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Crítica del Capitalismo (III)

Fuentes: Rebelión

A) MÁQUINAS HUMANAS. La primera maquinaria fue la máquina humana colectiva, ensamblando cuerpos humanos por cooperación. Fue este un método simple de obtención de plusvalía, basándose en el mero efecto sinérgico que dimana de la aplicación coordinada de muchas fuerzas individuales de trabajo, de cuyo resultado conjunto se logra un efecto mayor que la mera […]

A) MÁQUINAS HUMANAS.

La primera maquinaria fue la máquina humana colectiva, ensamblando cuerpos humanos por cooperación. Fue este un método simple de obtención de plusvalía, basándose en el mero efecto sinérgico que dimana de la aplicación coordinada de muchas fuerzas individuales de trabajo, de cuyo resultado conjunto se logra un efecto mayor que la mera suma individual una a una de las mismas. Ese resultado aprovecha momentos críticos, esto es, tiempo, o también hace uso del espacio, como suma de trabajo contraído a puntos concretos de éste. Las civilizaciones agrarias y los primeros estados históricos han hecho un amplio uso de estos métodos (cap. XI, especialmente pps. 264 y 265). El efecto sinérgico se explica a su vez por toda una plétora de mecanismos psicológicos, mecánicos, etc. El capitalismo, formalmente, cumple la misión histórica de unificar trabajos individuales, desperdigados e independientes. El mayor protagonismo del capital en su puesto de mando, su abandono de la vieja condición simultánea de obrero (el patrón que también trabaja) cuando menos a tiempo parcial, guarda estrecha relación con el límite mínimo de obreros que tiene bajo su explotación. Al margen del desarrollo de las fuerzas productivas, y en general, cuando éstas se encuentran en un bajo nivel, la sola cooperación de obreros enlazando operaciones que tanto aprovechan el momento crítico como la proximidad espacial, conforma una natural tendencia hacia el crecimiento de la plusvalía producida; y hace que la masa de obreros explotados aumente más y más. Esta es la plusvalía absoluta, sólo contrarrestada por la expulsión que la nueva maquinaria provoca, a cada paso en que se desarrollan las fuerzas productivas. La maquinaria, paradójicamente, expulsa obreros, pero a los que precisa absorber, los concentra. Requiere su jugo vivo todo junto. La reducción de los contingentes obreros también interesa al capital, por la función ideológico-política que desempeña entonces: obtener la sumisión de los desempleados y los subempleados que, en el mercado laboral, equivale a una efectiva concurrencia entre oferentes de trabajo, la competencia que los obreros entablan fieramente entre sí, como vendedores de mercancía que, a fin de cuentas, ellos son. El capital diezma al trabajo justamente cuando ya no desea seguir en aquellas condiciones en que el gigantismo industrial provoca el apelotonamiento obrero en reducidos espacios y regiones, causando, sin querer, el aumento de la resistencia proletaria, el progreso de su conciencia de clase y el cada vez más revolucionario cuestionamiento de la autoridad del capital y de sus acólitos, llámense estado, iglesia, policía o ejército. El propio capital reúne a una población obrera que antes, en su condición de campesinos o artesanos semiproletarizados, estaba sometida a la dispersión y a la falta de solidaridad.

B) PROGRESISTAS, TECNÓCRATAS, FELIPISTAS Y «PELOTAZOS»

Las «nuevas tecnologías» y el resurgimiento del trabajo doméstico y la explotación dispersa tratan de evitar este apelotonamiento de obreros en zonas calientes de conflictividad laboral, en suma, de auténtica lucha de clases, guerra abierta y declarada. La apuesta decidida que los ministros socialistas españoles de la «etapa del pelotazo» (Solchaga, Boyer, Solbes) hicieron por una desindustrialización de las comarcas rojas y proletarias, constituye uno de los ejemplos más escolares de esta tendencia a substituir la plusvalía absoluta por la relativa. Fue la imposición de un plan de «aligeramiento» de un capital que, en términos constantes, ya era demasiado gigante en proporción a la capacidad productiva del país, y ese c gigante asfixiaba la realización de capitales ligeros que aguardaban a la expectativa de una más pronta y fácil formación de sus plusvalías. Se puede decir que en el periodo éste del socialfelipismo, se cumplieron los sueños dorados de una parte importante de la banca. Sus actividades especulativas contaron con la cómoda base de una iniciativa capitalista individual más apetitosa para ser financiada. Empresas insignificantes de servicios, telecomunicaciones, negocios hortofrutícolas y mercado inmobiliario, amén de muchas actividades improductivas, fueron la pista de aterrizaje de unos capitales especulativos que, si no emigraron a Sudamérica (fundamentalmente) buscaron aquí su salida. La rentabilidad ideológica de estas operaciones fue mayúscula. Los puntos calientes de la resistencia «roja» fueron atacados con violencia por la fuerza policial a las órdenes de los ministros más neoliberales que ha habido en la historia del estado español. Se decían socialistas pero, como suele ocurrir, fueron los mejores agentes de la globalización en esta época: los reformistas privatizadores. Mejores agentes que cualquier político conservador que ni puede jugar al despiste, pues ya se le conoce por la traza, ni tampoco es capaz de engañar o corromper con tanta facilidad a las burocracias sindicales.

El ataque a la clase obrera de los años 80 fue la precondición para la adaptación del estado español a las exigencias del capitalismo internacional. Adaptar España a su condición (convertida en destino) de «potencia media» exportadora de productos agrícolas y receptora de turistas. No otra cosa desearán los capitales de EEU.U. y de la U.E. Así, los cinturones rojos de las comarcas industrializadas fueron desabrochados, especialmente en las periferias geográficas. La minería y la siderurgia se sentenciaron a muerte. De ese modo, ya en los 90, el capital centralista, ansioso por cumplir la misión que a él se le exige en el extranjero, pudo lanzarse a otros ataques (divide y vencerás): el asalto a los nacionalismos que, en parte, es también un asalto a las burguesías periféricas cuyos intereses están orientados de forma más autónoma, y viven de facto con un mayor grado de independencia del papel estatal como inversor industrial. A partir de las reconversiones socialistas, el «problema de España» se agudizó. Muy pocos teóricos del marxismo están dispuestos a señalar esta conexión. No han querido ver la maniobra: al vencer a la clase obrera clásica en los sectores pesados (con un c elevado, ciclópeo, siempre de forma relativa a la capacidad productiva del país), el estado planificó la sustitución de una «lucha de clases» tradicional, por una lucha contra las naciones periféricas. Socialistas y conservadores hicieron, en sus respectivos periodos de gobierno, un ataque coordinado en dos etapas. La reconversión económica de los 80 fue el primer paso para una reconversión ideológica de la conciencia de los pueblos de España. El capital centralista -fundido al aparato del Estado como en un bloque- es sabedor del terrible efecto que supondría la unión de la lucha de clases con la lucha generalizada por la autodeterminación nacional. Sería, ni más ni menos, que «reventar» Madrid, y con ella, su invento (decimonónico) de «España».

Y ahora tenemos una «izquierda» que de «unida» no tiene más que el nombre. Prisionera de su propio reformismo, inoculado por obra de golpes de estado internos, e incluso esclava de su colaboracionismo con los gobiernos anteriores, se aferra a un centralismo disparatado (véase, p. e. el clan de los «comunistas» cordobeses) y a una obsesión por las reformas «en la esfera de los valores»: la paridad de gobernantes y gobernantas, los matrimonios de gays y lesbianas, etc. Son políticos que ya no tienen ni idea de lo que significa la lucha de clases. Ellos mismos, como desclasados, ávidos por trepar y por reformarse a sí mismos, constituyen una vergüenza para el movimiento obrero y la izquierda más genuina. Sólo por esa vergüenza que provocan, enrojecen a los demás.

C) ALINEACIÓN OBRERA Y DESPOSESIÓN DE CONOCIMIENTOS.

Llevamos dicho que el trabajo, tratado en el capitalismo como una sustancia formal homogénea, que hace abstracción de sus diversidades, de sus diferencias de cualificación, calidad, penosidad, etc., es medido en términos de fracciones de tiempo para así poder ser pagado a un determinado precio. El precio oscila sobre un valor que viene marcado, única y exclusivamente por el tiempo. Este trabajo -como mercancía- es un continuo fraccionable en términos de pago, y mensurable, en términos de tiempo. Sin embargo, bajo otros aspectos, el trabajo es diverso de un continuo, y materialmente puede entenderse como series y sistemas de operaciones. Estas operaciones son cursos de acción que, al contemplarse desde el punto de vista lógico, exigen un tratamiento discreto. El capitalismo, que desde el ángulo mercantil exigió del trabajo (de todo trabajo) una consideración a la par continua y fraccionable, desde el punto de vista de la lógica material, no obstante, jugó con la posibilidad de un fraccionamiento de las operaciones. La división del trabajo tal y como se ha hecho en Europa desde el comienzo de la edad moderna, ha supuesto una revolución «operacional». El taller, que en sí es una reunión de oficios cualitativamente diversos, y que por tanto va más allá de la simple cooperación (una cooperación compleja frente a la cooperación simple de oficios homogéneos), fue el escenario condicionante para una progresiva atomización y desglose de operaciones. La separación que el obrero padece con respecto a sus medios de producción, así como con respecto a la finalidad y panorámica de la misma, es ya absoluta. El obrero, al especializarse en una operación simple, fraccionada en un todo que lógicamente ya se le escapa, se idiotiza forzosamente, se convierte en instrumento que orgánica y operacionalmente es un absurdo al margen del gran organismo, llamado taller.

«…el obrero, reducido a ejecutar de por vida la misma sencilla operación, acaba por ver convertido todo su organismo en órgano automático y limitado de esa operación, lo cual hace que necesite, para ejecutarla, menos tiempo…» (p. 274).

En este caso, el análisis real de una operación en sucesivas micro-operaciones a las que se entrega forzado el obrero también produce efectos sinérgicos, como ya viéramos en la cooperación simple. Mayor concentración, ahorro de movimientos, repetición constante, etc. Psicología y mecánica colaboran en este mayor desgaste de fuerzas, pero se produce, no obstante una venganza de la primera: la fatiga mental, que supone la monotonía, la ausencia o la falta de variedad de estímulos, y otros efectos perversos para la mente y el cuerpo humanos. El obrero, al reducirse ontológicamente a la simple condición de órgano de una unidad superior, incoa en su propio cuerpo, en su radical unidad psicofísica el proceso de diferenciación evolutiva que posteriormente asiste también a los instrumentos y máquinas. Marx, citando a Darwin (p. 276, nota 6) analiza la especialización de la industria, análoga como es de la especialización de la naturaleza. Un órgano especializado (léase, una operación o un instrumento mecánico) alcanza su máximo rendimiento si ha perdido versatilidad de posibilidades y ha quedado fijado a solo una de ellas. En la industria, con anterioridad a la sucesiva diferenciación evolutiva de instrumentos y de colecciones sistémicas de éstos (máquinas) ya fueron la propia mano y el mismo cerebro del hombre los que han tenido que padecer ese cierre de posibilidades, ese recorte en la gama (intrínsecamente humana) de cursos de acción alternativos. Los diques y las constricciones a la operatoriedad humana se impusieron bruscamente. Animalización y cosificación de seres humanos, todo a una, estuvieron en el origen del obrero moderno, el obrero de la manufactura. La introducción ulterior de la maquinaria haría de éste un apéndice de los medios de producción. No fue grande la ganancia para el obrero. La rutina y repetición ad nauseam de operaciones manuales simples se trocó ahora sobre las labores más auxiliares y periféricas de la máquina. Los órganos artificiales que la tecnología de la época no podía simular: percepción, autocontrol, la inspección y mantenimiento de la máquina en sus ciclos productivos, etc., fueron otros tantos procesos -siempre auxiliares y subordinados a ella- no menos agotadores (sensorialmente) y alienantes para el hombre que los realiza.

«…la división del trabajo en la manufactura no sólo simplifica, y, por tanto, multiplica los órganos cuantitativamente diferenciados del obrero colectivo total, sino que además establece una proporción matemática fija respecto al volumen cuantitativo de obreros o a la magnitud relativa de los grupos de obreros especializados en cada función. Este régimen desarrolla, a la par con la ramificación cualitativa, la regla cuantitativa y la proporcionalidad del proceso social del trabajo.» (p. 281).

El artesano pre-capitalista reunía en su saber-hacer secuencias de operaciones que forman todo un sistema, orgánicamente orientado por el producto final de su trabajo. El capitalismo no parte ya de una diversidad antropológica una vez definidas las especies humanas por sus conocimientos prácticos, por su sabiduría técnica, de la cual dimanasen diferentes tipos de objetos que esas especies de oficios pueden hacer y en los que se especializan. Ahora, desde una división capitalista del trabajo, desde los tiempos de la manufactura, el «obrero colectivo» es una figura monstruosa y real, la abstracción y la imagen genérica de una fuerza de trabajo que sólo se puede «agarrar» por medio del estudio de las capacidades psico-físicas de la especie animal. El capitalismo hace su análisis del obrero colectivo. Las funciones y capacidades del cuerpo y la mente se diferencian (cualitativamente) y a cada una le corresponde un cupo (cuantitativo) en la totalidad productiva. La descualificación progresiva comienza en el mismo momento en que las «funciones superiores» son requeridas sólo por reducidos contingentes de obreros. Aunque siempre hay una aristocracia de trabajadores, al especializar su formación en funciones técnicas e intelectuales (ingenieros, contables, etc.) que se desarrolla al aumentar la complejidad de los procesos productivos, la base ingente de descualificados que el capitalismo debe emplear periódicamente se hace mayor, para intentar así no perder el tren en la producción de plusvalía.

Hoy, en plena era de la «revolución cibernética» la producción manufacturera ha regresado con fuerza inusitada. Localmente, se observa en ciertas industrias rudimentarias (textiles y zapateras) en sur y el levante españoles. Otro tanto diremos, a una escala mundial y gigantesca, de la manufactura esclavizante de numerosos países asiáticos y americanos al servicio de unas multinacionales que, a la hora de producir los acabados, en el marketing y en las finanzas, presumen no obstante de estar «a la vanguardia». En cabeza, desde luego, de la explotación cuasi-esclavista de niños y mujeres, sectores de población en los que se ceba la neo-manufactura.

«La maquinaria específica del periodo de la manufactura es, desde luego, el mismo obrero colectivo, producto de la combinación de muchos obreros parciales» (p. 283)

Según sea la operación, así habrá de ser el obrero. Los talentos y aptitudes naturales de los seres humanos se adaptan a las operaciones que proceso productivo requiere en cada caso. La deformidad del obrero crece toda vez que la «totalidad» sólo corresponde a ese «obrero colectivo» que el capitalismo se va encargando de analizar y descomponer de manera abstracta. Muy por el contrario, la deformidad, la unilateralidad y la parcialidad del obrero-instrumento son condiciones clave de la obtención mayor plusvalía en la industria manufacturera. Los especialistas en ser, simplemente, trabajadores carentes de toda cualificación, es decir, los peones, aparecen en este sistema junto con los detallistas más parciales, una aberración más del capitalismo que consiste en crear más y más ramas que, a costa de especializar, idiotizan, pero también crean esa especie particular de trabajadores multi-uso, cuya formación no ha costado lo más mínimo (pues carecen de ella) y así su valor como fuerza de trabajo es escaso (pps. 284-285).

Cuanto leemos en el capítulo sobre la División del Trabajo y la Manufactura (Cap. XII) sigue siendo muy vigente, como quiera que la producción manufacturera y todo género de trabajos manuales siguen siendo actuales. Más aún, objeto de un empleo masivo, especialmente si nos dejamos guiar con criterios mundiales y vemos que la primera fase de penetración del capitalismo en los países poco desarrollados consiste en lanzarse como fieras ávidas de plusvalía a esos mercados precarios de trabajo. Léase:

«No es el cambio el que crea la diferencia entre las varias órbitas de la producción; lo que hace el cambio es relacionar estas órbitas distintas las unas de las otras; convirtiéndolas así en ramas de una producción global de la sociedad unidas por lazos más o menos estrechos de interdependencia. Aquí la división social del trabajo surge por el cambio entre órbitas de producción originariamente distintas pero independientes las unas de las otras. Allí donde la división fisiológica del trabajo sirve de punto de partida, los órganos especiales de una unidad cerrada y coherente se desarticulan unos de otros, se fraccionan -en un proceso de desintegración impulsado primordialmente por el intercambio de mercancías con otras comunidades – y se independizan hasta un punto en que el cambio de los productos como mercancías sirve de agente mediador de enlace entre los diversos trabajos. Como se ve, en un caso adquiere independencia lo que venía siendo dependiente, mientras que en el otro, órganos hasta entonces independientes pierden su independencia anterior». (p. 286).

D) EL PROCESO DE CAMBIO: DESARTICULADOR DE LA SOCIEDAD YA EN TIEMPOS PRE-CAPITALISTAS.

El auge del cambio que en el Neolítico fue conociendo la historia humana, fue el inicio de un proceso pre-capitalista de rotura de lazos naturales o fisiológicos que fue la misma base previa del posterior auge de otros modos de producción que tuvieron lugar en la historia, como el capitalismo. Se rompen unos lazos y, a cambio, se engarzan sectores de la sociedad que antes vivían al margen unos de otros. P.e., una tribu que vive separada geográficamente de otra, o en su interior, una persona que apenas traba contacto con otro miembro de la comunidad, dejando atrás la azarosidad o los criterios meramente rituales, sexuales, etc. De un contacto, traban entre sí a partir de ahora una conexión necesaria que la naturaleza no habría prescrito. En un primer momento -prehistórico, protohistórico- son las comunidades enteras las que traban los cambios y las que se organizan internamente para su orientación a unos mercados esencialmente externos. Cuando se analiza el proceso de cambio y su relación con la división interna del trabajo en la producción manufacturera en comparación con las sociedades arcaicas, la cuestión de la autoridad dirigente de todas esas sucesivas adaptaciones sociales internas queda muy bien localizada en la clase burguesa, propietaria privada de los medios de producción. En su necesidad de legitimación ante los demás elementos de la sociedad, la clase burguesa se ve impulsada a contratar a hechiceros y a notables de toda índole, que a cambio de su jornal como colaboradores de la planificación productiva, animan, instan, recortan o censuran las ramas productivas, los oficios y ocupaciones que estimen convenientes. Toda una caterva de intelectuales, economistas, expertos, estetas e ideólogos se afanan en cumplir esa labor. Las sociedades tradicionales, pre-capitalistas, también tienen sus sistemas jerárquicos: el rango, la edad, el prestigio guerrero, mágico o religioso se entrevera de todas estas funciones y decisiones. La propiedad comunitaria de los medios de producción, no por existir en desconocimiento de la propiedad privada, es inmune a la desigual distribución de privilegios, beneficios, honores y prestigio. La emergencia del cambio, y por ende, del tráfico circulatorio entre sociedades ya supone unos mínimos de diferenciación interna de los trabajos, especialmente manuales. La gradual jerarquización de aquellas sociedades, por su parte, está relacionada con procesos de índole militar que también son de interés económico. La caza de hombres, como ya señalara Marx, es la fase subsiguiente a la mera dependencia del hombre que vive de la caza. Las elites guerreras dominan el comercio y anhelan objetos de lujo, armas metálicas, artículos suntuarios y refinados. Esto a su vez estimula el desarrollo de artesanos especialistas. Bien pudieron ser esas elites guerreras o (de forma mixta) sacerdotales, los planificadores a priori de las nuevas divisiones del trabajo. En cambio, la producción manufacturera solamente a posteriori admite los reajustes oportunos en la división del trabajo.

E) MONSTRUOSIDAD ANTROPOLÓGICA Y SOCIAL.

El obrero de la manufactura es convertido en un monstruo; ni siquiera puede decirse de él que es el resto degradado de un oficio antiguo. Monstruo, contra natura, pues es creado artificialmente al ver hipertrofiadas unas habilidades parciales en detrimento de todas las demás. La fuerza de trabajo es, de manera sustancial, degradada a una mera capacidad desgajada que así interesa al mercado. Los obreros se ven reducidos a la condición de «autómatas vivientes» (p. 293, nota 40). Tras este nefasto precedente de la producción manufacturera, el capitalismo consistirá en parcelar todas las tareas humanas de que es capaz. No estarán excluidas, andando el tiempo, las tareas propias de la inteligencia. También estas se parcelarán y se verán sometidas a un proceso de valorización mercantil (p. 295, nota 48). Los poseedores de capacidades -y de ninguna otra cosa- pugnan en el mercado para que sean valoradas sus mercancías, esto es, por que se pague por su desempeño y así poder obtener medios de vida. El trabajo manual, primero, y el intelectual, después, corrieron en el reino de la manufactura cuesta abajo hacia su monstruosa y progresiva degradación. Esta caída fue, materialmente, la perdida misma de vínculos con los medios de producción que, en regímenes anteriores garantizaban a los poseedores de las capacidades una autosuficiencia. La colección de capacidades que guardaban, antaño, el campesino, el artesano o el intelectual, eran indisociables de su patrimonio, de su propiedad (si quiera parcial) de unos medios de producción. Ahora, tras la entrada en escena del periodo de la manufactura, sólo el capitalista posee estos medios productivos y sólo él puede dispensar los medios de vida que requieren las personas trabajadoras, el propio profesional intelectual al no poder seguir siendo dependiente de vínculos personales de lealtad, familia, amistad o vasallaje más o menos disfrazado, al no poder ser criado de un señor, en una palabra, que le mantenga, debe vender sus capacidades, y más en concreto, debe vender el desempeño bajo salario de las mismas como si fuera un proletario más. Escasas serán las «profesiones» no manuales que el capitalismo va consintiendo como «liberales». El hombre parcial o parcelado, degenerado física y espiritualmente (p. 296) tiene aquí un punto histórico de comienzo.

El análisis del Capital que Marx hace es también un diagnóstico de la patología que la industria y el modo capitalista de producción crean en la civilización. Un verdadero ataque a la vida que Marx denuncia antes que Nietzsche, y de forma más concentrada en las causas determinantes, señalando en la producción manufacturera la raíz del mal cancerígeno que no sólo habrá de afectar a una clase social o a unas periferias desfavorecidas. A través del proletariado, el mal se extiende a la civilización en su conjunto. El origen del intercambio económico, la división del trabajo, la caza de hombres y el consecuente esclavismo, la religión organizada y el estado… muchas han sido las etapas precedentes de la «monstruosidad» que, en el origen, se ha instalado en la cultura humana. Desarrollo unilateral de inhumanas capacidades en el hombre, para hacer de él una bestia mecánica inútil si no es exprimible en el proceso de producción. Proceso que acaba siendo un dominio del trabajo muerto sobre el vivo, por medio del artificio legal según el cual el trabajo muerto es propiedad del capitalista -sujeto ocioso que compra fuerza de trabajo vivo, y la recorta o estimula según sus propios intereses, en su beneficio privado sin importarle nada los «derechos naturales» o «humanos» y otros cuentos de hadas, dones inherentes supuestamente a esa fuerza de trabajo viva, que para él no es sino mercancía que compra. Como tal fuerza que se vende, nada en su aspecto humano, ningún vestigio de lo que como «parte formal» recordara la totalidad «Hombre», importarán ya más al capitalista. Es la fuente explotable, es la vivificación de los medios de producción; esto es, la causa motriz de que su capital muerto fructifique en forma de capital viviente y excedente, renovando el valor de lo ya invertido y produciendo, por la magia misma de la fuerza viva explotada, más capital.

F) TRABAJO PARCELADO Y BARBARIE COGNITIVA.

Una sociedad altamente comercial no por ello es una sociedad capitalista. Hubo de transformarse en mercancía el trabajo, «única mercancía que no podía comprar el comerciante» (p. 292). La organización gremial era una suerte de «incrustación» del trabajador en la sociedad civil. «En general el obrero se hallaba indisolublemente unido a los medios de producción, como el caracol a su concha, y esto impedía que se produjese lo que es condición normal de la manufactura, a saber: la autonomía de los medios de producción como capital frente al obrero» (ibídem). El obrero de la corporación gremial no era libre absolutamente de escoger patrón, ni tampoco libre de pujar por su trabajo o servicio, que entonces no puede denominarse mercancía. La adquisición del saber-hacer suponía la formación «integral» (no siempre prestigiosa ni bien remunerada) en un oficio. Los oficios artesanos, no obstante, constituyen la aplicación integral de lo humano a una materia, a una clase específica de operaciones que, si bien fueron predominantemente manuales, no por ello estaban del todo exentas de una carga cognitiva grande, acumulada por largos siglos de mejoramiento y tradición, en suma, de experiencia. El gremio era un recorte «institucional» de la sociedad que volcaba sobre sus aprendices esa inversión. El recorte -más o menos institucionalizado- de unos oficios frente a otros, y más en general, la división del trabajo previo, es anterior al propio capitalismo. Este nace específicamente con la manufactura. La producción de manufacturas supone el «descuartizamiento» de las operaciones y no, en cambio, el recorte institucional de unos oficios frente a otros. «Mientras que la división del trabajo dentro de la estructura total de una sociedad estuviera o no condicionada al cambio de mercancías, es inherente a los tipos económicos más diversos de sociedad, la división manufacturera del trabajo constituye una creación específica del régimen capitalista de producción» (ibídem). El taller ya no es una mera suma de obreros, cada uno conservando su oficio, cooperando de forma simple. El obrero está ahora mecánicamente desgajado, pues él no es la totalidad que se ha tomado como punto de partida, el a priori natural que fuese sometido a clasificación según talentos, aptitudes, destrezas, etc. Muy de otra manera, son las operaciones mismas las que se analizan estrictamente como tales. Se descomponen sin tener en cuenta el agente ejecutor de las mismas. El obrero imprime fuerza motriz o destreza manual, visual, etc. a procesos continuos en los que su tarea se inserta mecánicamente. Este obrero, intersubstituíble por cualquier otro, y con una inversión en formación (el valor de su fuerza de trabajo) tendente al mínimo, es simple órgano del taller manufacturero. Ya no posee un saber-hacer. Los conocimientos pretécnicos y precientíficos que caracterizan al trabajo artesanal se han desvanecido. El obrero de la manufactura es un resultado de la radical separación entre ciencia y trabajo. El paso de los años, desde los tiempos de la manufactura hasta el día de hoy, sólo va a profundizar más y más en esa brecha que a su vez se efectúa en el interior del segundo término, en la ciencia misma, entendida no ya sólo como conocimiento, sino como el trabajo mismo de la ciencia. El trabajo especializado y jerárquico que ya se practica en nuestras universidades y grandes centros de experimentación. Ejércitos de científicos y técnicos proletarizados ya han desperdiciado buena parte de su formación «integral» renunciando a ella, o quizá desconociéndola por completo. Y, a cambio, han recibido buenas dosis en cucharadas de un saber-hacer de ultraespecialistas con el que desconocerán para siempre los arcanos. Ellos se dejan dominar por una elite que les dirige. En su cúspide esa elite está al servicio de grandes multinacionales y departamentos militares, como se sabe.

Esta división creciente entre trabajo y ciencia, por un lado, y de cada término en su propio interior, se ha agudizado, educando a varias generaciones en la idea alienante de que es natural que esta deriva de la historia sea (cada vez más) así. «Todo se especializa» y «ya nada es como antes». Estas son frases que se dejan oír con dogmatismo, como si fueran destinos inexorables, verdades que se imponen por sí mismas. Pero la historia humana la hace el propio hombre. Marx se remonta a Vico (p. 303, n. 4) para dejar bien claro la diferencia de base que se abre entre el materialismo histórico y el materialismo «abstracto». Que vivamos en un mundo cada vez más lleno de cachivaches, y que la producción de todos esos artilugios y futilidades se justifique por la necesidad de dar empleo a un número siempre creciente de estómagos, no tiene nada de inevitable. Es una estructura histórica determinada la que padece este régimen, y es la colaboración, la complicidad y la intencionalidad de la burguesía internacional y de sus acólitos lo que sostiene el tinglado. El materialismo «abstracto» (no marxista) es, si cabe, mucho más nocivo cómplice de la burguesía que el idealismo. Eficaz en sus engaños y alienante en sus prédicas, colabora con el Capital en su dominación. Porque la prédica de este materialismo filosófico (anti-marxista) siempre acaba en la resignación, en el fatalismo. El materialismo abstracto siempre ha sentido una fascinación acrítica por las ciencias deterministas. Desde los viejos precedentes del mecanicismo ilustrado y el positivismo, este materialismo alienante ha entrado en la formación de muchas cabezas y en modas sucesivas. El neopositivismo, tan certeramente denunciado por Marcuse, como fabricante de alienación, y como corriente paralizante de todo espíritu crítico, tuvo sus contrapartidas orientales en el estalinismo soviético. En el pobre erial hispano creció una planta rara, el «materialismo filosófico» de Gustavo Bueno que muy pronto ofreció rasgos cruzados de este doble linaje, neopositivista y estalinista. La mera jerarquización (disfrazada de dialéctica) entre ciencias alfa-operatorias y beta-operatorias (y sus respectivas estabilizaciones desglosadas internamente) fue el truco del que G. Bueno se sirvió para poner a su propio método como por encima de las distintas disciplinas y metodologías en curso. Lejos de ser la filosofía un «saber de segundo grado», trascendental en el mejor sentido kantiano, la filosofía buenista tuvo muchas novias y preferidas que no le corresponden a ese cariz posterior y de segundo grado. Especialmente, es así con las ciencias deterministas, todo lo serias que pueda llegar a ser, y que para el materialista ingenuo son paradigma de abstracción y rigurosidad. Las insuficiencias que estos enfoques propios del «materialismo abstracto», quizá por el desconocimiento radical que del proyecto marxista hacen gala, ponen al día las distancias que Marx ya señalara en El Capital entre su enfoque dialéctico y todo otro materialismo abstracto. El proyecto marxista a favor de lograr una ciencia de la historia, y no precisamente una ciencia dotada de «metodologías alfa-operatorias», deterministas y explicativo-causales, al modo de la física y la química, y muy lejos de todo ideal geométrico, es algo patente en los escritos de Marx. El proyecto de Marx, el descubrimiento del «continente historia» nada tiene que ver con esos favoritismos de una falsa filosofía como «saber de segundo grado». La historia en Marx no es la «historia positiva», de primer grado o la «historia fenoménica» a la que tanto se refiere Bueno. La historia en sentido histórico-dialéctico es historia estructural. Las estructuras que el propio hombre hace, como agente de su propia historia, también hacen las veces de determinantes de las formas de existencia social una vez construidas en sus sucesivas capas. El conocimiento de las mismas estructuras, y de las vías de su construcción-destrucción hace de la historia la ciencia ideológica por excelencia, única que siendo empírica y filosófico-transcendental a la vez, puede convertirse en herramienta de emancipación.

G) MUNDO MECÁNICO Y FENOMÉNICO.

La siguiente fase del capitalismo es la aplicación masiva de la maquinaria, que deja atrás la fase de producción manufacturera (Cap. XIII). Con ello hay un desplazamiento desde el aspecto subjetivo hacia el objetivo en lo que atañe a la manipulación de los factores que, dentro del capitalismo, tienen que cambiar.

Las totalidades que G. Bueno denomina «fenoménicas», tales como una «cultura», una «identidad cultural», y otros conceptos sociales, no por resultar así calificados se ha de pensar que no sean reales. Fenoménico, aquí, debe entenderse en un sentido kantiano, realidades en tanto que nos son conocidas, y tan sólo una burda contraposición a lo «esencial», dentro del platonismo más injustificado, nos impediría entender que dichas totalidades se comportan de un modo dialéctico. El propio despliegue de los fenómenos convierte a las totalidades en reales en cierto sentido, efectivas, y en su propia auto-constitución se levantan también estructuras inéditas o se modifican otras previas, de una manera plenamente inmanente y teniendo siempre en cuenta en ese proceso el papel de la agentividad de los seres humanos que actúan en las estructuras. ¿Cómo se puede defender que el devenir «fenoménico» de las totalidades sociales es una nueva construcción ideológica, un mito? De esa clase de nebulosas ideológicas (que en realidad envuelven estructuras productivas) es de la que se nutre la historia. Historia que es ontología en su mismo despliegue. El propio materialismo que denuncia los conceptos estáticos y substanciales, como «cultura», «sociedad», etc. comete el error escolástico de crearse un espantajo igualmente escolástico para así poder creer que lo suyo es combatir dando manotazos en el aire. Pues lo que no es substancia queda reducido, platónicamente, a simple fenómeno. Este «materialismo filosófico», que nada tiene que ver ya con Marx, no sabe una palabra de dialéctica.

Veámoslo en el caso de la maquinaria. La historia «fenoménica» en realidad va pariendo términos y estructuras inéditas. La historia es gestante de novedad objetiva. Véase p. e. el progreso de la maquinaria en la industria a partir del fin del periodo de la manufactura. La máquina es una estructura sistémica que ya engloba en sí a las herramientas. Estas dejan de depender directamente del manejo del obrero. La máquina, al crecer en complejidad, va arrebatando más y más herramientas al obrero, dejando de ser éste el demiurgo de la producción (p. 316). La máquina «maneja ella misma su instrumental». Por su parte, el obrero va perdiendo autonomía y dominio sobre la máquina. Se acopla él a la misma, y no a la inversa. El obrero se va convirtiendo en apéndice complementario y subsidiario de la máquina. El capitalismo mundial es una red de máquinas que se expande objetivamente y se impone como ley eterna y sobrehumana sobre la mayor parte de las poblaciones humanas. La misma subordinación que aqueja al obrero en la esfera de la producción va propagándose de forma progresiva al conjunto, a la totalidad social. El fetichismo que ejerce la tecnología sobre las conciencias modernas no es más que la versión última que ejerce el fetichismo de una realidad plúmbea que se impone por encima de conciencias que ya asumen su condición de esclavos y enanos. La pérdida de autonomía operatoria en la evolución reciente de la tecnología es, por lo demás, análoga a la pérdida misma que los seres vivos experimentan en la evolución biológica al integrarse en unidades superiores, a modo de incrustaciones, como incorporaciones sintéticas. Tal es el caso de la célula según la teoría de los «simbiontes». Perdiendo su libertad (en ciertos respectos como movilidad, iniciativa reproductiva, etc.) la unidad funcional de vida contrae relaciones simbióticas irreversibles con otras para formar organismos multicelulares. Por cierto, que el mismo ser unicelular libre quizá pudiera ser un resultado del acoplamiento simbiótico de -al menos- dos seres heterogéneos al inicio (Margulys). Pues bien: otro tanto se diga, por vía de analogía, de la pérdida de «libertad» de la herramienta, libertad operatoria que en rigor corresponde al obrero que la acciona. Su inclusión en un sistema de herramientas combinadas y, luego, la incorporación de una fuente motora que impulsa esos movimientos combinados y específicos, relega al obrero a un papel subsidiario. Aniquila su cariz artesano irreversiblemente.

La máquina es capaz de desarrollar su trabajo de una forma prácticamente gratuita pues el desgaste de la misma, su consumo productivo, es lento y como valor reaparece distribuido de manera infinitesimal en la miríada de productos (de valores de uso) que produce en serie. En términos de valor, la máquina es trabajo muerto. Las generaciones precedentes han inculcado su valor (trabajo) en estos objetos, una subespecie más de los productos del capitalismo que se destina a la reproducción de capital y de nuevos productos. La máquina forma parte del capital constante, y haciendo mentalmente del Mundo un enorme Capital Social, siempre constante, desde el punto de vista de su conservación al (re)producirse el valor, la maquinaria es aquella gigantesca malla creciente que, tendencialmente, atrapará a toda operatoriedad humana y la someterá más y más a unos cauces rígidos preestablecidos. De la misma manera que el habitante de la ciudad es redirigido en su caminar cada dos pasos que da, detenido por semáforos y geométricamente encauzado en todo momento, así es el hombre de la sociedad tecnológica, que sustituye su natural expresión a favor de manifestaciones pre-ordenadas por esta estructura.

A más maquinaria, tendremos un mayor peso de las máquinas capaces de reproducirse. Se trata de la «producción de maquinaria mediante maquinaria» (p. 319) que caracteriza a la sociedad actual. Que las máquinas se van «liberando» de su aprendiz de brujo, el hombre, viene a ser un hecho constatado de la evolución de nuestro régimen de producción. A medida que los gestores de las compañías transnacionales crecen en su poder de dirección y manipulación sobre los individuos, la humanidad misma pierde el control colectivo sobre la parte constante del capital, que en su automatismo ciego y en su reproducción siempre ampliada, se equipara a una ley divina o natural, contra la que no tienen cabida reacciones, tan solo sometimiento. En rigor, así sería inevitablemente si no fuera porque esta instauración de la ley capitalista no dependiera de los planes y programas de los capitalistas y sus gestores, cuyo único instinto es producir plusvalía. Para este fin, todas las máquinas del mundo, por sí solas, no serían capaces de producir un átomo de plusvalía si no se explota la fuerza de trabajo.

El peso que el trabajo mantiene en sus reivindicaciones contra el capital, en efecto, ha disminuido como resultado del auge de la maquinaria y el desplazamiento masivo de la fuerza de trabajo. Pero eso no quiere decir, en modo alguno, que la producción de plusvalor no proceda directamente de la explotación de la fuerza de trabajo. La maquinaria suple la fuerza de trabajo en gran medida, pero la máquina existe porque se le ha inoculado esa fuerza de trabajo en generaciones anteriores. Puede eliminar fuerza humana de trabajo presente, pero su capacidad productiva deriva del hecho incuestionable de la explotación pasada de la fuerza de trabajo. Políticamente podrá decirse que en el mundo desarrollado la fuerza de trabajo ha perdido poder en la lucha contra la burguesía a consecuencia del automatismo y la tecnificación. Eso tiene mucho de cierto en esta pequeña fracción del mundo que constituyen los países altamente desarrollados. Pero, ontológicamente, es un error mezclar este hecho con la cuestión genética del origen de toda plusvalía. H. Marcuse cometió errores de este tipo en El Hombre Unidimensional , envueltos en muchos de sus grandes aciertos. Desde luego, no hay una igualdad proporcional entre el trabajo que las máquinas desplazan en el presente y el trabajo que las máquinas han requerido para su existencia. Ricardo ya vio esto (p. 321, nota 30). La máquina desaloja más obreros, pero también es el resultado de una evolución de la explotación del trabajo, en la que la pirámide humana de agentes vivos empleados se va haciendo más estrecha y aguda en los tiempos recientes. La base «muerta» esto es, pasada, de fuerza laboral explotada en los sistemas pre-tecnológicos ( p.e. cooperación simple, trabajo manufacturero) era una base bien ancha. El origen de la máquina tiene a sus espaldas el «derroche de fuerza humana», y en cualquier fase de evolución del capitalismo la alta tecnología sólo es compatible con ese derroche simultáneo, de ese estrujamiento de la carne humana. La Inglaterra decimonónica de Marx, la apoteosis del progreso victoriano y la civilización tecnológica, era, al mismo tiempo, la Inglaterra que empleaba a mujeres en vez de caballos (p. 323) por su mayor baratura. El capitalismo suele crear las condiciones para que la «población excedente» se aproveche de forma casi gratuita y no sólo en las colonias y excolonias de la periferia, sino también en la misma metrópoli.

H) DESARROLLISMO Y NEGREROS EN EL ESTADO ESPAÑOL.

El «desarrollismo» no es desconocido en este bendito Estado Español, que algunos llaman complacidos, la «novena potencia mundial». Mientras se ha desalojado de sus puestos a la clase obrera cualificada en una reconversión industrial que fue al mismo tiempo un crimen social, ahora vemos con pasmo que la explotación de personas como si fueran mulos, en mucha de la agricultura capitalista del Levante y del Sur, es una moneda corriente. ¡Qué barato es un cuerpo humano hambriento y sin papeles! Desde luego, la mecanización siempre será unilateral y limitada mientras el cuerpo de una persona sea un objeto tan barato. El capitalismo, en este proceso, rompe las barreras del decoro (dogmáticas para la burguesía) de todos aquellos que tienen la desgracia de no ser beneficiarios del sistema. Las exigencias de la producción fuerzan al trabajo forzado y recortan incluso la libertad formal de las personas, terminando (cerrando) la dicotomía hipócrita entre ambas. La libertad siempre pregunta un para qué, y en el nuevo sistema del siglo XXI de los campos forzados de trabajo, los seres humanos sin papeles son no-personas que deben renunciar a ciertas necesidades legales (derecho de reunión, visibilidad en locales públicos, derecho al ocio, etc.). Las profecías de la utopía tecnológica que declaraban la progresiva «abolición del trabajo» no hacen más que estrellarse contra la evidencia de una creación expansionista de miseria y sobre-explotación física del ser humano. La alta rentabilidad que supone contar con seres humanos hacinados cerca de los centros productivos, carentes de familia y sin arraigo, se reproduce en esta nueva agricultura de alta rentabilidad que coexiste en el Sur y el Levante, con unos medios rurales despoblados en el Norte y la Meseta, después del genocidio social que históricamente se ha cometido contra estas últimas zonas. Estas ya no existen sino en descomposición y declive irreversibles, quizá subsistiendo por subvenciones a costa de la agricultura de los países extraeuropeos. El capitalismo favorece esta concentración de trabajadores inmigrantes, pues a corto plazo se evitan los costes y riesgos de una deslocalización, o de una pérdida de competitividad. Permite, así mismo, la acumulación en aquellos ambientes que no ha mucho apenas fueron unos cuantos pequeños y medianos capitales.

Los trabajos forzados destinados a la «población excedente» ya tuvieron horrendos precedentes en los orfanatos victorianos y en la esclavización intra-familiar que hacía de cada obrero no ya sólo un hombre explotado sino el capataz que hacía la mediación, como padre de familia, para la venta de su mujer y de sus hijos. Ahora, la Unión Europea prevé la imposibilidad de rechazar los puestos de trabajo ofrecidos si el trabajador está en el paro, perdiendo el empleo toda apariencia de contrato libre entre proveedor y demandante del mismo. El capital busca ávidamente en las canteras del trabajo (pps. 324-325) y a él no le importa disgregar familias o truncar infancias así como «confiscar» a las madres. Este proceso, descrito por Marx, lo seguimos viendo hoy. Cuando, en medios educativos y en la administración de servicios sociales se habla de «familias desestructuradas», el régimen de producción aparece siempre como un ente lo suficientemente abstracto como para ser culpabilizado de tales patologías. Y, sin embargo, el alto porcentaje de proletarios y subproletarios que la sociedad siempre (re)produce desde estos hogares rotos, esto es, desde esos no-hogares, es condición indispensable para surtir un mercado laboral de descualificados, o para producir carne humana para el tráfico. Léase, emigración. Los sistemas educativos, que de forma voluntarista siempre podrían elevar sus exigencias y niveles incluso en condiciones económicas muy austeras y hasta cercanas a la pobreza, deliberadamente produce, no obstante, porcentajes aceptables de «fracasados». Y esto lo vemos más significativamente en ambientes de holgura generalizada y consumismo universal, lo que se percibe hasta unos extremos abrumadores en un estado como el español, la «novena» potencia (¿) mundial, según se precian en decir algunos representantes de esa misma «potencia». Las necesidades de incorporación de fuerza laboral que precisa la maquinaria, más el sector agrícola y de servicios apenas supone una cuota restringida de titulados para cada nivel requerido por las fuerzas productivas, muy insuficientemente desarrolladas en la mayoría de los sectores, y en especial en el industrial tras las reconversiones. Por ello, nada debe sorprender que ese tercio de «fracasados» del sistema educativo coincida con la cuota de hogares más destruidos por las presiones que el régimen productivo ejerce sobre la parte inferior del proletariado, la parte más castigada por las prolongaciones desmesuradas de la jornada laboral, y por la inestabilidad y multiempleo forzoso de ambos cónyuges, generalmente en estado laboral precario. El ambiente del hogar y la educación «informal» de los niños se degradan en extremo, y así se puede reproducir, a modo de seguro contraído a favor de los capitalistas, una parte descualificada e inerme (pero no inmigrante) del proletariado.