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Crítica del Capitalismo (IV)

Fuentes: Rebelión

En esta cuarta parte de nuestra lectura del tomo I de El Capital de Karl Marx (citamos según la edición del F.C.E., México, D.F., 2000) pasamos revista a la acción destructiva que el capitalismo ejerce sobre la naturaleza, el hombre y las culturas. El Capital es motor y efecto, al mismo tiempo, del mundo mecanizado […]

En esta cuarta parte de nuestra lectura del tomo I de El Capital de Karl Marx (citamos según la edición del F.C.E., México, D.F., 2000) pasamos revista a la acción destructiva que el capitalismo ejerce sobre la naturaleza, el hombre y las culturas. El Capital es motor y efecto, al mismo tiempo, del mundo mecanizado del cual el ser humano se convierte en mera pieza y esclavo.

A) LA MÁQUINA Y LA DESCUALIFICACIÓN DEL HOMBRE.

La máquina es la encarnación y la prolongación del capital. El capitalista hace las veces de conciencia y voluntad de la máquina (p. 331). Con ella, para cada mercancía que se crea, el tiempo humano de trabajo se reduce, pero para el trabajo como mercancía se vuelve imprescindible una prolongación hasta extremos extenuantes para que así el obrero pueda hacerse con los medios elementales de vida (vestido, habitación, comida). Esta relación dialéctica que la sociedad tecnológica establece con el tiempo es la clave para comprender la degeneración universal del sistema de vida de las masas asalariadas, que han de contraer gravosas hipotecas no ya sólo para la vivienda, hecho que es obvio, sino para una serie de «bienes» que exigen «cuotas de tiempo» periódicas e intensivas: educación de los niños, afectividad hacia estos y hacia el cónyuge, tiempo para el esparcimiento y la mejora de la propia personalidad, etc. La escasez de tiempo en la dictadura del trabajo es altamente represiva, y además del bajón cultural que afecta incluso a los más altos empleados y directivos, estalla bajo formas perversas y patológicas de agresividad, desafecto, desorientación. La degradación del proletariado menos formado, y la gradual formación de un subproletariado de gentes desalojadas por la máquina y centrifugadas hacia la marginalidad o el parasitismo, es algo que debe ser entendido a la luz de la caída del valor de la fuerza de trabajo que produce la máquina. La máquina deprecia este valor, e incluso la valoración moral que se tiene de él.

La sociedad industrial se caracteriza por un gran dinamismo, que siega la base que crece bajo sus propios pies, permitiendo la floración de plantas muy jóvenes, pero tristemente condenadas a ser, de nuevo, cortadas de raíz cuando apenas habían sabido algo de su ciclo de desarrollo. Esas plantas a que nos referimos son las ramas nuevas de la industria. Se desplazan ejércitos enteros de obreros, desalojados del proceso productivo con cada nueva máquina que ha penetrado en una rama, cuya inclusión, ciertamente, recluta a muchos obreros productores de la nueva máquina, amén de los nuevos obreros que se han de reclutar en sectores primarios directamente suministradores de aquella máquina (minas, p.e.) pero también siega puestos de trabajo en mayor porcentaje y a mayor ritmo en comparación con los nuevos que se crean (p. 369). Por su parte, el aumento y acumulación de plusvalía creada en la sociedad relacionada con el aumento extraordinario de fuerzas productivas (en el sentido intensivo y extensivo) crea una capa inmensa de empleos improductivos, la clase «doméstica» junto con aquellas profesiones «ideológicas» (abogados, políticos, militares) que en El Capital entran en el mismo saco que los criminales, mendigos y parásitos que forman toda una capa improductiva cada vez más numerosa en una sociedad mecanizada. Si bien la clase obrera (productores directos) internacional no ha cesado de crecer en términos absolutos, es su proporción relativa la que ha descendido en los países más avanzados y este dato, a la fuerza, se ha traducido en pérdida de importancia política para el proletariado. El efecto nocivo de la maquinaria sobre el trabajo supuso no sólo un abaratamiento de éste, sino una degradación de las condiciones laborales y el establecimiento de condiciones nuevas, «complementarias» del taller mecanizado: trabajos domiciliarios, utilización de personal más descualificado y explotable sin resistencias (niños, mujeres).

Con la expansión de la maquinaria la mayor parte de las ramas de la industria, los restantes aspectos de la sociedad, se van subordinando a ella. Las aglomeraciones de obreros y el efecto en el urbanismo, o la innovación legislativa. En cuanto a ésta cabe decir que se va creando con toda la sempiterna ambigüedad del mundo jurídico, a saber, a) reconocimiento progresista de los derechos a tenor de los nuevos hechos, y b) una sanción formal de una situación de facto, y por tanto una esencia intrínsecamente reaccionaria del derecho, que parte del sufrimiento, la rutina, la esclavización de los cuerpos humanos a los dictados de las máquinas, a su vez animadas éstas por el interés privado de unos capitalistas parasitarios del esfuerzo obrero.

En el Manifiesto Comunista (citado en nuestra edición de El Capital, p 407, nota 221) se decía: «la burguesía no puede existir más que revolucionando incesantemente los instrumentos de la producción, que tanto vale decir el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social». Ocurre en nuestros días que el protagonismo activo de ese sujeto, la burguesía, queda desplazado, si bien la burguesía permanece en un papel de perceptora de la plusvalía. La casta de tecnócratas gestiona el desarrollo de las fuerzas productivas, y en esa gestión se incluye, en muchas ocasiones, la paralización temporal o la dilación del desarrollo de esas fuerzas productivas. Sí, pues, la afirmación del Manifiesto sigue siendo válida en el caso de que la burguesía hubiese de desarrollar aún sus funciones activas de sujeto, de cumplir su «misión histórica» progresista, en el sentido relativo, es decir, progresista respecto al régimen feudal en decadencia. Pero ¿qué puede hacer ya la burguesía como clase en este mundo? Ella, cada vez más parasitaria de un complejo científico-técnico, militar e industrial que funciona con un cariz cada vez más autónomo y en el que está entreverado el estado y una aristocracia de accionistas (muy minoritaria) controladora de las grandes transnacionales. La clase burguesa como tal, mientras sea beneficiaria, receptora de plusvalías generadas a través de ese aparato, y mientras se vea defendida, además, de toda ofensiva obrera, renunciará a todo protagonismo y a toda innovación, sea ésta en el capítulo de la organización empresarial o en el de los adelantos técnicos.

La mecanización de la vida, en la dialéctica de Marx exhibe, desde luego, ambos aspectos antagónicos, el «positivo» y el «negativo» y esta dicotomía de antagonismos está presente en todo El Capital. El lado «positivo» de la burguesía se está perdiendo, así como también el flanco positivo de la mejora de la clase obrera como resultado de su mayor instrucción y de la extensión de enseñanzas técnicas (p. 408) a capas cada vez más amplias del proletariado. La descualificación del trabajo asalariado no ha hecho más que volverse cada día más compleja, figurando en contra del obrero (o del técnico) en formación unas exigencias cada vez más altas e inversión (de tiempo, de estudio, en adiestramiento). Lo mismo cabe decir del llamado «Estado del Bienestar» motivado a correr con esos gastos. Obreros cada vez mejor formados, que llegan a confundirse con ingenieros y otros titulados superiores o medios, ya existen en abundancia pero su valor de cambio como fuerza de trabajo tiende a la baja como resultado de esa abundancia. La sociedad industrial tardía destruye las esperanzas que «por el lado positivo» todavía Marx depositaba en el capitalismo en su sentido progresista, siempre a superar. Llevaba razón el Marcuse del Hombre Unidimensional cuando afirmaba que la sociedad industrial puede hoy, en virtud de su ciclópeo desarrollo técnico, unificar las contradicciones sin superarlas, crear entre ellas una identidad estática que, por supuesto, afecta también al pensamiento, tal y como se revela en el mismo lenguaje orwelliano de nuestros días («guerra limpia», etc.). Materialmente, este tipo de lenguaje y este pensamiento son posibles desde el momento en que las cúspides de la clase obrera del primer mundo y sus burocracias sindicales han apostado a favor del reparto de plusvalía que les toca, en vez de luchar contra el capital (cuotas que son migajas en comparación con la enorme acumulación de las transnacionales, y esos aristócratas del mundo obrero se han convertido en cómplices de una dictadura del Capital, la cual también es dictadura del pensamiento.

B) DESCUALIFICACIÓN DEL OBRERO Y DICTADURA DEL PENSAMIENTO.

La descualificación de los obreros también afecta de forma anidada incluso a los más formados de entre ellos. Los ingenieros, universitarios y técnicos especializados, compitiendo entre sí como mercancías bípedas que son, tan solo consiguen en porciones minoritarias escalar puestos hacia un nivel burgués de vida que apenas una generación atrás veían asegurado. La formación, que en el esquema clásico era vista como garantía e inversión absoluta para evitar la proletarización, hoy ha caído en picado como valor en sí. Cada año de formación vale menos, pues la oferta de cerebros que los estados han lanzado a los mercados es muy superior a la demanda en lo que atañe a la mayor parte de las titulaciones.

C) » Y ESQUILMARÁS LA TIERRA.»

La gran industria es señalada por Marx como la fuente de todo agotamiento (el de la tierra, el del obrero) (pps. 422-423). La enorme liberación de las fuerzas productivas es también el «arte de esquilmar» tanto a la tierra como al hombre. La concentración de grandes masas de obreros en las periferias industriales de las ciudades, condición que se creía necesaria para el advenimiento de la lucha por el socialismo, fue también una condición para el grave desequilibrio entre el hombre y la naturaleza. La gran industria rompe las vías de retorno de la parte natural de los productos que ha consumido el hombre. Metabólicamente, la gran industria es un crimen contra la materia, que Marx supo ver muy bien en estos pasajes suyos, que dan ciento y raya a los plúmbeos enfoques sistémicos que tanto gustan a los ecologistas de nuestro tiempo.

D) LA ESCLAVITUD DEL TRABAJO.

La producción de plusvalía absoluta es la condición de la producción de la plusvalía relativa. Esta última es una vía específicamente capitalista, que consiste en la manipulación de los aspectos técnicos y de organización del trabajo, de tal forma que la jornada de un obrero sea más intensiva y más productiva, esto es, que pueda rendir mayor cantidad de valores de uso en una misma unidad de tiempo. Toda vez que histórica y biológicamente no se puede alargar indefinidamente la jornada laboral del obrero, se vuelve necesario un mayor aprovechamiento intensivo de la fuerza de trabajo de éste, dentro de los límites (naturales o convencionales) de la jornada laboral.

Toda jornada laboral de un obrero se descompone en dos partes, de extensión variable, pero con una relación entre ellas tal que el alargamiento de una parte es a costa de la otra. El tiempo de trabajo necesario se entiende que es el necesario para reproducir sus medios de vida. El tiempo de trabajo «extra», es el que ha de servir gratis a su patrono. El tiempo de trabajo necesario es una magnitud relativa. Depende del nivel de vida, en sentido técnico y cultural, de un país en una época determinada. Es claro que la gran industria abarata los medios de vida en cuanto son mercancías producidas masivamente, en serie y con un ahorro considerable de trabajo, entiéndase, de valor. Los obreros de los países avanzados pueden hoy consumir medios de vida que hace apenas un siglo se considerarían inalcanzables para la aristocracia más refinada. En definitiva el capitalismo puede reducir cada vez más la cantidad de tiempo de trabajo necesario para poder reproducir la fuerza de trabajo gastada. Por consiguiente mayor es la extensión de la otra parte de la jornada que un obrero tiene que regalar forzosamente al patrono.

Hablar del «valor del trabajo» supone, en verdad, una especie de licencia poética. Tanto como hablar del «valor» en sí (p. 450). El obrero convertido en vendedor de su fuerza de trabajo es realmente el obrero que enajena su propia fuerza. La arranca de sí propio y permite que otro se posesione de los resultados de su ejercicio, en concreto, de sus rendimientos. Imaginariamente, la sociedad trata operativamente la fuerza de trabajo como si fuera una mercancía. En un mundo regulado por mercancías, el trabajo también ha sido reducido a mercancía. La imaginación colectiva es la que permite estos tratamientos puramente operacionales, es decir, reglas que ignoran cualquier esencia. La cínica razón del sistema capitalista no sabe una palabra sobre esencias indestructibles, salvo cuando al sistema le interesa invocarlas en forma propagandística. El trabajo en sí mismo no es una sustancia que pueda venderse. Tampoco lo es el obrero fuera de un régimen esclavista. Es la fuerza que puede desarrollar el trabajador lo que está en venta, y esta no es una cosa preexistente sino una capacidad que como tal -potencialmente- promete ponerse en marcha, en ejercicio, por cada unidad de tiempo en que se ha ejercido.

El obrero recibe unidades de salario. El obrero tanto como su pagador creen que este salario es el precio del trabajo. Pero esta consideración vulgar esconde que esta fuerza de trabajo tiene un doble aspecto, como valor de uso y valor de cambio. Como valor de uso el trabajo siempre es concreto. Es una utilidad particular (la del zapatero, la del sastre, etc.). Pero es también un trabajo creador de valor. El trabajo de hoy desempeñado por el obrero le es pagado con el trabajo suyo de hace una semana, o el del último mes. El proceso de producción capitalista, en rigor, el proceso de producción de capital, expresa una dialéctica sujeto-objeto. El trabajo, esto es, la fuerza subjetiva de la riqueza (p. 480) produce sin cesar la «riqueza objetiva», es decir, el capital. Pero esta riqueza objetiva le es ajena, se ha extrañado del obrero, y el capital se le aparece como «una potencia extraña a él que le domina y le explota». El objeto también produce al sujeto, está esencialmente interesado en la producción y reproducción de los obreros para seguir existiendo para crecer, para ser Capital, en definitiva. El obrero consume sus fuerzas, las desgasta solo para que el salario le permita reponerlas (y a su familia, eventualmente) a duras penas. Este auto-consumirse, este desgaste no forma parte de una «lógica eterna de la vida». Es la lógica históricamente condicionada que ha impuesto el Capital. El Capital, una vez formado, a tenor de un «programa» automático y ciego de crecimiento (crecimiento maligno, como el de un cáncer) ha creado al obrero tanto como éste produce capital en cada unidad de tiempo.

La vida, y aquí hablamos de la parte variable del capital que se invierte en obreros, ésta vida, la de los obreros, es la única fuerza subjetiva, fuente del valor. La vida, decimos, se subordina enteramente a los dictados de este programa cancerígeno: producir más y más. El consumo de la clase obrera (en la parte en que su ocio y nivel de vida lo permita) forma parte integral del programa de acumulación incesante del capital. Ahora bien, el autoconsumirse del obrero durante el proceso productivo apenas está contrarrestado por el mínimo necesario concedido por el capital para que el proceso de creación de plusvalía no se interrumpa.

En la jornada laboral, el consumo de alimento, bebida y la toma de descanso se reducen a «un simple incidente del proceso de producción» (p. 481) que frecuentemente ha sido necesario regular tras luchas y querellas de obreros y patronos. El dato basta para la equiparación del obrero con la máquina en nuestro sistema capitalista. El obrero también requiere combustible, aceite y agua, y su auto-consumo productivo llevado hasta el abuso, e incluso la muerte, haría de la reposición de hombres un fenómeno muy gravoso, provocando interrupciones en el proceso productivo. En aquellos casos en que la enfermedad crónica, la jubilación por invalidez forzosa o el retiro por edad hacen del obrero una suerte de máquina vieja y marginable, no por ello ese obrero deja de pertenecer -junto con todos los de su clase- al capital. No deja de ser un producto del mismo, y por ello se reserva el derecho de reducirle ahora a la condición de trasto viejo e inservible. Los obreros prejubilados, ya que su rama productiva no interesa y se considera no-competitiva, o el minero joven aquejado de silicosis, p.e. son más proletarios que nadie, pues el capital ha dejado en ellos la huella: los ha requerido y puesto en movimiento mientras sus cuerpos sirvieron para la producción de plusvalía, y mientras esa rama productora de plusvalía era buena. Después, si con todo ya no interesan, su expulsión o retiro que llaman, a veces, «de oro» no es otra cosa que un arrinconar por parte del Capital aquello que le pertenece (p. 482). El capital ejerce su derecho sobre sus pertenencias; él ha pagado a sus criaturas, pone sobre la mesa las condiciones en las que éstos despojados demiurgos han de retirarse. Solo la resistencia obrera consigue mejorar esas condiciones de jubilación, reciclaje o emigración forzosa cuando la clase obrera a punto de ser desocupada ya molesta y está de más:

«Por tanto, el proceso capitalista de producción, enfocado en su conjunto o como proceso de reproducción, no produce solamente plusvalía, sino que produce y reproduce el mismo régimen del capital: de una parte al capitalista y de la otra al obrero asalariado» (p. 487).

Forma y contenido. La distinción es fundamental a la hora de analizar el contrato de trabajo. La forma jurídica de una compraventa es la más adecuada a un régimen basado en la propiedad privada. Es una fórmula en la que aparentemente, y con mentira legal de por medio, se intercambian equivalentes. Una fórmula tal está llamada a encubrir el verdadero contenido. El obrero ha de regalar en cada intercambio una cantidad de trabajo, esto es, más trabajo del que se le paga. Falsamente, el régimen jurídico dice montarse sobre el trabajo para justificar la propiedad. Cuando la situación es justamente la inversa, los dueños de la propiedad y, por ende, los dueños mismos del régimen jurídico que defiende la propiedad (privada de los medios de producción) se abalanzan sobre el trabajo y dominan sobre él, obligándoles como a todo vencido (Vae victis!) a cambiar de forma no equivalente, y así la clase obrera debe recuperar con esfuerzo extra aquello que previamente se le ha robado (p. 492).

La relación entre forma y contenido es, pues, dialéctica y por parte de la forma (en un contexto dado de dominación hay que hablar de imposición de la forma) supone una mistificación del contenido amén del mero encubrimiento. El contenido de la transacción, lejos de quedar simplemente oculto a la mirada (epistemológica) queda trastocado ontológicamente, queda alienado pues esta no es una transacción en que se intercambien equivalentes. Le es forzoso al régimen capitalista incluirla como una transacción más al lado de las otras. Al hacerlo así, la mistificación se legitima en un régimen cuya consigna es la de la propiedad pero cuyo asiento, realmente, es el trabajo.

El trabajo tratado como mercancía es, de hecho y en esencia, mercancía, dentro de un régimen de producción que para ser feraz en plusvalía, productor de plusvalía, ha de ser también régimen de producción de mercancías. Todo cuanto se produce es económicamente relevante en cuanto es mercancía. La plusvalía que el obrero produce no se la queda para sí. Al haber vendido su mercancía (el trabajo) ya se ha despojado el obrero de los productos de su labor, incluyendo los productos excedentes. El comprador de la fuerza de trabajo se ha apropiado no sólo del valor producido, al quedarse con esos productos como objetos, sino también del uso de la fuerza de trabajo. Con ello la plusvalía huye del trabajador y se posa en las manos de su criatura: el capitalista. Este es producto de la plusvalía. La mano que la amasa crea las condiciones para su acumulación. Estas requieren que exista sólo un consumo parcial de la plusvalía pero que tal acumulación tras el consumo sea efectiva y cada vez mayor. Lejos de ser un premio a las inversiones previas del empresario, o una gratificación más o menos «justa» por sus abstinencias (lo que sería explicar la plusvalía refiriéndola a la esfera del consumo, un consumo diferido) la plusvalía es, al mismo tiempo, condición y resultado del propio proceso de producción de mercancías. En esta esfera productiva, y en este régimen concreto, orientado al mercado, es donde Marx sitúa su esencia. Sin un régimen productor de mercancías, podría hablarse acaso de excedentes, rentas, etc., pero no estrictamente de plusvalía.

Una forma de neutralizar al proletariado, al menos una parte de él, consiste en convertirle en proletariado improductivo. El proletariado romano (p. 501, nota 21) era un ejemplo. Mantenido a través de subsidios, una masa dócil precisamente por esa manutención, se desmoviliza a no ser bajo los dictados de su benefactor, a cuyos intereses generalmente sirve. El estado, o la clase que les mantiene, hacen de ellos una clase parasitaria. Esta situación resucita en nuestros días gracias a la explotación internacional de la fuerza de trabajo, cuya profundización permite hacer que los salarios desciendan al nivel en que se encuentran en los países atrasados del extranjero. Para deslocalizar las empresas en territorio nativo, hace falta comprar «paz social» y ello sólo es posible por medio del uso político e ideológico de plusvalías excedentes. Al otorgar sus prestaciones el estado burgués se disfraza de «estado social» y se beneficia en realidad a sí mismo, matando a dos pájaros con un solo tiro: soborna a una parte de la clase obrera, reduciéndola a una dócil improductividad, y se justifica a sí mismo desde un punto de vista ideológico gastando esos excedentes que no puede aplicar como inversiones de capital.

El desgaste del obrero es la conservación del capital, más la creación de nuevo valor. En la misma proporción en que el obrero ha consumido productivamente sus medios de vida para elaborar un producto, estos medios traducidos en valor han pasado a formar parte del valor de éste, al que siempre se le añade un valor «extra» que el obrero transfirió al producto y que no se le ha retribuido. El producto pertenece tanto al capitalista como también la fuerza de trabajo que ha comprado al obrero, y que engrosa el capital en el mismo instante en que el obrero la desgasta. Lo que éste desgasta, ya ha dejado de pertenecerle. El capitalista se lo queda: está reproduciendo su propio valor. El capitalista, al hacer trabajar a sus obreros, incluso cambiando equivalentes (tanto trabajo por tantos medios de vida), ya saldría con cierta ventaja por cuanto que ha conseguido reproducirse el capital. Sin trabajo, esto es, sin una masa de seres humanos forzados a trabajar a cambio de algo, el capital iría consumiéndose en virtud de las propias necesidades de sustento y preservación de la clase capitalista. Esta desaparece, o no llega a nacer, sino hay una masa crítica de seres humanos dispuestos a trabajar a cambio de algo. De esto se han encargado las condiciones históricas de la «acumulación primitiva». Las brutalidades de este pasado fueron «históricamente necesarias» para el capital, ya que la acumulación inicial sólo se logra con una gran masa de individuos desposeídos. La gran masa de trabajadores pudo quedar gradualmente atrapada por la masa de capital constante que, acrecentado, fuera disminuyendo relativamente el peso del capital variable y haciendo del trabajo un proceso más intensivo.

Por más que en la lucha política de cada día, y en la literatura socialista, se haga hincapié repetido en la confrontación entre capital y trabajo, las numerosas páginas de Marx en Das Kapital se orientan a señalar que esa confrontación a estudiar económicamente es de tipo objetivo, estructural, sobre la que se alzan (o incluso se desvanecen) sus manifestaciones polémicas, ideológicas o verbales. Una contradicción objetiva es, al mismo tiempo, una relación interna entre términos que, por confrontados desde un comienzo, son también complementarios y engendradores recíprocos. El capital engendra obreros capitalistas de igual modo que los obreros del capitalismo engendran los propios productos de que se apropian los capitalistas. Y engendran en su producción la plusvalía que crea y alimenta al capitalista y crea, en suma, al propio capitalista o amo que los esclaviza. Escribe Marx:

«Así como en las religiones vemos al hombre esclavizado por las criaturas de su propio cerebro, en la producción capitalista le vemos esclavizado por los productos de su propio brazo» (p. 524)

El concepto de relación interna, o de otra manera, la relación dialéctica, es de suma importancia para comprender la obra de Marx, y está presidiendo El Capital en la mayor parte de sus párrafos. La dialéctica presupone una mentalidad evolutiva. Este es el tipo de lógica que Darwin también movilizó a un nivel ontológico-especial pero que ya la filosofía Hegel precontenía.

Esta relación recíproca es interna, es decir, su análisis puede hacerse exento de la imposición o interferencia de un tercer elemento. Se observa siempre una respuesta en el término contrario ante modificaciones dadas en el primero tomado como referencia. Los cambios y las respuestas deben contemplarse en términos absolutos o relativos, globales o locales, en unas ramas u otras de la producción, etc. Así pues, en lo que atañe a los cambios experimentados en general por el trabajo, que ya Marx pudo observar imparables en su tiempo, el cambio hacia su mayor grado de productividad o intensidad, ya precontiene una historia de relación con el capital, agente inversor que se inocula él mismo en el proceso laboral y productivo.

La relación histórica del capital con el trabajo no se retrotrae al infinito, ni mucho menos. Hay eso que Marx llama una «base histórica» para la acumulación del capital. Esta acumulación, en contra de lo que han pensado tantos historiadores, es todo menos natural. En rigor es una historia de expolio y de dominación la que resume nuestro autor.

E) ACUMULACIÓN Y DESTRUCCIÓN SOCIAL.

Una vez creada la acumulación, los movimientos del capital incluyen los procesos de concentración y centralización, que a su vez interfieren siempre en sus respectivas particularidades con la situación de la clase trabajadora en cada tiempo y lugar. A medida que el capitalismo impera en el mundo y aniquila las bolsas de modos productivos pasados, la concurrencia entre capitales se va haciendo más feroz y exclusiva. El crédito pasa a convertirse en un «gigantesco mecanismo social de centralización de capitales» (p. 530). Hay una dialéctica interna de los capitales, de la cual la clase obrera puede obtener ocasionalmente algunas ventajas provisionales, pero a la postre tiende a imponerse una férrea jerarquización entre capitalistas. El pequeño y mediano capitalista acata y colabora con el grande por mor de una ley de simple supervivencia, reproduciéndose entonces ciertas condiciones de pirámides de poder que bien pudieran recordar al feudalismo.

En términos globales, la tendencia acumulativa del capital no tiene que ver con una función uniforme de crecimiento. Esta acumulación se da incorporando cambios cualitativos internos a la propia composición del capital. El capital constante va teniendo la tendencia a engrosarse a costa del capital variable. Y, en efecto, en términos absolutos el volumen de v aumenta sin ningún género de dudas pero no tanto en proporción relativa a la otra parte componente, el constate c. El capital total es cada vez más incapaz de ofrecer ocupación a la masa de obreros disponibles. Aumento de capital total en efecto es aumento de la ocupación de obreros pero intrínsecamente significa también aumento de una población obrera excedente. Los análisis burgueses que imperan hoy en la política, en la demagogia social, tan sólo nos hablan de «inversiones», públicas o privadas, como remedio mecánico, meramente sustractivo, de esa población obrera sobrante. Al no desear analizar la propia dialéctica del capitalismo, que incluye el estudio cualitativo y proporcional de las relaciones entre c y v, y al desear cegarse ante esta lógica de unos remedios que matan, el público permanece entonces quieto en masa, callado e impotente.

El análisis empírico exige un estudio de las proporciones cambiantes que los dos términos antagónico-complementarios experimentan a lo largo de un proceso histórico. Debe verificar las leyes que presiden estos cambios, contrastar los modelos y estructuras legaliformes con los cambios inducidos y registrados, etc. Pero detrás de estos procesos de análisis empírico debe encontrarse siempre la estructura dialéctica que domina, una estructura evolutiva y autogeneratriz. En el todo ya se incluye una pluralidad interna no caótica. Ese todo evolutivo, dialéctico y ordenado de forma pluralista es lo que en la investigación de Marx cabe llamar «Continente Historia».

Dentro de esta lógica dialéctica (en rigor, una ontología) la observación de estadísticas y el manejo de otros datos cuantitativos siempre estará enérgicamente subordinada a la apreciación cualitativa de los cambios de proporciones que se experimentan en los dos polos antagónico-complementarios: capital y trabajo.

La Demografía, al igual que la Ecología y otras tantas ciencias humanas susceptibles de ser estudiadas por medio de funciones matemáticas, no dejan de tener por ello leyes que le vienen impuestas por el modo de producción imperante sobre las poblaciones y los entornos. Marx señala que las leyes abstractas de población «sólo existen para los animales y las plantas, mientras el hombre no interviene históricamente en estos reinos» (p. 535). La Demografía es hoy, como la Ecología, la consecuencia del capitalismo a nivel mundial. Estas mismas leyes demográficas (o ecológicas) no valen para el feudalismo o el esclavismo antiguo. Los socialistas ecologistas de hoy, al hablarnos de un marco natural pre-económico y limitante, yerran por completo al desatender un pilar básico del marxismo (o socialismo científico) a saber, la dialéctica histórico-evolutiva que hace que imperen unas leyes matemáticas u otras distintas según el régimen económico imperante, que nada tiene de eterno y que por ello se constituye en objeto contingente de la historia.

Nuestro modo de producción engendra no sólo el proletariado sino las clases y fracciones que ni siquiera pueden aspirar a formar parte de él, aun extendiendo la base de las contrataciones temporales, sumergidas y precarias. El capitalismo crea constantemente esas bolsas marginales y toda la escoria de la producción, frecuentemente por expulsión tras haber sido utilizadas y enculturadas de forma irreversible en la nueva religión de los asalariados. Otras veces, ni siquiera han podido llegar a las puertas de la producción capitalista, y se encuentran en una suerte de reserva marginal, dándose las espaldas a sus modos indígenas ya inviables, pero a su vez rechazados por la rueda productiva capitalista (vid. p. 541).

Marx señala con intensidad el carácter antagónico de la acumulación capitalista. Allí donde más riqueza se acumula (acumulación de capital) justamente es donde también se acumula mayor miseria. Las regiones del mundo que todavía no hace mucho eran ingenuas con respecto a las leyes mundiales de acumulación, eran aquellas que paradójicamente siendo tildadas de «pobres», pero también eran, no obstante, aquellas en las que el pueblo podía vivir mejor (p. 549).

La acción brutal de las leyes capitalistas sobre áreas hasta hace poco autosuficientes y de claro predominio agropecuario aún hoy puede registrarse en la Península Ibérica. La imposición de un modo productivo capitalista con exclusividad dentro del campo, junto con la desindustralización de comarcas urbanas y semiurbanas próximas a esta vida rural digna (aunque espartana) ha desertizado regiones tradicionalmente dotadas de una alta densidad de población. Emigrar, desaparecer, es la alternativa que el capitalismo globalizado ha ofrecido a numerosos núcleos asturianos, p e., y muchas otras comarcas del norte peninsular. La alternativa turística (que no es una verdadera alternativa) ya era conocida en la Inglaterra victoriana que experimentó Marx en vida: los «pueblos escenográficos», donde la primitiva vida rural (y ahora hay que añadir también la minera, pesquera o industrial) queda reducida a un simple decorado, falso y estilizado, donde casi nadie pueda ya vivir por más que en las fotos parezca un «paraíso natural» y un museo viviente de etnología. Se representa a diario la comedia de una edad de oro perdida, que sólo en refugios severamente limitados en número (por las cuotas) pueden todavía contemplarse por la mirada de turistas. Esto es indecente.

En todas las regiones del mundo en que ha penetrado el capital, este exigió una profundización en la escisión entre trabajadores y medios de producción. Los esclavos y siervos, ligados como estaban a los demás medios de producción, no eran obreros «libres». Otro tanto se diga de los diversos miembros de una familia reunidos bajo un mismo techo o granja, o de las relaciones recíprocas y solidarias entre vecinos. Había una red de lealtades y deberes entre personas que no tenía que ser rota por la lógica del capital. Cuando ésta lógica ejerce su labor disolvente, una serie de personas que se insertaban en el aparato productivo con funciones y roles específicos de su sistema, se convierten de inmediato en obreros «sueltos». La red de lealtades y cooperaciones ya no existe para protegerles desde ese momento. Sólo colaborarán en la producción a través de una vía: la venta de su fuerza de trabajo al mejor postor. La eliminación de «rigideces» en los actos de colaboración (por razón de vínculos con la tierra, familia, hábito, vecindad) supone la desolada «libertad» del individuo. Libertad de emigrar. Libertad de pasar hambre sin una red difusa de apoyo.

La red de lealtades y cooperaciones precapitalistas tiene su máximo nivel de institucionalización en los gremios medievales a los que Marx dedica un interés especial (vid. p.e. pps. 608-609). Estos gremios mantenían a los trabajadores entre unas cadenas firmes. Los emancipados sólo podían venderse a sí mismos. O, de forma más correcta: sólo podían vender su fuerza de trabajo. Esta era su única mercancía pues previamente se les había desalojado y expropiado de sus tierras. Allí donde primero declinó la servidumbre y abundaban campesinos libres fue donde primero los nuevos señores hicieron presa, quedándose con tierras por medio del robo y la violencia.

A parte del robo de granjas y tierras, los nuevos caballeros de la acumulación saquearon terrenos de dominio público y otros bienes comunes. Con todos los precedentes de bandolerismo y depredación que se puedan encontrar en la edad media, los nuevos señores de la acumulación manifestaron una nueva voluntad de poder que, cínicamente, despreció cualquier ordenamiento jurídico-institucional. En efecto, el pilar de la edad media, que la hizo persistir como civilización en todo el occidente europeo fue el andamiaje (archicomplejo y jerárquico sólo en intención) de leyes, privilegios, derechos y todo tipo de ordenamientos. La edad media fue, ante todo, la Edad de la Institución. Pero cuando la voluntad de poder dejó de anidarse en esta maquinaria ordenancista, sólo quedó la feroz lucha por la existencia, la cuasi-naturalización de la ley del fuerte y del poderoso. No es que ésta ley no haya prevalecido también en el feudalismo, pero las formas y los moldes imprimían a esta ley cursos específicos y parcialmente limitados de acción. Con la crisis generalizada de las instituciones medievales a partir del siglo XIV, la desaparición paulatina del molde jurídico supuso, al mismo tiempo, el auge positivo y efectivo del modo de producción capitalista. Paralelamente al triunfo de ese modo de producción vino la fundación de la Economía Política, que en diversas lenguas y acepciones es también la economía del estado, la economía nacional o civil. En dicha etiqueta para una presunta ciencia, el pueblo desaparece como entidad visible. Apenas se le reconoce como substrato material de una nación, un fondo del que emanan obreros disponibles dispuestos a ser comprados por la parte activa de la sociedad civil, a saber, la burguesía, que ya empieza a arrogarse a sí misma su exclusiva naturaleza de «sociedad civil», una vez disuelta la estructura estamental precapitalista. La parte oculta de la sociedad civil, los grupos, clases y masas asesinadas socialmente por la burguesía, no pudieron en estos primeros siglos del nuevo régimen rebelarse u organizarse de nuevo como clase. El hambre, la matanza, el expolio y la emigración o el confinamiento forzosos, todos estos fueron los fenómenos que hubieron de darse en la génesis del proletariado moderno. Los ejemplos marxianos, británicos (en primer plano) y europeo-continentales (en un segundo orden) son extrapolables a los acontecimientos mundiales que, desde el colonialismo hasta el imperialismo, se han ido sucediendo hasta hoy, y que han dado lugar al terrible concepto (terrible realidad) del llamado «tercer mundo». La disolución de culturas indígenas y populares, su separación con respecto a sus propios entornos y medios productivos, su esclavización y traslado forzosos a las periferias urbanas y centros capitalistas de explotación, son fenómenos que se conocen hoy muy bien en cualquier país que transite hacia el capitalismo.

Algunos parajes pintorescos, centros de turismo y pueblos «escenográficos» son habitados todavía por algunos nativos liberados de la emigración forzosa. Donde las plantaciones agrícolas comerciales, las minas e industrias no llegan a ejercer su labor disolvente como modos capitalistas de explotación, viene el turismo, secuela frecuente de la despoblación y destrucción de territorios («limpiezas», clearings, se llamaban en la Inglaterra de tiempos marxianos). Las «manías aristocráticas» hacen buen aprovechamiento de territorios y recursos naturales de los que ya se ha desalojado a los campesinos autóctonos o a las culturas indígenas. Las vastas extensiones convertidas en terreno de pasto para grandes rebaños de los terratenientes, también se aprovechan hoy como cotos de caza lujosa y campos de golf.

Marx resume así el proceso de acumulación:

«La depredación de los bienes de la Iglesia, la enajenación fraudulenta de las tierras del dominio público, el saqueo de los terrenos comunales, la metamorfosis, llevada a cabo por la usurpación y el terrorismo más inhumanos, de la propiedad feudal y el patrimonio del clan en la moderna propiedad privada: he aquí otros métodos idílicos de la acumulación originaria. Con estos métodos se abrió paso a la agricultura capitalista, se incorporó el capital a la tierra y se crearon los contingentes de proletarios libres y privados de medios de vida que necesitaba la industria de las ciudades». (p. 624)

Toda la masa humana desalojada de sus tierras, y despojada de sus medios de vida, hubo de optar por nutrir los primeros contingentes proletarios de las ciudades o bien vagabundear por tierras donde ningún asiento duradero sería ya legal y apenas alguna ocupación considerada como honrada, tampoco. Sólo este proceso permitiría explicar el problema tan acusado del bandolerismo en toda Europa a partir de la baja edad media y del renacimiento. Difícil de disociar de los movimientos de resistencia campesina que agitaron la vida rural, en la Península Ibérica ofreció panorámicas muy ricas, que casi se prolongan hasta hoy: la picaresca, los gitanos, los moriscos y toda suerte de parasitismo, minorías vagabundas y «minorías mágicas», tienen que ver, en contra de lo que a menudo tiende a pensarse, con una incipiente utilización capitalista del campo en las tierras repobladas y repartidas entre la nobleza, la soldadesca y los colonos al Sur de la Península. El hecho de que España y Portugal fueran reinos imperialistas-comerciales en el renacimiento los convirtió en sucesores directos del capitalismo municipal de las ciudades-estado italianas. Sólo la decadencia imperial de España y Portugal motivó una especie de regresión sociológica de las estructuras latifundistas creadas en la última fase de la Reconquista, pero en ningún caso cabe hablar, con ello, de un feudalismo meridional como modo de explotación de la tierra, sino de un capitalismo enquistado y en regresión. El sur de Iberia, por decirlo brevemente, retrocedió de un capitalismo agrario a un neofeudalismo que ya nada tiene que ver, sin embargo, con el medieval. La dureza con la que fueron tratados los vagabundos y los pillos en la legislación de la época tuvo que ver, en toda Europa, con la dureza misma del proceso de enajenación del campesino de sus medios de vida. La existencia de minorías étnicas o fugitivas, como en España los moriscos, los gitanos, etc., fuera cual fuese su origen, se explica por la realidad bajomedieval y moderna que consiste en una propiedad del campo concentrada ya en escasas manos, esto es, las manos de hierro de los nuevos señores depredadores y comerciales. No todo el mundo se adaptó a esa enajenación del hombre con respecto a la tierra, rompiendo una vinculación que ya venía siendo milenaria y frecuentemente hundía sus raíces, por lo menos, en los tiempos del Imperio Romano. Los campesinos que sí lograron adaptarse, no lo lograron sin pasar por tormentos «… después de ser violentamente expropiados y expulsados de sus tierras y convertidos en vagabundos, se encajaba a los antiguos campesinos mediante leyes grotescamente terroristas, a fuerza de palos, de marcas a fuego y de tormentos, a la disciplina que exigía el sistema del trabajo asalariado» (p. 627). El nuevo marco jurídico capitalista, que barrió del mapa o simplificó el viejo derecho feudal, sólo nació de la violencia sistemática y el saqueo generalizado contra la clase campesina. Marx se encarga de recordarnos que «las revoluciones no se hacen con leyes» (p. 638). La violencia económica que la burguesía ejerce sobre los trabajadores de todo el mundo tiene su origen «moderno» en la violencia lisa y llana.

«La violencia es la comadrona de la sociedad vieja que lleva en sus entrañas otra nueva. Es, por sí misma, una potencia económica» (p. 639).

Una vez «colonizada» Europa por dentro, dominando el capital a su campo y a sus nativos, vino el periodo de la manufactura y con él un salto a la colonización de territorios ultramarinos. Hubiera o no indígenas en ellos para su explotación (en su defecto, renació con vigor la esclavitud en el siglo XVI; en efecto, fue un gran «renacimiento») las camarillas especuladoras se parapetaron y apiñaron bien en torno a los reyes, y los ejércitos imperiales fueron agentes al servicio de individuos y sociedades privadas que amasaron sus fortunas haciendo de la corona un beneficiario secundario, en pago por los servicios prestados al capital. Toda esta era colonial es la era del reforzamiento del Estado-Corona gracias a la centralización de los impuestos y el refuerzo de otros aspectos del poder administrativo. El estado se engrosó y expandió como socio lacayuno (en principio) de las grandes iniciativas comerciales privadas.

A diferencia del tono, ora frío y científico, ora cínico y mordaz, al que Marx nos tiene acostumbrados, cuando se trata del balance general del proceso de acumulación capitalista no se ahorra calificativos para la condena moral del mismo. La aparición del régimen de propiedad privada capitalista es nítidamente deslindada de la propiedad privada «… fruto del propio trabajo y basada, por así decirlo, en la compenetración del obrero individual e independiente con sus condiciones de trabajo…» (p. 648). Esta honrada y dignificante forma de propiedad privada, la de los productores directos, desaparece con ellos y lo hace «… devorada por la propiedad privada capitalista basada en la explotación de trabajo ajeno, aunque formalmente libre» (ibídem).

Si la violencia, esa «gran comadrona» de la historia, fue la que instauró las nuevas leyes del régimen capitalista y en ella fundó su derecho, con la misma lógica retrospectiva Marx apunta hacia la superación del capitalismo, es decir, mediante un acto histórico definitivo, que devolverá expropiación por expropiación. Ahora se tratará también de expropiar, pero no a los trabajadores independientes, «sino expropiar al capitalista explotador de numerosos trabajadores»»(p. 648). Esta expropiación definitiva de los explotadores se dará en las condiciones en las que la centralización de los medios de producción y la socialización del trabajo lleguen a un nivel máximo mundial. Los capitalistas se devorarán unos a otros, y por otro lado la cooperación social del trabajo y la automatización de las tareas productivas llegarán a hacer evidente el carácter parasitario del capitalista, que una vez apartado con golpe enérgico asestado por la clase obrera revolucionaria, en nada se verá afectada la satisfacción de las necesidades humanas y la conservación de los más elevados estándares de vida. La dialéctica evolutiva de la sociedad mostrará que la abolición de la propiedad privada capitalista no supondrá un regreso a la propiedad privada de los trabajadores independientes, propia del pre-capitalismo, sino a la «propiedad individual basada en la cooperación y en la posesión colectiva de la tierra y de los medios de producción producidos por el propio trabajo» (p. 649).