Las prisiones ecuatorianas se han convertido en los lugares más inseguros del planeta, en espacios físicos donde de forma sistemática y masiva se reproduce la práctica de machacar la sustancia humana.
Una saga de horror y muerte que deja en suspenso el derecho a la vida de cada interno que allí sobrevive. Las cárceles son instituciones totales -como diría Foucault- devenidas en mataderos.
Los familiares de las personas descuartizadas son receptoras de un sugestivo relato. Más allá de la sensibilidad contenida en una condolencia colectiva, el gobierno intenta explicar cada matanza en la emergencia del narcotráfico, la disputa por el territorio y las riñas entre bandas, sin descartar teorías conspiracionistas de última hora que insinúan en móviles políticos como el sabotaje y terrorismo; un extraño empalme discursivo que aparece en tiempos donde también se debaten los Papeles de Pandora para incomodidad del régimen. Sin embargo, las muertes son explicadas desde una peligrosa base moral. Si bien se distingue el pasado judicial de los asesinados, se olvida que todos ellos merecen justicia sin importar lo que hicieron. Las personas masacradas quedan entonces atrapadas en el dilema del “bien” y del “mal”, en una guerra entre presos-delincuentes que ahora no diferencia vinculación a bandas, estado de la causa procesal o nimiedad del delito cometido.
Mientras el Presidente Guillermo Lasso llamaba a cerrar filas contra un enemigo en común, el narcotráfico, se ensamblaron otros relatos. A pocos días de producirse la nueva matanza del 13 de noviembre, la Asamblea Nacional emitió un informe que destaca en las necesidades del sistema penitenciario como problema de Estado, claro está, bajo una sutil mirada que en retrospectiva alcanza curiosamente al gobierno de Rafael Correa. Asimismo, y tras permitir cada estado de excepción, la complaciente Corte Constitucional conminó en marzo al entonces gobierno de Lenín Moreno a preocuparse del estado de las prisiones, aunque sin declarar el estado de cosas inconstitucional como lo hiciera su equivalente en Colombia. Después de la nueva masacre, hasta la propia Fiscalía General del Estado habría de pronunciarse contra el abuso de la prisión preventiva.
A los relatos sobre el incumplimiento de los estándares internacionales para las personas privadas de la libertad se suman las voces de expertos, académicos y opinólogos de coyuntura. La mayoría de sus análisis subrayan en las deficiencias del Estado para la provisión de recursos humanos y económicos, así como la denuncia sobre las deplorables condiciones del encarcelamiento. Bajo una babilónica gama de propuestas multicausales coexisten iniciativas para militarizar y privatizar las cárceles, contratar más policías, construir regímenes de “cárcel dura”, solicitar cooperación internacional, fortalecer la inteligencia, flexibilizar el porte de armas, inmunizar la actuación de policía, reformar las leyes, humanizar las cárceles, indultar y reducir el hacinamiento, desburocratizar los trámites para la pre-libertad, aumentar más jueces penitenciarios, insistir en el uso de la prisión preventiva como ultima ratio; en fin, un conjunto de ideas donde la “mano dura” y la “mano blanda” se yuxtaponen y colaboran.
Todos estos relatos construyen la realidad de los familiares. Pero aunque cada matanza produzca una conmoción nacional, no existe una causa en común. Las explicaciones, informes o análisis se extravían del camino o razón que los motiva. No se discute en sí sobre las masacres en cuanto al esclarecimiento de la verdad, es decir, los pormenores que llevaron a quienes iban a ser descuartizados el 13 de noviembre a llamar y chatear desesperadamente a sus familiares pidiendo que sean rescatados. A pesar que sus madres y hermanos -muchos de ellos apostados en el portón de la Penitenciería del Litoral de Guayaquil- imploraron por auxilio durante varias horas, ningún policía o militar interrumpió el curso causal de la masacre. Los detenidos esperaron que caigan las paredes de su pabellón; sus mensajes transcriben no sólo desgarradoras despedidas, sino también una especial forma de impunidad.
Los familiares de las personas masacradas no merecen recibir el relato de la “mala suerte” o del “destino”. Tampoco la irresponsable versión estadofallista de que las cárceles están controladas por las bandas criminales locales, pues nada de lo ocurrido allí tiene que ver con la existencia de un orden racional alguno sino con el ascenso violento de un poder brutal. La Fiscalía del Ecuador deberá investigar y acusar a quienes actuaron y participaron en estas masacres al interior de las cárceles -paradójicamente mientras es liberado por beneficios penitenciarios uno de sus líderes-. Pero también deberá investigar a quienes no brindaron auxilio teniendo la obligación legal de hacerlo, en especial para descifrar la existencia o no de posibles y complejos entramados de connivencia.
A diferencia de las matanzas del Lurigancho y El Frontón (Perú, 1986) o del Carandirú (Brasil, 1992), las perpetradas en suelo ecuatoriano no vienen precisamente de la mano directa de policías o militares. A simple vista, la sangre habría sólo de salpicar a los miembros de las organizaciones o bandas que, de forma manifiesta, se muestran como criminales. Y, porque además, una ligera lectura o primer plano de la definición jurídica del Ecuador impide subsumir el execrable crimen internacional de ejecución extrajudicial, dado que quienes obraron para matar son extraños a la calidad burocrática como agente de seguridad pública, ni tampoco habrían recibido fácticamente el mandato para ejecutarlos en su nombre.
Lo que olvidan quienes desean invocar el estricto principio de legalidad ecuatoriano es que la definición de la ejecución extrajudicial es producto de la doctrina y jurisprudencia internacional. Es decir, para la Corte Interamericana de Derechos Humanos el cifrado de su definición jurídica no se ha clausurado, sigue siendo un constructo. De ahí las diferencias entre ejecuciones sumarias o masivas, motivadas o no por razones políticas, con aquiescencia, tolerancia u omisión deliberada como formas de dolo o intencionalidad. Su impronta está en la memoria del “gatillo fácil” y las técnicas de “limpieza social”, pero también en la serie de matanzas producidas en las prisiones latinoamericanas, lugares donde el Estado está en posición de garante de la vida e integridad de las personas que en nombre de sus leyes fueron privadas de la libertad. Por ello, cualquier muerte ilícita producida en las prisiones demanda la aplicación del Protocolo de Minnesota.
En la otrora “isla de paz” del Ecuador han sido masacradas cerca de trescientas personas en lo que va del 2021. Las masacres muestran la crudeza del crimen organizado mediante formas jamás vistas en su vida republicana. También la parsimonia de un Estado que desprotegió a sus ciudadanos al no acudir inmediatamente al llamado de quienes fueron asesinados en sus propias prisiones. Ningún relato es fundamental mientras no haya respuestas. No sólo para satisfacer la sed de verdad de los familiares de las víctimas, sino para que la sociedad ecuatoriana sepa que está conviviendo o no en un Estado de Derecho. Si no se investiga en profundidad cada masacre sus víctimas habrían muerto dos veces: primero por sus victimarios y luego por la impunidad.
*Profesor de la Universidad Central del Ecuador
Fuente: https://www.pagina12.com.ar/383641-crisis-carcelaria-en-ecuador-matar-y-dejar-matar