, en un tiempo en el cual a pesar de la incesante propaganda paralizante casi nadie parece sentirse aislado de las consecuencias de los desastres sociales impuestos. Los riesgos para quienes toman las decisiones en el estado contemporáneo son enormes a causa de las posibles consecuencias ante la población en el campo del poder político de la aplicación brutal de la represión:

«Cuando la violencia carece del apoyo y del freno del poder, se opera la famosa inversión de medios y fines. Entonces, los medios destructivos determinan el fin con la consecuencia de que el fin será la destrucción de todo poder» [7].

La violencia desbocada de los entes policiales obrando incluso con fina planificación, tiende a mantenerse como forma primordial de control social deviniendo en el terror, una forma de controlar grandes poblaciones, muy utilizada en ciertas circunstancias históricas de la cual América Latina ha sido buen ejemplo:

«El terror no es lo mismo que la violencia es, más bien, la forma de gobierno que nace cuando la violencia, tras destruir todo poder en vez de abdicar mantiene el control absoluto» [8].

El problema crucial para administradores del gobierno y sus opulentos empleadores es hasta ahora insoluble sin utilizar los mismos métodos oprobiosos de tiranos de recordación infausta en la historia. El animal político humano realiza por efecto de su solidaridad y sentido de pertenencia a la especie, una construcción imposible de destruir sin afectar también a instituciones sustentadoras del dominio de las minorías detentadoras de la riqueza colectiva, como las fuerzas de seguridad.

Por tanto la estrategia de control social es hacer que la violencia oficial busque en este contexto empujar a la masa al terreno propicio para ser objeto de medidas de fuerza tan ilimitadas como en el pasado, conducirla donde pueda ser demolida con facilidad la base de su poder: su unidad y capacidad de representación; atacando el respaldo de las abrumadoras mayorías pasivas, que tácitamente les apoyan, desacreditando sus actos como ‘incivilizados’.

Observamos así como la brutalidad represiva fundamentada en la aplastante superioridad policial en instrumentos para causar daño, pretende de tal manera un castigo físico (propinar dolor al cuerpo), pero también y más fundamentalmente, una instintiva reacción de fuerza de parte de los manifestantes injuriados de palabra (tormento psicológico) y obra. Dicha reacción de estos ya sea contra las autoridades policiales parapetadas en sus ampulosos trajes, cascos, corazas, escudos y vehículos blindados, etc., o contra símbolos difusos o palpables del dominio excluyente, coloca a toda la masa y no sólo a quienes reaccionan a las agresiones policiales, como legítimos objetos de punición ya sea en el presente o hacia el futuro. Concretamente los medios de difusión férreamente controlados por quienes realmente dirigen al gobierno, ejercitan mediante periodistas amaestrados el papel de señaladores de los vándalos, gamberros, forajidos, o antisociales miembros de la masa, calificados de tal manera en procura de facilitar la aceptación general de la represión legal o ilegal. Se pretende aislar al ciudadano o ciudadana del común, es decir de clase media, de la protesta social callejera haciéndola ver como innoble, caótica, sin fines precisos y amenazante de sus valores, a la vez que se desvía la atención general de las reclamaciones habitualmente desesperadas de la población.

En determinadas situaciones son relevantes los infiltrados de los cuerpos secretos estatales en los actos populares de masas, quienes actúan como provocadores o cuando menos maliciosos alborotadores, intentando reconducir a los manifestantes hacia acciones contrarias a sus intereses con agresiones visibles, arteras y no provocadas a los cuerpos policiales, a símbolos de lo que se pretende defender con las movilizaciones, argumentando con ello la respuesta bárbara gubernamental sobre todo el conglomerado reclamante. Un somero análisis sobre a quién beneficia estos actos (Quid Prodest), puede arrojar luces sobre si quienes utilizan la fuerza en la movilización son elementos propios de la protesta social o parte de las tácticas policivas de actuación con bandera falsa.

No obstante, a pesar de los castigos y el constante intento trapacero de manipular un rechazo social, junto con la penalización carcelaria de la protesta abierta, la naturaleza humana presenta tales características colectivas o individuales de resistencia biológica y social, que el arrojo y la temeridad se hacen constantes [9] a cada golpe extractivo económico, despojo de valores culturales, afrenta a la dignidad, hastío con el cinismo, o muerte y/o ultraje a congéneres cercanos o en la lejanía.

Por consiguiente, en acontecimientos álgidos internos y de correlativa dominación foránea exacerbada, una golpiza, una detención-agresión, un confinamiento carcelario, no son estimados como suficientes para aleccionar a las testarudas multitudes por parte de los más aviesos planificadores del control social violento, estableciendo estos un precio más elevado para la actuación organizada callejera, ante la conciencia de las masas sobre la magnitud de su poder.

Allí aparece la violencia mortal del francotirador disparando desde las filas oficiales, el ensañamiento en los garrotes oficiales contra los más indefensos en las cargas policiales, la utilización de armamentos prohibidos por las convenciones sobre la guerra, en general la causación intencional de lesiones graves. Las ocasiones en las cuales han ocurrido hechos como los enunciados en América Latina y otras naciones abocadas a la indignación actuante, no dejan campo a la estimación de la ocurrencia de abusos esporádicos, proceder de manzanas podridas, o hechos fortuitos; México (Javier Cortés, Alexis Benjumea, San Salvador de Atenco 2006), Colombia (Nicolás Neira, Bogotá 2005), Chile (Manuel Gutiérrez Reinoso, Santiago 2011), Honduras (Francisco Alvarado, Tegucigalpa 2009), Grecia (Alexandros Grigoropulos, Atenas 2008) o Italia (Carlo Giuliani, Génova 2001), entre otros muchos casos, pueden dar testimonio de esta especie de elevación del costo social de la protesta abierta con homicidios mediante arma de fuego y asimiladas o golpiza policial durante amplias movilizaciones sociales. Es el regreso de la pena de muerte para los movilizados, esta vez de manera esporádica y dosificada.

La implantación de una táctica de amedrentamiento en movilizaciones sociales con consecuencias mortales o lesiones de gravedad en occidente, en determinadas situaciones de escalamiento de la organización popular es evidente; en estas circunstancias viene a la mente aquella frase de Erasmo de Rotterdam: «A partir de entonces los imperios caen en manos de los peores criminales y, en consecuencia, las armas se esgrimen caprichosamente contra cualquiera» [10].

Europa y Estados Unidos en medio de su crisis ya presencian comportamientos ostensiblemente belitres en sus fuerzas policiales actuando contra masas de inconformes pacíficos, o simples transeúntes. El mensaje subyacente dejado por los gobernantes en el capitalismo devastador de todas partes es: «Si te unes a la protesta activa en la calle puedes sufrir castigo físico o la muerte; ¡Abstente!»

En estas materias el marco formal de la licitud de la manifestación callejera en los ordenamientos constitucionales en occidente, resulta ser mera fachada ocultante de la imposible renuncia en el marco de las políticas capitalistas en las sociedades actuales, a la utilización de recursos en determinado momento tenidos como dejados de lado en sociedades autovaloradas como democráticas. La prohibición expresa de manifestaciones en lugares públicos de Estados Unidos, con el castigo a su trasgresión hasta por diez años de cárcel, junto con la penalización para quien apenas levante su voz de queja contra personajes de la política en espacios púbicos mediante una reciente ley (HR 347 de 2012, llamada popularmente ‘Goodbye, First Amendment’ :’Adiós a la Primera Enmienda’), muestra la tendencia dictatorial dirigida hacia una posible utilización de la fuerza ilimitada en un futuro no lejano en los propios EE.UU.

La violencia colectiva expuesta en sus múltiples formas como manera de controlar a las masas no es un producto secundario o residual del juego político exteriorizado entre los dueños del capital y sus empleados del gobierno por un lado y aquellos colectivos sociales armonizados actuantes del otro. Es parte imprescindible de las relaciones de poder planteadas en nuestro tiempo, por mucho que se desee mimetizar tal situación; el agudizamiento de los conflictos sociales permite contemplar mejor esta situación.

Inevitablemente cuando ocurre una reunión de seres humanos se produce un fenómeno político, sin embargo, cuando dicha conjunción es reivindicativa y activa emerge un poder político de inmensas dimensiones (manipuladas o no, los acontecimientos de la Plaza Tahrir en El Cairo en enero-febrero de 2011 son buena muestra reciente de ello). Ese poder político activo de tan sencilla y recurrente existencia, pesa como una Espada de Damocles sobre las cabezas de la clase dominante, tanto en el pasado como hoy.

Aquello de que «El pueblo unido jamás será vencido«, permanece plenamente vigente.

Notas:

[1] Charles Tilly. Violencia Colectiva. Hacer Editorial. Barcelona 2007. Pág. IX.

[2] Hanna Arendt. Sobre La Violencia. Editorial Joaquín Mortíz. México 1970. Pág. 48

[3] Arendt. Pág. 39

[4] Arendt Págs. 39, 43

[5] Arendt. Pág. 47

[6] Arendt. Pág. 50

[7] Arendt Pág. 51

[8] Arendt. Pág. 51

[9] Tilly. Págs. XV, XVI.

[10] Erasmo de Rotterdam. Adagios del Poder y de la Guerra. Teoría del Adagio. Pretextos. Valencia 2000. Pág.179

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.