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Crimen y mercado

Fuentes: La Calle del Medio

El mundo del crimen es tan variado como el de la fauna marina y mucho más que el de la virtud. Pero podemos decir que hay tres tipos básicos de asesinato: se mata por pasión, por interés y por placer. El crimen pasional es aquél en el que, ya se trate de celos, venganza u […]

El mundo del crimen es tan variado como el de la fauna marina y mucho más que el de la virtud. Pero podemos decir que hay tres tipos básicos de asesinato: se mata por pasión, por interés y por placer. El crimen pasional es aquél en el que, ya se trate de celos, venganza u odio visceral, el objeto y el objetivo coinciden o, si se prefiere, es aquél en el que el fin (la finalidad) es el fin (la destrucción) de la víctima. Pensemos, en efecto, en el frágil Otello, en el justiciero conde de Montecristo o en el bíblico Caín, personajes de ficción tan poderosos que se han convertido ya en arquetipos y cuya pasión homicida, de raíz muy diferente, se concentra, en efecto, en un objeto personal e insustituible. Los crimenes pasionales, a menudo atroces y mezquinos, tienen la ventaja de ser antropológicamente comprensibles y no es extraño que hayan sido y sigan siendo la fuente de grandes dramas literarios.

El asesinato interesado, por su parte, no se interesa por la víctima, salvo en la medida en que es el medio para alcanzar otro objetivo: una herencia, el poder, una ventaja material o simbólica. Enseguida nos vienen a la cabeza algunos casos muy famosos: tiranos como Dionisio de Siracusa, los Borgia o Trujillo, locos fríos como Landrú, que mató a decenas de mujeres para mantener a su familia, y mafiosos como Al Capone o Lucky Luciano. Por muy diversos que sean sus motivos y su capacidad para el mal, los asesinos calculadores no sienten animadversión por sus víctimas, a las que una personalidad concreta favorable -guapos, buenos, generosos- no les salvaría tampoco de la agresión y la muerte.

El asesinato recreativo, por último, también concibe a la víctima como un simple medio, pero para obtener un placer sádico o deportivo, como en el caso de los «asesinos en serie». A los nombres de Jack el Destripador, el Vámpiro de Dusseldorf o el Carnicero de Cleveland, cuya brutalidad refinada sigue abrumando nuestra imaginación, se unen las masacres cada vez más rutinarias en escuelas o centros comerciales, sobre todo en EEUU, como las cometidas por Eric Harris y Dylan Klebold en 1999 en Columbine o por Christopher Harper-Mercer en 2015 en el Instituto Umpqua de Oregón. Aunque en el asesinato recreativo se combinan el placer del acto y el placer del número -lo que invita a asociar su creciente frecuencia a dinámicas de guerra y mercado capitalista- podemos decir que estos tres tipos de crimen -por pasión, por interés, por placer- son trasversales a todas las épocas y todas las civilizaciones y obsesionan por eso mismo la fantasía estremecida de los seres humanos. Cuando integramos los tres tipos en una práctica política sistemática a gran escala -cuando la víctima no es una persona sino una etnia, una clase o una comunidad- hablamos entonces de «genocidio», cuyo ejemplo histórico más extremo es el del nazismo.

¿Hay solo tres tipos? Hay un cuarto tipo mucho más moderno, el bombardeo aéreo, que tiene apenas 100 años y que se diferencia de los anteriores por el hecho de que no contempla a la víctima ni como fin ni como medio de la acción sino como un simple residuo, lo que sitúa sus horrores al margen de la venganza y al margen del derecho, en un ámbito casi divino que excede nuestra imaginación. Sobre bombardeos, hasta donde yo sé, sólo hay una buena novela, muy extravagante y heterodoxa, Matadero 5, del estadounidense Kurt Vonnegut.

Pero hay un quinto tipo de asesinato, muy raro, en el que la víctima no es ni fin ni medio ni residuo sino una mera ocasión. Pensemos en el famoso caso de Richard Loeb y Leopold Natham, dos brillantes jóvenes de familia rica que en 1924 asesinaron a Bolly Francks, elegido al azar, con providencial arbitrariedad, para demostrar su desprecio por la moral burguesa y su superioridad intelectual, que querían materializar en la comisión de un «crimen perfecto». Este crimen inspiró, por cierto, la película de Alfred Hitchcock La Soga, de 1948, y precedió en 92 años al que cometieron hace unos días Manuel Foffo y Marc Prato, dos jóvenes italianos de familia pudiente que, sin placer, odio o interés, torturaron y asfixiaron en Roma al veinteañero Luca Varani, al que apenas conocían. Este quinto tipo de asesinato -el «ocasional»- admite a su vez dos variantes, ejemplificadas en los dos casos citados. En la primera, la de Loeb y Natham, la víctima contingente es la ocasión para probar -demostrar- un argumento filosófico, el de la relación entre genio e impunidad, como así reconocieron los propios asesinos, no lo bastante inteligentes, sin embargo, para no ser capturados y encarcelados. Se trata, digamos, de un asesinato «intelectual». En la segunda variante, la de Foffo y Prato, la víctima, en cambio, es la ocasión para probar -experimentar- una experiencia nueva. Esto declaró Foffo al fiscal Francesco Scava, muy intrigado por el móvil del homicidio: «queríamos ver qué se sentía» y «queríamos ver el efecto». Se trata, pues, de un asesinato «experimental».

Este quinto tipo -en sus variantes intelectual y experimental- tiene que ver con el «nihilismo»; es decir, con la convicción interiorizada de que nada, ni siquiera la vida humana, tiene valor. El nihilismo lleva inevitablemente a la acción, pues es en la acción negadora donde se realizan sus principios, pero podemos decir que, mientras que el nihilismo activo de Loeb y Natham se fundamentaba en un nihilismo del pensamiento, el de Foffo y Prato se basa en un «nihilismo de la sensación». Loeb y Natham vivían en una cultura capitalista jerárquica e hiperracionalista; Foffo y Prato en una postmoderna y consumista. Sería absurdo y hasta demagógico atribuir estos crímenes a la época en que vivimos, pero es posible, al revés, relacionar el «mercado» y sus pautas de consumo con el -así llamado- «nihilismo de la sensación», que no mata quizás directamente pero sí modela la percepción de ese «hombre nuevo» que Gunther Anders definía como un hombre sin mundo: sin memoria, por tanto, sin pasado ni futuro, volcado completamente en la «libertad» de las mercancías y sus placeres solubles, como el nescafé, en la experiencia inmediata de los consumidores.

Cuando los antiguos se imaginaban sin él, en lugar del «mundo» ponían a Dios o a la Razón, con sus potenciales caprichos y totalitarismos; nosotros tenemos el mercado, la instancia que responde hoy a estas tres preguntas humanas fundamentales: ¿qué podemos saber?, ¿qué podemos hacer?, ¿qué podemos sentir? Bajo el mercado, las tres preguntas, en realidad, convergen en una sola respuesta, la espina ideológica de la cultura del consumo. ¿Qué podemos saber? Sentir. ¿Qué podemos hacer? Sentir. ¿Qué podemos sentir? Cualquier cosa que se pueda comprar, incluido el dolor del otro. La radicalidad de Foffo y Prato, felizmente no muy frecuente, consiste en que su deseo de «sensaciones» les indujo a «pasar al acto», como hacen solamente los «civilizados» bombardeadores y los «bárbaros» del Estado Islámico. En general los demás aceptamos como suficientes las sensaciones pasivas manufacturadas en las pastelerías, los parques de atracciones, las tiendas de electrodomésticos y la televisión. No matamos a nadie, es verdad, pero las víctimas -las víctimas objetivas de este mundo injusto- son para nosotros también, como para Loeb, Natham, Foffo y Prato, una ocasión: la ocasión para sentirnos «buenos» de camino al supermercado. En conclusión: la tragedia de los refugiados retenidos -golpeados, rechazados- en nuestras fronteras es en realidad la tragedia de una Europa que, por la vía de la sensación y no de la razón, vuelve hoy muy deprisa a la «práctica política sistemática a gran escala» -integradora de odio, interés y placer sádico- que hace 80 años llamábamos «genocidio».

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.