Stalin es una figura controversial en la historia. Ha salido de nuevo a la luz por las conmemoraciones del 60º aniversario de la victoria sobre el fascismo. Ninguna nación sufrió tanto como la Unión Soviética, que perdió a 27 millones de sus hijos y vio la destrucción total de veinte mil ciudades y pueblos. Ninguna […]
Stalin es una figura controversial en la historia. Ha salido de nuevo a la luz por las conmemoraciones del 60º aniversario de la victoria sobre el fascismo. Ninguna nación sufrió tanto como la Unión Soviética, que perdió a 27 millones de sus hijos y vio la destrucción total de veinte mil ciudades y pueblos. Ninguna nación contribuyó tanto a la victoria como la Unión Soviética. El ejército alemán comenzó a perder fe en su éxito tras las derrotas de Stalingrado y de Kursk, que dejaron a la poderosa Wermacht desfalleciente, quebrada y endeble. Ni Estados Unidos ni Gran Bretaña aportaron tantos golpes militares decisivos como los rusos. Ni Eisenhower, ni Montgomery, ni Patton fueron tan cruciales en el resultado de la guerra como Zhukov, Voroshilov y Timoshenko.
Stalin fue el generalísimo de los ejércitos triunfantes, pero no actuó de manera tan empecinada como Hitler, que se negaba con una torpe tozudez a escuchar los consejos de sus generales y pretendía opacarlos con una supuesta omnisciencia militar. Stalin sabía escuchar y dejó mano libre a sus expertos. La victoria sobre el fascismo se debe en gran medida, aparte de los militares, al equipo de hombres que rodeaba a Stalin quienes garantizaron el flujo de material de guerra y abastecimientos y aseguraron la intendencia eficaz que ayudó a ganar la guerra. Esa victoria consolidó a Stalin como el Padre de la Patria ante la opinión rusa.
El gran público no conocía la red de gulags o campos de concentración, las deportaciones masivas de etnias a Siberia, los asesinatos de Beria, el homicidio de Trotsky, las purgas de generales y de viejos bolcheviques. Cuando Nikita Kruschev reveló en el XX Congreso del Partido, en 1956, las violaciones de la legalidad socialista suscitó consternación y descreimiento. Ahora, cincuenta años después, tras el caos de Yeltsin, la liquidación del patrimonio del Estado, el gobierno de las mafias, las fechorías de los bandidos de levita con su capitalismo salvaje, hay un sentimiento de regreso al culto de Stalin.
El corresponsal del New York Times en Moscú, Steven Lee Myers, da cuenta de ello en un despacho del cuatro de mayo al informarnos de la erección de una estatua a Stalin en una obra del escultor Zurab Tsereteli. Cierto es que no estará sólo sino acompañado de Churchill y Roosevelt, tal como se les vio en su encuentro de Yalta. La estatua seré emplazada en Volgogrado el nuevo nombre de Stalingrado.
Esa intención se encuentra inscrita en el loable propósito del gobierno de Putin de restaurar las glorias nacionalistas de la Rusia eterna. Eso incluye un aspecto más polémico que es la limpieza histórica del deshonor y el baldón del lado oscuro del stalinismo. En buena medida esta restauración obedece al surgimiento de monstruos tan execrables como George W. Bush, quien ha revivido los peores excesos del fascismo y deja a Stalin como un benedictino en misa.
El hombre que ha lanzado dos guerras de rapiña para apoderarse de los recursos petroleros del Oriente Medio, ha sometido la soberanía de pueblos y sacrificado la vida de los jóvenes de su país para complacer los intereses de las trasnacionales, puede hablar, honorablemente, muy poco de democracia y de libertad, pero lo hace cada día con impudicia total. Bush ha ido a Rusia pretendiendo dar, una vez más, lecciones de democracia a Putin.
Bush se aprovechó oportunistamente del antiguo rencor histórico de las tres repúblicas bálticas: Estonia, Letonia y Lituania para pronunciar un discurso en Riga advirtiendo a Putin que debe respetar la soberanía de aquellos países, pero no mencionó a Irak ni a Afganistán en su alocución.
Los voceros norteamericanos insisten en pregonar los defectos, las inconsistencias e irregularidades de la historia soviética y tratan de disminuir el papel del Ejército Rojo en la victoria de 1945 y afirman que la memoria no puede ser selectiva. Olvidan que el actual presidente norteamericano recibe un repudio mundial, inigualado en toda su historia y que el país del norte ha pasado a ser hoy, en cierta medida, lo que fue la Alemania nazi en los años treinta. Pero ellos insisten en desconocer ese hecho e insisten en tirar piedras teniendo un tejado de vidrio.
Ahora Bush sigue con la retórica antiterrorista mientras protege a un notorio asesino, Luis Posada Carriles, quien se encuentra en su territorio y ha actuado en decenas de atentados dinamiteros, entre ellos uno que costó la vida a 73 pasajeros civiles cubanos en un avión. Para Bush existen dos tipos de terroristas, el bueno y el malo.
La pandilla petrolera de la Casa Blanca, Bush, Cheney, Rumsfeld y Condoleezza ha proseguido una política de cerco y acorralamiento contra Rusia usando a los estados periféricos que anteriormente integraron la Unión Soviética. Georgia, Ucrania y Kirguistán han conocido recientemente disturbios para deponer a gobiernos amigos de Rusia e instaurar regímenes afines a Estados Unidos. Ahora tratan de hacer lo mismo en Bielorrusia. Los países bálticos, Polonia y la República Checa son ejemplos de fantoches perfectamente amaestrados que son movidos como secciones del State Department. Putin tiene perfecta conciencia de ello y está actuado en consecuencia.
Ya el pasado febrero Bush amonestó a Putin con la monserga de la libertad, la democracia y la libertad de prensa y otros cuentos para ingenuos y ahora volvió a hacerlo. Las conversaciones en Moscú no se desenvolvieron distendidamente y parece que las contradicciones se han agudizado. Rusia, vuelve a alzar su dignidad nacional y sus intereses propios ante la acometida hegemónica mundial de Bush y su menosprecio por los derechos humanos, la verdadera democracia y la auténtica libertad.