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Crisis capitalista: la racionalidad del abismo

Fuentes: Sodepaz

El pasado 20 de enero, un joven y brillante millonario irlandés, Patrick Rocca, lanzado al firmamento empresarial por el globo inmobiliario, sucumbió al vértigo de la caída irremediable. Propietario de la Accorp Properties, amigo de Blair y Clinton, dueño de mansiones en Dublín y Marbella, socio de los más exclusivos clubs privados de Inglaterra, buen […]


El pasado 20 de enero, un joven y brillante millonario irlandés, Patrick Rocca, lanzado al firmamento empresarial por el globo inmobiliario, sucumbió al vértigo de la caída irremediable. Propietario de la Accorp Properties, amigo de Blair y Clinton, dueño de mansiones en Dublín y Marbella, socio de los más exclusivos clubs privados de Inglaterra, buen jugador de tenis, buen degustador de vinos, no pudo soportar la ruina del Anglo-Irish Bank y se quitó la vida de un disparo en la cabeza.

Quince días antes, el 5 de enero, uno de los 100 hombres más ricos del mundo, el alemán Adolf Merckle, 75 años, propietario de un holding empresarial para el que trabajaban 100.000 personas, sintió el repentino desvalimiento de un jubilado, renunció a seguir negociando su imperio con 20 bancos y se arrojó a la vía del tren. El mismo gesto había acabado un mes antes con la vida del millonario neozelandés Kirk Stephenson, director de operaciones de una compañía de inversiones afectada por la quiebra de Lehman Brothers.

También el 5 de enero, el día en que Adolf Merckle imitaba a Ana Karenina, se suicidó dentro de su lujoso Jaguar el presidente de una de las inmobiliarias más importantes de EEUU, Steven Good, desesperado ante la idea de no poder seguir construyendo y vendiendo casas. Dos semanas antes, el financiero francés, René-Thierry Magon de la Villehuchet, cofundador de Access Internacional Advisor y gestor de 1.000 millones de euros arrojados a las arenas movedizas de Madoff, se había cortado las venas en su despacho en Nueva York. Al menos otros cuatro analistas e inversores estadounidenses, Eric von der Porten, Barry Fox, Edwin Rachleff y Scott Coles, todos ellos ricos y felices hasta pocos días antes, decidieron a finales del año 2008 interrumpir una existencia despojada de pronto de todo sentido.

Los ricos se suicidan: es que hay una crisis del capitalismo.

El 31 de julio del año 2002, Pedda Narsamna, campesina india de 50 años, se ahorcó en la aldea de Pandi Parthi abrumada por las deudas, dejando a los ocho miembros de su familia sumidos en la más negra desolación. En noviembre de 2008, Anil Khondwa Shinde, un pequeño agricultor del distrito de Vidarba, en el Estado indio de Maharashtra, se suicidó a los 31 años ingiriendo el potente pesticida que le habían proporcionado los mismos proveedores a los que no podía pagar los préstamos adelantados para comprarlo. Shankara Mandaukar, otro campesino de Napgur, en la India Central, había hecho lo mismo pocos días antes: viendo amenazadas sus pobres tierras por el impago de deudas, se bebió un tazón del insecticida químico que había contribuido a su ruina.

Según datos oficiales, entre los años 1997 y 2005, más de 150.000 campesinos se han suicidado en la India, despojados de sus tierras o arruinados por las grandes multinacionales de la alimentación, con Monsanto a la cabeza, que controlan el negocio de las semillas y los pesticidas. En los últimos seis meses, se han suicidado 9 millonarios en todo el mundo; es decir, una media de 1 millonario cada 20 días. Desde el año 1997, sólo en la India se ha suicidado un campesino cada 32 minutos; 1 cada 30 minutos a partir del año 2002.

Los pobres se suicidan: es que hay sencillamente capitalismo1.

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El año 29 fijó para siempre la imagen del apocalipsis económico: la de los edificios de Wall Street vomitando por todas sus ventanas a los millonarios de Nueva York. En realidad, sólo fueron dos los que saltaron al vacío, pero la caricatura es certera, porque expresa -junto al deseo fabuloso de una purga igualitaria- la desigualdad fascinante del capitalismo2. El hambre, la miseria, el paro, la enfermedad, el dolor de 4.000 millones de seres humanos no merecen la intervención de los expertos, la atención de los periodistas, la reunión del G-20: demuestran más bien la salud del sistema. Ni siquiera dan para una tragedia griega o una peripecia hollywoodiense. El drama empieza allí donde la riqueza ha producido previamente una personalidad ; la crisis adquiere rango sistémico, universal, cósmico, cuando alcanza la lista Forbes. ¿900 millones de hambrientos? Nos los podemos permitir. ¿La mitad de la población del planeta sin agua potable? Esto funciona. ¿16.000 especies en peligro de extinción? Trillones de dólares giran sin descanso en los circuitos financieros. ¿El número de milmillonarios pasa de 1125 a 793? Es la crisis. Al capitalismo le es indiferente si entre los diez hombres más ricos del mundo está Amancio Ortega, pero le es indispensable jerarquizar la riqueza; no le importa quiénes forman parte de la lista, a condición de que la lista exista, sume crecientes fortunas y promueva rivalidades deportivas. Desgraciadamente no es una ilusión alienante ni una manipulación propagandística: si los campesinos indios se quitan la vida, las empresas mejoran sus balances; si los millonarios se suicidan, si pierden dinero, si ven reducido su patrimonio en un 23%, todos estamos en peligro. Dependemos de ellos. La racionalidad económica del sistema es inseparable de su irracionalidad general: si funciona, el capitalismo condena a la pobreza y la marginación a la mitad del planeta; si deja de funcionar, se lleva por delante también a la otra mitad. La única especie que la humanidad debe proteger, la única a la que no podemos renunciar -ni osos ni elefantes ni árboles- está incluida, no en la clasificación de Linneo, no, sino en el ranking plutocrático de la revista Forbes.

Nadie puede negar la superioridad del capitalismo. Funciona: ha producido más riqueza, más bienestar, más soluciones que ningún otro modo de producción histórico. Funciona: ha producido más pobreza, más malestar, más problemas que ningún otro modo de producción histórico. En términos económicos no sólo es superior; es también insuperable. Lleva dentro, como su motor y su maldición, la necesidad de revolucionar ininterrumpidamente las fuerzas productivas, moldear las sociedades, reorganizar los territorios, saturar el espacio, colonizar el tiempo, multiplicando en su camino, con fertilidad taumatúrgica, como en un cuento de hadas, los alimentos, las máquinas, los edificios, las medicinas, los libros, los placeres; y también, y al mismo tiempo, el hambre, las ruinas, las enfermedades, la ignorancia, los dolores. Al contrario que al socialismo, nadie puede reprochar al capitalismo sus muertos, sus marginados, sus represaliados, sus perseguidos, porque su objetivo declarado no es el hombre y sus necesidades bioculturales sino la reproducción ampliada de su delirio y a ese propósito sirven por igual un automóvil y un cadáver, un granero y una guerra, la bulimia y la indigencia. Bajo el capitalismo, las crisis no se producen por una acumulación de cadáveres, epidemias o hambrunas -como en la visión de nuestros antepasados- sino por una acumulación destructiva de riqueza; sobreviene no cuando la humanidad sufre demasiado sino cuando sus sufrimientos no generan ya suficientes beneficios. Cuando estalla, el aumento del número de los cadáveres, las epidemias y las hambrunas no es tampoco -como lo era para nuestros antepasados- una consecuencia de la crisis: es más bien una solución.

Desde el punto de vista humano, el capitalismo ha consistido siempre en una crisis ininterrumpida; desde su racionalidad inmanente, lleva 35 años tratando de sustraerse a sus propios límites mediante expansiones centrífugas que han ido acompañadas, como recuerda el economista argentino Mario Rapoport, de una traca de crisis parciales y sucesivas: «la crisis monetaria en EE.UU. y la ruptura del patrón oro en 1971; el alza de los precios del petróleo en 1973 y 1979; la crisis de la deuda externa latinoamericana en 1982; el crac bursátil de Wall Street en 1987; las crisis de las cajas de ahorro estadounidenses en 1989; el crac japonés en 1990. Luego vienen las crisis periféricas de fin de siglo: la mexicana (1994), la del sudeste asiático (1997), la rusa (1998) y la brasileña (1999). Y a partir del nuevo siglo otro encadenamiento: el derrumbe de las punto.com en el 2000; las crisis en Turquía y en la Argentina (2001); la quiebras de Enron y World Com (2001 y 2002); las repercusiones financieras del atentando a las Torres Gemelas y de la invasión a Irak. Para culminar con la actual crisis de las subprime, que estalla en 2007 y a la cual se suman en 2008 las caídas de Lehman Brothers, las compañías hipotecarias Fannie Mae y Freddie Mac y la aseguradora AIG, más las de unos cuantos bancos europeos y norteamericanos»3. Cada una de estas crisis, espasmódica cornucopia de pompas de jabón, expresaba y exigía nuevas medidas de eso que con lapidaria precisión Atilio Borón ha llamado «contrarreformas» neoliberales, con un retorno a las condiciones laborales, políticas y antropológicas de la Revoluciòn Industrial4. Cada una de estas crisis retrasaba y anunciaba la Crisis que se abate ahora sobre un mundo sobrepoblado, rebañado hasta los huesos y armado hasta los dientes. Cualesquiera sean las discrepancias acerca del pronóstico, ni los más desvergonzados defensores del libre-mercado -los que siguen golpeándose el pecho en público- se atreverían a desmentir en privado el diagnóstico: «lo que ocurre es la desintegración del capitalismo como sistema-mundo, no porque no pueda garantizar el bienestar de la vasta mayoría (nunca ha podido hacer eso) sino porque ya no puede asegurar que los capitalistas tengan la incesante acumulación de capital que es su raison d’être»5. Cualesquiera sean las discrepancias sobre el desenlace, todos los pronósticos coinciden en que todas las soluciones -dentro o fuera del sistema- pasan por un aumento de los cadáveres, las epidemias y las hambrunas. La lista Forbes huele las yeguas del apocalipsis: unos, muy pocos, se suicidan; otros se reparten las ayudas de los gobiernos (o celebran cenas millonarias6); los demás afilan las tijeras para recortar puestos de trabajo, rebajar salarios y, llegado el caso, segar vidas. Los Estados del Bienestar (allí donde los había) suministran billones de dólares a los bancos, las aseguradoras y las empresas y psicoterapeutas a los despedidos y los parados7.

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Hay que estar muy loco para hacer un mínimo ejercicio de razón. Como estamos cuerdos, corremos a socorrer a un sistema irracional. En el orden inmanente del mercado, la lista del INEM depende de la lista Forbes. Aunque el «efecto derrame» no haya producido ni siquiera un goteo, aunque el poder adquisitivo de los asalariados descendiera durante las décadas prodigiosas de las pompas de jabón, es verdad que a los trabajadores -al menos en algunas regiones del planeta- les puede ir aún peor si el Estado no utiliza sus ahorros para sostener a los bancos y las empresas. Después de todo, los banqueros y empresarios son los donadores de créditos y salarios como los propietarios esclavistas eran donadores de casa, alimento y protección y los señores feudales eran donadores de tierra y seguridad. Si uno era esclavo, era mejor tener un amo, incluso uno severo, que morir de frío en la montaña perseguido por los perros; si uno era vasallo, era mejor tener un señor, aunque esquilmase las hijas y las cosechas, que verlas secuestradas o incendiadas por invasores sin piedad; si uno es un asalariado o aspira a serlo, es mejor tener un banquero y un empresario, por muy exigentes que sean, que buscar comida en la basura y dormir sobre cartones. Los tres -esclavismo, feudalismo y capitalismo- constituyen dispositivos funcionales de dependencia recíproca entre desiguales. El esclavismo era relativamente eficaz; el feudalismo era bastante eficaz; el capitalismo es eficacísimo. Pero al capitalismo, como al esclavismo y al feudalismo, no hay que reprocharles su ineficacia; hay que reprocharles su existencia.

La palabra «crisis» deriva del griego y pertenece originalmente al campo de la nosología: con ella se nombraba ese momento liminar en el que se decide el desenlace de una dolencia, en el que el cuerpo escenifica, por así decirlo, el «juicio final» a partir del cual se impone definitivamente la enfermedad o la salud. Krisis -«decisión»- procede de Krio -«yo separo, decido, juzgo»- y de ambos se desprende «crítica», en el sentido en que usa Kant este término en el título de algunas de sus obras más conocidas. Una crisis, pues, es esa situación en la que se dirime el destino y se revelan los límites de un organismo vivo o una estructura compleja. Estamos en crisis. Estamos -es decir- en una coyuntura crítica en la que se decide la suerte, no de unos cuantos millones de seres humanos arrojados al fuego como combustible vivo, sino del sistema mismo que los sacrifica; y en la que ese sistema revela además los límites exteriores, absolutos, que su inmanencia viciosa ya no puede rebasar. ¿Cuáles son esos dos límites? El dolor y la naturaleza; el planeta cuerpo y el planeta tierra. El capitalismo, que ha producido más riqueza que ningún otro modo de producción anterior, sería perfecto y no sólo eficaz si, como Dios, crease sus propios recursos de la nada y si ser robado, golpeado, privado de alimentos, desnudado, humillado, despreciado y asesinado fuese placentero o, por lo menos, justo.

Hay un cupo de dolor, una prorrata de injusticia que ningún sistema puede sobrepasar sin generar resistencia. La propia eficacia del capitalismo lo transforma en el sistema más injusto de la historia. Que sea capaz de producir alimentos para alimentar tres veces a la población de la tierra, convierte el hambre de 965 millones de personas en un genocidio voluntario; que sea capaz de prolongar la vida hasta los 80 años en determinadas franjas geográficas y sociales, convierte en un crimen imputable la media de edad de Sierra Leona, Haiti o Bangladesh; que sea capaz de trasplantar órganos, fabricar prótesis, modificar genes, convierte la disentería, el dengue y la malaria, que matan a millones de personas y podrían curarse con un puñadito de píldoras, en una puñalada intencionadamente mortal. El dolor es doblemente dolor en un mundo con televisión; la injusticia es doblemente injusticia en un mundo globalizado y transparente. La resistencia es inevitable; nada garantiza, en cambio, que haya de ser inteligente, ordenada, razonable, socialista. La mística, filósofa y obrera Simone Weil escribía: «El que tiene los miembros desechos por una jornada de trabajo lleva en su carne como una espina la realidad del Universo. Para él la dificultad es mirarlo y amarlo»8. Cuando se lleva clavada la espina de la realidad en el cuerpo y en el alma, uno no se para a mirar -a razonar- la zarza en la que está atrapado. La resistencia puede parecerse -se parece ya- al mundo que quiere sacudirse de encima: subpolítica, biológica, espasmódica, individual.

El capitalismo no saca sus recursos de un sombrero sino del mundo, donde hay un poquito de agua, un poquito de viento, un poquito de aire y un poquito de tierra. Por mucho que se trate de huir hacia las pompas de jabón, ahí está el límite exterior que detiene todos los delirios de beneficios sin freno. Podemos imaginar quizás una civilización que con la formidable riqueza capitalista hubiese hecho algo mejor que Hollywoods, McDonalds y centros comerciales, pero lo que ya no podemos imaginar es una sociedad viable con esos niveles de riqueza, ni bien ni mal repartida. La crisis revela el veneno mortal inscrito en el concepto central, irrenunciable, de la economía capitalista: el crecimiento. Dependemos irracionalmente de una racionalidad inmanente que impone como natural la explotación entre desiguales; dependemos irracionalmente de una racionalidad inmanente que exige como la única salida posible la destrucción del planeta. No crecer empequeñece; decrecer mata; salvar las condiciones mismas de toda supervivencia precipita el apocalipsis. La crisis, que es de sobreproducción, sólo puede superarse, o al menos contenerse, con sobreconsumo, que es como decir que la única solución frente a la escasez de petróleo es utilizar más el coche o la única solución frente a la sequía es dejar el grifo abierto las 24 horas del día. La responsabilidad última de la crisis -nos dicen los gobiernos y los economistas- no la tienen los bancos ni las aseguradoras ni las financieras ni las empresas sino los consumidores, que compran menos casas y menos coches, gastan menos luz y menos teléfono y van menos al supermercado. Mientras militantes de todo el mundo insisten en el carácter social y ecológicamente destructivo del consumo irresponsable, EEUU suministrará una ayuda adicional de un billón de dólares a los bancos para créditos al consumo; e incluso el secretario general de CCOO en Castilla y León, Ángel Hernández , ha pedido el aumento del consumo como una de las medidas «voluntaristas», casi militantes también, destinadas a amortiguar las consecuencias de la crisis económica: «Hernández» -dice El Mundo- «se dirigió a aquellos trabajadores y trabajadoras que tienen «su empleo asegurado» para que «muevan el dinero»9. La crisis obliga a acelerar la cabalgada hacia el abismo y habría que estar loco para no ceder a esta locura. En España hay 3.000.000 de casas vacías y la relatora especial de NNUU, Raquel Rotnik, ha señalado la hybris de la construcción como causa directa de la crisis y paradójica suspensión del derecho básico a la vivienda en nuestro país, pero se insiste, como solución, en que «hay suelo municipal y autonómico para construir 625.000 viviendas sociales» y salvar así al mismo sector inmobiliario privado que nos ha llevado a la ruina10. En el mundo hay 1.000 millones de automóviles, responsables de la mayor parte de la contaminación ambiental; el ártico se derrite, el cambio climático mata todos los años a 13 millones de personas y los agrocombustibles agravan la crisis alimentaria en grandes zonas del planeta, pero no podemos dejar de recibir como una pésima noticia -una tragedia dantesca que requiere una intervención de emergencia- el descenso vertiginoso de la venta de coches en Europa y EEUU (casi un 47% al cierre del año 2008 en España). Esa es la racionalidad inmanente del capitalismo: sería un suicidio no apoyar una economía que acabará matándonos. Esa es la lección paradójica de la crisis: sería una irresponsabilidad, una inmoralidad, un crimen, no serrar la rama en la que estamos precariamente sentados. Y todos -como decía Brecht- nos ponemos a inventar sierras.

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La «decisión» (crisis) del capitalismo es también una decisión nuestra. Cualquier proyecto alternativo debe aceptar esos límites que el socialismo estalinista -productivista y desarrollista- tampoco aceptó nunca y que obligan a cuestionar radicalmente el vínculo ideológico fraudulento entre supervivencia y crecimiento y, más allá, entre bienestar y crecimiento. Sin duda cabe imaginar, como decíamos, una civilización injusta más elegante que hubiera utilizado los enormes recursos del capitalismo para producir obras estética y culturalmente superiores, pero lo que la crisis revela asimismo es toda la potencia destructiva de la búsqueda capitalista de esa triada platónica inscrita en la tradición intelectual occidental: lo bueno, lo bello, lo verdadero. Nos olvidamos de que la naturaleza es una limitada chapuza, de que nuestros cuerpos están sujetos con alfileres, de que la historia ha retrocedido muchas veces. Lo bueno, si no es generalizable, es malo; lo bello, si cuesta la vida a mucha gente, es feo; lo verdadero, si es injusto, es falso. Frente a esa triada históricamente irrealizable, debemos reivindicar lo regular, lo bonito, lo aproximado, como lo único realmente compatible con la supervivencia de la naturaleza y de la civilización humana. Por eso lo regular es más bueno que lo bueno; lo bonito es más bello que lo bello; y lo aproximado es más verdadero que lo verdadero.

Lo contrario de krisis es kairos , que en la filosofía griega y romana era la «oportunidad», el «momento justo», la grieta temporal de la intervención divina. La krisis es también nuestro kairos . ¿Sabremos aprovecharlo? Si exceptuamos esa luz embrionaria que se forma lenta y vacilante en América Latina, la situación del mundo no invita a la esperanza. La resistencia, decíamos, se parece al mundo contra el que se levanta. Lo bueno, lo bello, lo verdadero, conceptos asociados a la publicidad y el consumo de mercancías y, por lo tanto, al espasmo individual -doloroso o placentero-, constituyen ya, en un mundo globalizado y transparente, la ideología dominante de las clases dominadas. De lo regular, lo bonito y lo aproximado, condiciones de toda salvación política, nos separa no sólo la lista Forbes sino el propio deseo subjetivo de los seres humanos, atrapado en la racionalidad inmanente del capitalismo y en sus dependencias suicidas: «buscaré sólo mi supervivencia, aunque para ello tenga que matarme también a mí mismo».

¿Será el kairos del fascismo? ¿El de la barbarie? ¿El de la extinción, al mismo tiempo, de la especie Forbes y de la especie humana? Nunca hemos estado peor preparados para una «decisión» y nunca ha hecho tanta falta una intervención. El planeta cuerpo y el planeta tierra crujen bajo nuestros pies, crujen con nuestros pies. Dejemos al menos de inventar sierras.

NOTAS

1Sobre la intervención de Monsanto en la India y en otros lugares del mundo: Marie-Monique Robin, El mundo según Monsanto , Editorial Península, Madrid 2008. Particularmente el capítulo India: las semillas del suicidio , pag. 425-444.

2Sobre la leyenda urbana de los suicidios en la crisis del 29, ver Nina Shen Rastogi, ¿Por qué no se arrojan por las ventanas los ejecutivos? , State Magazine (versión española en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=73271)

3Mario Rapoport, Diez razones de la crisis internacional, Diario Página 12, (http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-120749-2009-03-01.html).

4Atilio Borón, Estado, capitalismo y democracia en América Latina , editorial Hiru, Hondarribia 2008.

5 Inmanuel Wallerstein, Enseñanzas de Brasil , Diario La Jornada ( http://www.jornada.unam.mx/2009/03/15/index.php?section=opinion&article=026a1mun )

6http://www.rebelion.org/noticia.php?id=74139

7http://www.elmundo.es/elmundo/2009/03/08/internacional/1236518113.html

8Simone Weil Oeuvres , Quarto Gallimard, París 1999.

9 ( http://www.elmundo.es/elmundo/2009/02/13/castillayleon/1234555196.html )

10http://www.elmundo.es/elmundo/2008/10/09/suvivienda/1223575875.html

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