En libro que se lee con asombro de descubridor, el pensador alemán Franz J. Hinkelammert describe una escena más que sugerente. Al hablarle a un empresario sobre las consecuencias de los ajustes estructurales (neoliberales) en América Latina, la destrucción del ambiente y la pauperización creciente de la población como resultado, el interlocutor le replica: «Todo […]
En libro que se lee con asombro de descubridor, el pensador alemán Franz J. Hinkelammert describe una escena más que sugerente. Al hablarle a un empresario sobre las consecuencias de los ajustes estructurales (neoliberales) en América Latina, la destrucción del ambiente y la pauperización creciente de la población como resultado, el interlocutor le replica: «Todo eso es cierto; pero usted no puede negar que la eficiencia y la racionalidad económica han aumentado».
De esa gráfica manera el autor de El sujeto y la ley. El retorno del sujeto reprimido (Editorial Caminos, La Habana, 2006) comienza una recopilación de ensayos que enfocan la modernidad como el período histórico en el cual toda la sociedad es interpretada y también tratada a partir del concepto de la racionalidad formal o, en las palabras de Max Weber, de la racionalidad medio-fin. Aquella que absolutiza un criterio de costos: lograr un determinado objetivo con el mínimo de medios.
Es decir, la eficiencia y la racionalidad como aportaciones de la competitividad, en nombre de la cual son transformados los valores supremos. «Esta competitividad borra de la conciencia el sentido de las cosas. Las percibimos ahora como realidad virtual. El trigo, aunque alimente, no debe ser producido si su producción no es competitiva» Incluso, «una cultura humana que no produce competitividad tiene que desaparecer. Niños que previsiblemente no podrán hacer un trabajo competitivo, no deben nacer. Emancipaciones que no aumenten la competitividad, no deben realizarse».
A estas alturas, cualquiera comprenderá que de ese modo, inherente al mercado desalado, el capitalismo no choca simplemente con una clase social, sino con la humanidad en pleno, pues induce una crisis de supervivencia de la propia especie que Hinkelammert resume alegóricamente con la lidia de dos que cortan la rama del árbol sobre la que están sentados, tratando cada uno de ser el primero en cumplir la tarea, «el más eficiente». Como este hecho vendría a suponer el suicidio, objetivamente no entraña ningún significado en verdad racional, pues «quien elige la muerte, elige la disolución de todos los fines posibles». En aras de una racionalidad utilitaria, se olvida a la persona, a la medida de todas las cosas según Protágoras, el griego célebre.
Por tanto, nuestro autor concluye que la racionalidad medio-fin aplasta la vida humana y la de la naturaleza, lo que evidencia su carácter potencialmente irracional. Porque, y esto lo acotamos con el economista francés Michel Husson, el capitalismo quiere responder a aspiraciones legítimas como sanar a los enfermos de sida o limitar las emisiones de gases que provocan el efecto invernadero a condición de que todo ello pase bajo las horcas caudinas de la mercancía y el beneficio. «En el caso del sida, el principio tangible es el de vender los medicamentos a un precio que rentabilice el capital, aunque este precio sea asequible (no más que) a una minoría de las personas necesitadas. Es la ley del valor la que se aplica, con su propia eficacia, que no es la de curar al máximo de enfermos sino la de rentabilizar el capital invertido».
Ahora, al asumir que hasta el «socialismo histórico» -a la cabeza, el modelo soviético- se enmarcó de cierta forma en los paradigmas de esa modernidad productivista a ultranza, a despecho incluso de la finitud del planeta, algunos andan desasidos de toda cordura, intentando hallar en el Norte la brújula para resolver problemas que atañen con más fuerza a la sociedad mercadocéntrica, que Hinkelammert, Husson y todo ser de luces proclaman causante por antonomasia del declive de la civilización, de la crisis universal.
Crisis que se puede apreciar con toda nitidez, verbigracia, en la lucha contra el efecto invernadero. Aquí también las potencias capitalistas (los grupos industriales y los Gobiernos) rehúsan dar el menor paso hacia una solución que incluya y privilegie al sujeto, como la planificación energética a escala planetaria. Y buscan sucedáneos que tienen por nombre «ecoimpuestos» o «derechos de contaminar». En opinión del citado intelectual galo, se trata de hacer entrar la gestión de este problema en el espacio de las herramientas mercantiles, donde, para ir más de prisa, se actúa sobre la base de los costos y los precios, en vez de actuar sobre las cantidades, conforme a una racionalidad verdadera.
En lugar de comprender que, con la rama, estaría uno cortándose la vida. Y el sentido de la vida es precisamente vivirla. No la eficiencia, la «racionalidad económica», que quizás se debería dejar, con el calificativo de razón pragmática, en el apartado de ideas funestas, porque, de ella seguir siendo, a la postre nadie sería más.
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