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Crítica a la Declaración de los Derechos Humanos

Fuentes: Revista El Espejo de Urania

Redactada en 1948, en plena guerra fría, La Declaración Universal de los Derechos Humanos tiene serias deficiencias, vaguedades y omisiones que han dificultado la defensa de los derechos fundamentales.Para empezar, no existen en La Declaración ni definición de derecho ni definición de libertad, de tal suerte que derechos, libertades y prohibiciones se intercalan indiscriminadamente, reiterando […]

Redactada en 1948, en plena guerra fría, La Declaración Universal de los Derechos Humanos tiene serias deficiencias, vaguedades y omisiones que han dificultado la defensa de los derechos fundamentales.

Para empezar, no existen en La Declaración ni definición de derecho ni definición de libertad, de tal suerte que derechos, libertades y prohibiciones se intercalan indiscriminadamente, reiterando obviedades y omitiendo afirmaciones básicas.

Tampoco hay jerarquización de derechos, lo cual ha permitido que en defensa de unos se vulneren otros, a veces más importantes. Por ejemplo, el derecho a la propiedad intelectual pasa con frecuencia por encima del derecho a la salud.

Por último, las facultades que le asigna La Declaración a la ONU para asegurar el respeto efectivo de los Derechos Humanos, son totalmente insuficientes, dejando bajo la responsabilidad de los gobiernos nacionales el decretar medidas para alcanzar «progresivamente» derechos cuyo incumplimiento debiera ocasionar una inmediata acción internacional.

Desarrollo mis ideas:

Si se considera que los derechos fundamentales son el reconocimiento y la asignación por parte de una colectividad, de determinados bienes cuyo beneficio es considerado justo y necesario para todos, entonces se comprenderá que las libertades no son otra cosa que el usufructo de derechos. En otras palabras, el reconocimiento y la asignación de un bien tiene como consecuencia inmediata la creación de un límite, la demarcación de una esfera de acciones legítimas, de otras que no lo son, pues afectarían al bien otorgado. En este sentido, libertades y prohibiciones emanan del derecho, y la libertad no es más que la posibilidad de actuar legítimamente.

Pues bien, cuando en el Artículo 1 de La Declaración se dice que todos los seres humanos nacen libres; cuando en el Artículo 3 se afirma que todo individuo tiene derecho a la libertad; o en el Artículo 4, que nadie estará sometido a esclavitud ni a servidumbre, o en el Artículo 13, que toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia, asistimos a un absurdo circunloquio sobre un derecho no reconocido abiertamente, el de la autodeterminación.

Tratar de afirmar un derecho a partir de las libertades que de él emanan, es una vasta labor que arriesga ser insuficiente, pues es muy probable que queden acciones legítimas sin enunciar.

Cuando en el Artículo 5 se dice que nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos inhumanos, crueles o degradantes ¿qué derecho está expresado así, de forma negativa? ¿El derecho a la presunción de inocencia, el no mencionado derecho a la integridad física y moral, o el aún más vago derecho a la dignidad? La dificultad de reconocer un derecho a partir de una prohibición, es que no quedan claros los límites, lo cual lo vuelve inexigible en términos positivos, y permite que sea vulnerado en circunstancias no previstas o cuando varía la interpretación de lo que se prohíbe.

El Artículo 6, que dice: «Todo ser humano tiene derecho, en todas partes, al reconocimiento de su personalidad jurídica» nos lleva directamente al problema de la nacionalidad. No es lo mismo reconocer un derecho que otorgarlo. El Artículo 6 está redactado de tal forma que ni las instituciones internacionales ni los gobiernos nacionales se ven obligados a otorgar personalidad jurídica, sino a reconocerla cuando ya ha sido otorgada. Esto deja a millones de personas en la indefensión, pues viven en países cuyos gobiernos carecen de los recursos necesarios (o la voluntad) para identificar y tener el historial de cada uno de sus habitantes.

Aquí se pierde la fabulosa oportunidad de que la personalidad jurídica no sea otorgada por un gobierno nacional sino por una instancia internacional capaz de velar por derechos de todos.

Uno de los problemas centrales de La Declaración es que plantea derechos universales que sin embargo deben ser garantizados por gobiernos nacionales, que privilegian a sus ciudadanos y funcionan como sistemas de exclusión.

Todos los hombres tienen derecho a la educación, a la salud, a la vida, al trabajo, etc. en su país y no fuera de él, y como los países están en continua lucha comercial, resulta que unas naciones se esfuerzan para que otras (la mayoría) no puedan garantizar los derechos humanos de sus habitantes.

En este contexto queda evidente el cinismo del segundo inciso del Artículo 15, que dice: «A nadie se privará arbitrariamente de su nacionalidad ni del derecho a cambiar de nacionalidad». La palabra «arbitrariamente» permite que el mundo sea un sistema de explotación basado en la imposibilidad de miles de millones de personas de cambiar de nacionalidad, a pesar de que en sus países no tienen garantizado ningún derecho.

Mientras no exista un organismo internacional democrático, capaz de imponerse sobre las arbitrariedades de las grandes potencias, La Declaración Universal de los Derechos Humanos no será más que una bella declaración o, en el mejor de los casos, un ideal. La universalidad de los derechos humanos implica necesariamente la existencia de un gobierno internacional capaz de garantizarlos; lo demás son palabras y buenos deseos.

El Artículo 16 que trata sobre el derecho a casarse (que en realidad sería una libertad otorgada por el derecho a la autodeterminación) omite escandalosamente desarrollar los temas de la paternidad y los derechos del niño, que al ser considerados años después en declaraciones independientes, pierden la contundencia de ser incluidos en una sola declaración. Además, comete el error de considerar que los matrimonios sólo pueden ser formados por hombres y mujeres.

Los Artículos 18, 19 y 20 hablan del «derecho a la libertad de», lo cual es absurdo. Como mencioné al principio, las libertades emanan de los derechos y no al revés. En vez de hablar de libertad «de pensamiento, de conciencia, de religión, de opinión, de expresión», bastaría afirmar que los hombres tenemos derecho a expresar nuestras ideas, rendirle culto a nuestras creencias y tener acceso a los medios masivos de comunicación.

Más allá del Artículo 27, creo que el tema de la investigación científica (como la de otra índole) y la socialización de sus beneficios, merece tratarse en un artículo aparte, al igual que el derecho a la información, cuya naturaleza y oportunidad deberían especificarse.

Los derechos expresados en los Artículos 22, 23, 24 y 25, son los que menos se respetan, y esto es grave, pues no tener alimentación, vestido, vivienda, trabajo o asistencia médica, pone en peligro la vida, que es sin duda el derecho universal más importante.

El mundo ha cambiado mucho desde 1948. Ahora tenemos los conocimientos y los medios de producción suficientes para garantizar la supervivencia de todos, y sin embargo privilegiamos el derecho a la propiedad. Nos parece justo que naciones ricas tengan gastos superfluos, mientras obligan a las naciones pobres a cumplir compromisos y pagar deudas que ponen en riesgo los derechos fundamentales de sus habitantes. Nos parece loable que unas cuantas personas ganen millones de veces más de lo que necesitan, mientras las mayorías desesperan en la miseria.

Esta visión errada debe modificarse con la redacción de una nueva Declaración Universal de los Derechos Humanos, que deje clara la supremacía de la vida sobre la propiedad, derrumbe el sistema de explotación creado por las fronteras, y abra el camino para replantear las estructuras básicas de la ONU.