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Cristina Santos, el arrullo-blues de su pintura

Fuentes: Rebelión

El venteo salitroso del mar pone alguna mansedumbre en el sol de las tres de la tarde. Las Palmas, barriada al norte de la ciudad de Esmeraldas, de par en par al mar, infinita ventana que ya mismo mostrará el impresionismo crepuscular de las seis de la tarde; persisten asombros cotidianos y se arruman versos […]

El venteo salitroso del mar pone alguna mansedumbre en el sol de las tres de la tarde. Las Palmas, barriada al norte de la ciudad de Esmeraldas, de par en par al mar, infinita ventana que ya mismo mostrará el impresionismo crepuscular de las seis de la tarde; persisten asombros cotidianos y se arruman versos secretos en todas las generaciones que han sido desde que este lugar se llamó La Boca. Las calles, a esa hora, con sonidos menos deplorables es un largo blues dominical, reposado y vespertino. Arrullo blues o blues arrullado porque no esconde sus esencias esmeraldeñas. Presiento que nadie se cansaría de vivirlo si por algún sentimiento inesperado les llenaran oídos y vieran otros colores distintos a los habituales. Son ideas copiadas de los cuadros de Cristina Santos. Este domingo, en la vía acuarelística de los veranos esmeraldeños, tiene el con qué preciso para una conversación de vida y pinturas. O al revés, porque nunca sabrá si se nace para cumplir ese imprevisto destino o la vida cierra muchas oportunidades en una sola. Busqué a Cristina Santos allá en Las Palmas, porque su pintura me ha consumido muy bien el tiempo cuando he mirado sus cuadros.

Menuda, serena y al hablar deja sus manos en reposo, no siempre es cierto, pero el gesto más decidido será para el lienzo en algún momento. Cabellera negra, abundante y ensortijada, hablar medido sin disponer relevancia para sus trabajos, proporciona la información con el pausado deleite de la irreversible satisfacción, más adelante confiesa su vocación de poeta: unas veces escribe los versos y en otras elige la técnica artística (grabado, acrílico o dibujo) para mostrarlos. Cristina tiene los arrullos en la intención desde que a los tres años empezó a dibujar lo que distinguía con sus ojos nuevos e interpretaba las consejas de su abuela. Esa primera y mayor influencia que no abandonaría ni permuta con lecturas o apremiantes demandas de expresarse. Es en aquella edad de 0 a 7 años que se establece la memoria ancestral, sentimental, íntima (esotérica), amatoria e identificadora del mapa sonoro de los colores (y al revés el color detallado de los sonidos). Cristina, durante la conversación, varias veces se devolvió para referirse a la gravitante presencia de su abuela. Y por ella llega a todas las mujeres.
No, no se considera feminista; no hace falta si ella incluye a todas por medio de su imagen. Insistir en ese tema sería algo así como una aburrida conferencia sobre técnicas pictóricas, prefiero el flow sugestivo de las experiencias emocionales (thriller) de Cristina. Buscándose a sí misma retrata a las mujeres sin faltar a su diversidad, experimentando con el autorretrato completa el diseño de unos actos de mujer; centrar el instante onírico en la constante ‘mujeres’. Es la conversación recurrente intuitiva con la abuela y sus milagros imaginarios, para nada imaginados. Hay una pintura que reúne esa memoria thrilleresca (bunde emocional), Cristina Santos la tituló La Curandera, un resumen de sabidurías afectivas y muy efectivas de abuelas, para ahuyentar males y maleficios de la niñez esmeraldeña. No lo dijo y no hizo falta, ella cumple con obedecer la misión de la raíz, no hacen falta proclamas solo el tropel de ánimas en la punta del pincel.
Se graduó en la Universidad Central de pintura y grabado, aunque se llevó un pequeño desencanto por no haber profundizado en el estudio universitario de diseño. Y se ocupa EN delinear intranquilidades. Cristina diseña trajes, no cuando se cansa de la pintura, más bien cuando se embolata con una idea y deja que sus manos se entretengan en armonizar diferentes objetos. Esa es ella y así lo cuenta. Es artista que «juega a crear», crea jugando o no se licencia jamás del tiempo oportuno de creación. O viéndolo desde sus obras pictóricas: rapsodia in arrullo-blues. Está en La Curandera con la sábana de retazos, la cabellera geográfica de la abuela y su magisterio medicinal para curar espantos, mal-de-ojo y malaire. Hay ojos malos en el cuerpo del personaje enfermo y los dedos de ella calculando la métrica del mal. El collage dinamiza la vida de ese ayer infantil, ahora devenido en vivencia. Mezcla técnicas que no economicen argumentos estéticos a la reminiscencia emocional. El discurso de la abuela de Cristina no tiene por qué acabarse en un solo cuadro.
No es definición de Cristina, pero son sus explicaciones, las pinturas y los olvidos de mi presencia que me sugieren que es un ‘ser poético’. En un momento me acompaña con este concepto: «la pintura (la suya, JME) es pensamiento activo». Esta sí es mía: es un arrullo-blues bundeao o sea una evolución en el mainstream afroecuatoriano en tres etapas, por ahora. Una: el desarrollo formal, mientras se vuelven proteicas las conversas-consejas de sus abuela. Dos: el juego de creación, las experiencias con materiales y la desesperada búsqueda de un estilo personal a la medida de sus expresiones artísticas. Tres: consolidar imágenes poéticas perceptibles para el público y expresar temas universales (y esenciales) sin faltar a las virtudes estéticas.
Observo «Conexiones» y garabateo el golpe de la primera impresión: síntesis y analogía de las madres naturalezas, el mismo acto de crear. La mujer y el suelo rompiendo la necedad infértil. Es kuchanganya (en swahili) o sea una mezcla de ciclos inevitables, presumen quiebres, pero todos son jornadas de creación sin importar si se fracturan, dividen o se trisan en huellas. Al final una nueva vida cierra y abre el ciclo creativo.

En las horas de conversación, Cristina apenas ha tocado los rizos de su cabellera, cuando lo hizo fue para expresar una idea: intuición. Al paso me habló de los efectos misteriosos y sosegadores de su cabellera, en saberes entregados por su abuela. Miro la pintura titulada «Tristeza profunda», mientras comenta sobre técnicas, géneros y estilos; ‘leo’ a partir de lo intuitivo: la grisura pictórica muestra un paisaje enfermo de melancolía; tonalidad apagada que ni las armonías de la guitarra alegra (imagen de una mujer con guitarra); el sentimiento no es de inacabable alabao, sino de chigualo-blues hay pena en el fondo y también renaciente alegría, porque son medios necesarios para los cambios, para organizar el proceso de la existencia; una imagen final de optimismo (o primaveral) los corazones mudan a hojas. Al final las hojas secas volverán a ser corazones. Cristina Santos acomoda los rizos negros de su cabellera y espera más preguntas, pero ahora comienza el ciclo de escritura. Y de lectura.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.