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Crítica del marxismo (multi)cultural

Fuentes: Rebelión

1. Marxismo científico y Marxismo cultural. Es preciso distinguir entre el marxismo científico y el marxismo cultural. Solamente el primero es capaz de desentrañar los mecanismos del capitalismo, los mecanismos de la explotación del hombre sobre el hombre, y, mediante ellos, los engranajes de la creación, apropiación y acumulación de plusvalía. La obra de Marx […]

1. Marxismo científico y Marxismo cultural.

Es preciso distinguir entre el marxismo científico y el marxismo cultural. Solamente el primero es capaz de desentrañar los mecanismos del capitalismo, los mecanismos de la explotación del hombre sobre el hombre, y, mediante ellos, los engranajes de la creación, apropiación y acumulación de plusvalía. La obra de Marx y, principalmente, El Capital, sienta las bases de toda posible Crítica de la Economía Política o, lo que viene a ser igualmente, la crítica del capitalismo.

Por el contrario, lo que damos en llamar marxismo cultural consiste en la utilización ambigua, torcida y, en ocasiones, descaradamente instrumentalizada al servicio del Capitalismo, de la obra de Marx y de Engels. Con esa utilización pervertida de los logros de Marx, se ha difundido -especialmente en Occidente- una versión falsa del materialismo histórico y dialéctico. Pero es la versión más divulgada y asimilada -incluso inconscientemente- por los apologistas del Capital. En ese marxismo vulgar, o ideología inconscientemente asumida por liberales, demócratas, socialistas, bolcheviques, altermundistas, etc., lo importante de este corpus de marxismo sería:

1) Abolir cualquier diferencia entre los seres humanos, yendo más allá de la esfera jurídica. No existirán más las naciones, las etnias, las diferencias de instrucción, de sexo, de edad y experiencia. Esta necedad igualitaria fundamentalista no tiene nada que ver con la obra de Marx.

2) Insertar a Marx en la línea de los pensadores «progresistas», esto es, de las gentes que en el fondo confían en el proceso imparable de la Tecnología y en la conversión de la gran Industria en una suerte de Cuerno de la Abundancia que no podrá hacer otra cosa que traernos el paraíso en la Tierra. En realidad, la postura de Marx es mucho más compleja y se le puede considerar, antes de de Nietzsche y de Heidegger, como uno de los más acerbos críticos de la Técnica. Todo su enfoque pasa por componer en relación dialéctica el papel del desarrollo de las fuerzas productivas en oposición -y eventual armonía- con las relaciones sociales de producción. La Técnica como fuente de alienación del hombre, y el desarraigo del hombre respecto a la naturaleza (Marx puede ser tomado también como procedente del Ecologismo).

3) Incorporar esa baratija del «marxismo cultural» al pensamiento neokantiano que pide «más derechos humanos». En realidad, Marx fue un crítico implacable de los Derechos Humanos, no porque no gustase de su cumplimiento universal, sino precisamente por que desconfiaba de los sermones y admoniciones de los moralistas y de los profesores de Derecho. Abominaba del idealismo abstracto que proclamaba una Libertad, una Igualdad y una Fraternidad Universales, con sus ministerios estatales correspondientes.

4) Confundir a Marx con el más craso economicismo. En realidad no hay un fatalismo economicista en el materialismo histórico. La ciencia de la Historia, que podemos llamar Ciencia Ideológica, consiste realmente en el estudio de las leyes que rigen el desarrollo de la Totalidad Social, y de entre las fuerzas que transforman la misma se encuentran la voluntad y la conciencia de los hombres que, agrupados en clases, pueblos, naciones, reobran sobre procesos impersonales que les superan y que no controlan sino muy parcialmente, pero cuyo curso pueden modificar por medio de la organización, la educación y la lucha.

2. La Ciencia de la Historia.

La Historia como ciencia en la que fundamentar la comprensión del hombre, y como proceso sobre el cual la filosofía y las ciencias abren su camino, la Historia como única encarnación de las leyes de la Dialéctica: Esto es lo que debemos a Marx.

«…la historia es tan difícil de conocer como la naturaleza, incluso tal vez más difícil de conocer. ¿Por qué? Porque «las masas» no tienen con la historia la misma relación práctica directa que tienen con la naturaleza (en el trabajo de la producción), porque está siempre separada de la historia por la ilusión de conocerla, puesto que cada clase explotadora dominante les ofrece «su» explicación de la historia, bajo la forma de su ideología que es dominante, que sirve sus intereses de clase, cimienta su unidad y mantiene a las masas bajo su explotación» (L. Althusser: Para una Crítica de la Práctica Teórica. Respuesta a John Lewis. Siglo XXI, Madrid, 1974.).

La Historia es ciencia ideológica. Su objetividad no puede provenir de una suerte de neutralidad axiológica, de un punto de vista angelical y completamente desclasado. Cada clase social, llegado un cierto nivel de desarrollo, genera un conocimiento social y una ciencia histórica correspondientes. Si una Historia Proletaria llega a ser superior a una Historia Burguesa no será por otro motivo que el siguiente: desde el proletariado puede conocerse su explotación, las raíces y el desenvolvimiento de la misma cuando este proletariado se ha vuelto consciente de su situación y se revuelve críticamente contra los procedimientos explotadores, contra las clases dominantes. Entonces, y sólo entonces, dominado por una «voluntad de poder», la Historia es ciencia proletaria que comprende (en el doble sentido, de entender y absorber) a la ciencia burguesa. Es ciencia ideológica porque comprende las posibles ideologías en lucha, sin neutralidad falsa de alguna clase, antes bien tomando partido por la visión de la realidad social más amplia y menos falseada.

Quizá sea ilustrativo apuntar a continuación lo que otro marxista, pero historiador profesional, escribía sobre Althusser:

«Ni Popper ni Althusser muestran tener el menor conocimiento inmediato del modo de proceder del historiador; ninguno de los dos entiende la naturaleza del conocimiento histórico. Popper muestra mayor curiosidad y por esto sus objeciones merecen la cortesía de una respuesta (…), pero sus reiteradas confusiones entre métodos en las ciencias experimentales y en la disciplina histórica, y entre las diferentes clases de conocimientos que se dan, echan a perder su reflexión (…). Althusser no muestra la menor curiosidad. El producto, o sea, el conocimiento histórico no le gusta y esta aversión es quizá tan grande que le impide cualquier clase de trato más íntimo. El sabe que la teoría podría escribir mejor la historia» (E.P. Thompson, Miseria de la Teoría, Crítica, Barcelona 1981, p. 56).

Una parte importante de la producción neomarxista no ha sido «empírica», como la de E. P. Thompson. Ha sido más bien un híbrido cientifista de sociología y filosofía, una exégesis de Marx y una escolástica filosofía materialista aplicada a la totalidad social tomada en abstracto. Algunos marxistas escribieron de Historia sin frecuentar sus métodos y sus clásicos, tomando párrafos y extractos de Marx, Engels o Lenin como claves esotéricas para resolver cualquier nudo de problemas efectivos, positivos. Desde luego, la Historia no puede convertirse en una suerte de Metodología Abstracta de las Ciencias Humanas: todo lo contrario, la Historia proporciona todo el cauce empírico para que la Filosofía realice sus reconstrucciones. Las estructuras de la misma se devuelven al material empírico y se prueba su idoneidad. Así, las estructuras dialécticas hegelianas fueron tomadas por el filósofo idealista como la marcha del Espíritu mismo sobre el Mundo y esas Leyes, tomadas de la Historia pero en el limbo de un filósofo idealista, pudieron ser devueltas al estudio concreto de las Leyes del Capitalismo gracias a Marx.

De otra parte, conviene señalar el papel asignado a la Filosofía en la construcción de una ciencia ideológica de la Revolución y de la Totalidad Social. No es ésta una «ciencia de las ciencias» ni tampoco una enciclopedia divulgativa de sus resultados. Famosos marxistas cayeron en semejante error. La Filosofía, como saber crítico, puede cumplir muy diversos papeles en el desarrollo de la civilización. «Reaccionario» o «progresista» son juicios estrechos para calificar a un autor o un sistema filosóficos. ¿Fue Nietzsche un «reaccionario»? ¿Comte debería entrar a formar parte de los «progresistas»? El marxismo debería haberse alejado de esta mentalidad unidimensional para juzgar la historia (y con ella, la historia de las ciencias) a lo largo de un continuum ascendente. Althusser, p.e., a quien hemos citado, dice:

«La filosofía «actúa» sobre las ciencias de esta manera: en el límite; o bien las ayuda a producir nuevos conocimientos científicos o bien intenta borrarlas de la existencia para devolver a la humanidad a un estado en que tal o cual ciencia no existía. Por lo tanto, la filosofía actúa en las ciencias sea de manera progresista o de manera retrógrada. En el límite: tendencialmente -porque toda filosofía es siempre contradictoria». (op.cit., p. 49).

Frente a estas ambigüedades althusserianas, propongo considerar a la Filosofía como la máxima instancia crítica de la cultura. Las propias ciencias son y deben ser objeto de la crítica racional, y para proceder a ella la Filosofía se alza como institución demoledora de los prejuicios, falsedades, distorsiones y unilateralidades. A fecha de hoy, la dejación de sus funciones críticas en que han incurrido la mayoría de los miembros profesionales del gremio filosófico forma parte del proceso imperialista de las ciencias positivas. Las ciencias positivas, al servicio del Capital, como no podía ser de otro modo, imprimen una visión totalitaria de la realidad. Desde el Renacimiento ha crecido sin cesar la visión tecnicista de la naturaleza y del hombre. Todo es objeto manipulable. Cuanto no entre en las tenazas y tijeras baconianas de la manipulación, no interesa a la ciencia en absoluto porque tampoco es aprovechable en los procesos de producción industrial. Si las clases oprimidas no hacen suya la Filosofía, ésta decae inevitablemente en instrumento retrógrado o ideología justificadora de la opresión. El papel emancipador de la Filosofía en este siglo XXI, siglo de capitalismo financiero voraz, no consiste en la elaboración de sermones ni admoniciones morales. Tal cosa ata al filósofo a su papel de heredero secularizado de los curas y monjas, que se apartan del mundo después de condenarlo, y cuando vuelve a él no saben sino volver a condenar un mundo que han renunciado a transformar. A fuerza de rezar por él han obviado el trámite de comprenderlo.

3. La Lucha de Clases frente al «Progreso de la Humanidad».

Un obstáculo para la comprensión y transformación de este caos y de esta voracidad que damos en llamar Capitalismo consiste en hablar, como tantos filósofos y moralistas acostumbran a hacer, de una supuesta «Humanidad». No hay tal cosa fantasmagórica: hay pueblos (etnias, naciones, culturas, estados) y hay clases. Que la sociedad consta de clases distintas no es hallazgo de Marx. Toda la historiografía burguesa que le precedió ya hablaba de clases sociales. Pero que la Historia consiste, en lo más hondo y como causa motriz de los demás fenómenos sociales, en una Lucha de Clases, es la tesis que estrictamente sostienen los marxistas y que fundamenta el materialismo histórico. La Historia es así, una ciencia de lo pasajero, de las transiciones, de las mudanzas estructurales, precisamente porque la Historia es Contradicción.

«La tesis del reconocimiento de la existencia de la lucha de las clases sociales y de la lucha de clases que se sigue de ella, no es lo propio del marxismo-leninismo, puesto que pone el primer rango a las clases y a la lucha de clases en un segundo rango. Bajo esta forma se trata de una tesis burguesa, que alimenta naturalmente el reformismo. Por el contrario, la tesis marxista-leninista coloca a la lucha de clases en el primer rango. Filosóficamente esto quiere decir: afirma la primacía de la contradicción sobre los contrarios que se enfrentan, que se oponen. La lucha de las clases no es el efecto derivado de la existencia de las clases, que existían antes (de hecho y de derecho) de su lucha: la lucha de clases es la forma histórica de la contradicción (interna a un modo de producción que divide a las clases en clases». (Althusser, op.cit. p. 34, nota nº 12).

La caída del Muro de Berlín cogió desprevenida a la Izquierda. El Sueño de un Comunismo Universal se volatilizó, lo mismo que la fe en un Oro de Moscú. Los últimos estalinistas se redujeron a polvo. Fukuyama, Reagan, Thatcher y los «demócratas liberales» se frotaron las manos. Vinieron nuevos revisionismos. Habermas propuso «hablar». Sí, hablando se entiende la gente. Una «comunidad de interlocutores» que conoce como pináculo excelso el Parlamento. La socialdemocracia -hoy inexistente- todavía propagaba en 1989 la ilusión de provenir del marxismo. Entre el cretinismo parlamentario, las «comunidades de diálogo» y la fraseología revolucionaria de los ex estalinistas, la Izquierda no encontró su sitio.

Perry Anderson, un importante teórico marxista, de obra extensa y con su revista de bandera, New Left Review, ha consumado la tendencia claudicante del marxismo: un «socialismo mínimo». La hegemonía liberal ha calado en el pensamiento de izquierda de manera ostensible. Véase la obra de Anderson, Los fines de la Historia (Anagrama, Barcelona, 1996), para comprobar en qué consiste el marxismo pasado por la lavadora. Los Fines de la Historia, un ensayo erudito, bien redactado, ponderado y con buena base filosófica (Cournot, Kojève, Hegel) sirve para analizar las tesis de Fukuyama, el cada vez más olvidado apologeta del capitalismo tras la caída de la URSS (aparatos de video para todos y democracia para todos, puede ser el resumen de cuanto dijo Fukuyama). Con una palmadita en la espalda al apologeta del consumismo democrático, el fin del comunismo tiene que convertirse en el fin de la Historia. Para un marxista esto significaría el fin de la Lucha de Clases. Perry Anderson, que denuncia el izquierdismo «a la defensiva» de un Habermas, o también la complicidad criminal de la socialdemocracia, que siempre va de la mano del imperialismo, nos deja caer, aquí o allá, los residuos de un socialismo mínimo a defender: redistribución, centralización económica, más y más «justicia», ecología , y, de nuevo, más y más «igualdad». Bonitas palabras, hermosos libros, justos ideales. Pero a lo que Perry Anderson parece tener un miedo atroz es a que llegue un día en que el socialismo llegue a ser olvidado (pps. 142-173).

Son estos unos tiempos en que el mundo se transforma radicalmente, desde 1989 con la caída del Muro y del Comunismo, desde 2000 con el auge de las potencias integristas islámicas y de grandes imperios (Rusia China…). Los cambios no han cesado: en el siglo XXI con las derrotas de EEUU ante los talibanes, los insurgentes iraquíes y el régimen chií. Más recientemente, el hundimiento de Europa como proyecto monetario, burocrático y pseudofederal…Tras la guerra fría vuelve la política de bloques múltiples. Grandes espacios continentales, todos ellos capitalistas, sin especiales signos ideológicos que los distinga: Brasil, India, China, Rusia, Irán. Dentro de cada uno de esos grandes estados continentales, tal como acontece en la misma Europa y en EEUU, se polarizan las clases: los excluidos del desarrollo económico (vale decir, del proceso de acumulación de capital) y los beneficiarios del mismo. Cada generación -con banderas rojas o sin ellas- tiene que aprender de la tradición de lucha secular contra la dominación y adaptarla a sus necesidades. Millones de seres humanos ya han nacido sin otro futuro que el de ser esclavos: carne de explotación laboral o sexual, carne de cañón y de fosa común. Mientras eso ocurra, los oprimidos generarán sus propias banderas y Moscú parecerá un bastión muy olvidado. El cuento del fin de la Historia parece haber sido más creído por los marxistas que por los propios apologistas del capitalismo.

Si la historia es Lucha de Clases, no hay fin de la Historia mientras las clases sigan existiendo y, como recordaba Althusser, mientras las clases -definidas según su acceso, posesión y control de los medios productivos -se opongan, mientras ellas mismas supongan la Contradicción interna al Modo de Producción Capitalista. El Capitalismo genera el propio cáncer que le matará: el antagonismo de clases exacerbado, llevado hasta sus postreras consecuencias.

Cuando decimos, desde el viejo Occidente, que las clases han desaparecido olvidamos la perspectiva global de que las clases ya han sido divididas de manera internacional, y que es imposible desarrollar una conciencia de clase a partir de unos sindicatos corruptos y subvencionados por el Estado, aquí, cuyos intereses siempre basculan más cercanamente a los de la burguesía, a cuyo calor y en cuyo provecho laboran. Por el contrario, las masas verdaderamente proletarias, que luchan por su propia existencia o resisten niveles de explotación altísimos, se acumulan en continentes lejanos. De la explotación de esas masas asiáticas, latinoamericanas, africanas, etc. se obtiene la plusvalía, una parte de la cual está sirviendo para mantener las legiones de burócratas sindicales y «liberados» del primer mundo. Las llamadas al Internacionalismo, viendo de quien vienen, no hacen más que despertar el sarcasmo: la ironía de la Historia es que el Marxismo de Occidente, su retórica pseudorevoluciomaria, su cadavérica existencia descafeinada en manos de socialistas, demócratas, liberados sindicales, oenegistas, etc. forma parte ya -desde hace tiempo- del propio aparato ideológico de dominación. El derrotismo de los intelectuales que desde el mundo opulento se reclaman de la izquierda, y la insistencia de ellos en la tesis que las clases sociales se han difuminado, coincide plenamente con una realidad: no hay posibilidad de que se alce una clase obrera, cada vez más débil en cuanto a número y capacidad de resistencia a los dictados del Capital. La industria deslocalizada genera una clase obrera ultramarina real, dejando en Europa una clase obrera ficticia, de importancia simbólica crucial para la dominación. Lejos de ser vanguardia de los productores, en el Capitalismo les presenta (con una parte de verdad) como beneficiarios del Capital.

Sin embargo, la llegada masiva de inmigrantes extracomunitarios en los últimos años volvió a conmover el panorama. Cualquier teoría de la dependencia, del intercambio desigual o de disparidad Norte-Sur hubo de bregar con el hecho nuevo, a veces crudo e indómito, de que la fragmentación de los proletarios ya la teníamos aquí mismo, en el Continente. Que los proletarios reales tenían que ser de otra raza y de otra lengua, y que los proletarios nativos, los viejos europeos, una de dos, o seguían vinculados a la industria y al sindicalismo subvencionados (y por tanto apegados a los viejos aparatos socialdemócratas y burgueses de dominación), o bien entraban en la senda de la pauperización más absoluta, pues habían de competir en penosas condiciones salariales con los extranjeros, los «sin papeles» y los contingentes de individuos beneficiados por la llamada «discriminación positiva». Ni qué decir tiene que tales estrategias de fragmentación del proletariado de Europa, primero a escala mundial y después a escala europea como consecuencia de las oleadas de inmigrantes, han estado cuajadas de ideología multiculturalista y de proclamas a favor del mestizaje universal, vendidas al por mayor como una especie de Pensamiento Único. Precisamente sobre esto, muy pocos marxistas han querido llamar la atención, bajo riesgo de que se les acuse de etnocéntricos, xenófobos o racistas. Y he aquí que debemos recordar de nuevo el papel que el propio marxismo postsoviético y occidental (no así el tercermundista) ha desempeñado como instrumento que refuerza la dominación de la burguesía y del Capital.

La propuesta de estas líneas consiste en separar el marxismo genuino de lo que hoy se da como tal y que no es otra cosa que ideología o cultura de los medios sindicales, partidistas, oenegistas y progresistas, esto es, el marxismo «cultural». El marxismo «cultural» es, en efecto, un adorno, un barniz, un sucedáneo de cuanto viene contenido en la obra de Marx y Engels. Su propósito no es otro que camuflar las fuentes auténticas de la dominación así como la verdadera división internacional del trabajo y la segmentación interna que las naciones de Europa están conociendo. Mediante la división internacional del trabajo, ya se sabe que la parte más productiva y más explotada de la clase obrera se ha desplazado fuera del Viejo Mundo, y, a su vez, por medio de la segmentación de Europa en ciudadanos nativos y en inmigrantes, la clase obrera vuelve a quedar escindida en el interior de cada país: trabajadores amurallados tras derechos (convertidos ahora en «privilegios»), frente a trabajadores ultraexplotados y desprovistos de visibilidad legal y sindical.

4. Crítica de la ideología del «Multiculturalismo».

Tan sumido vive el hombre en el Mito que ni siquiera es consciente de su incapacidad de romper con él. Quisiera el Homo faber romper con el Pasado, como si toda esa colección de cachivaches y artilugios que ahora le rodean pudiera, de una manera efectiva, hacerlo añicos. Es imposible. La Tecnología que, de una manera tumultuosa, ha venido impulsando el Capitalismo desde sus inicios, es la responsable de la destrucción de todo un sinfín de realidades. Ella misma es el proceso de sustitución de la Naturaleza por el cachivache, la culpable de la extinción de la vida natural, saludable y buena. La Tecnología crea y multiplica una masa ingente de mercancías y es capaz de acelerar el proceso de explotación del hombre sobre el hombre, sustituyendo por basura lo natural que resta en el planeta tanto como lo natural que se resiste a morir en el hombre. La Tecnología locamente impulsada por el Capitalismo es consustancial con el mismo asesinato del mundo natural, y de toda la plétora de criaturas con raíces. Pero este ser humano, esclavizado a través de la Tecnología, desarraigado de sus profundos vínculos con la Tierra y con la Tradición, sigue llevando dentro una compleja constelación milenaria de mitos que proceden de una vía inconsciente, y a él le llegan -quiera o no quiera- a pesar de tres siglos de Ilustración y Humanismo Progresista. Los mitos de la corteza más reciente, la cáscara de la Religión del Progreso, producen el efecto justamente contrario al que perseguía éste culto devoto en sus inicios dieciochescos. La enantiodromía, en palabras de Carl G. Jung, es decir, el proceso dialéctico de pasar de un extremo a su contrario, se ha producido en esta Civilización Occidental sacrificada a su dios Progreso: hemos logrado la contrafigura exacta de la emancipación del hombre gracias a la Técnica y a las Luces.

La célebre filmación en blanco y negro donde se observa una pila de cadáveres humanos desnudos y esqueléticos ante la pala de una excavadora, amontonados por la máquina como cualquier otra materia crasa y elemental, puede servir como refutación definitiva de cualquier Mito de Progreso. Desde Auschwitz, se dijo, ya no es posible la Poesía. Desde el Horror nazi, cualquier proyecto de emancipación «total» toma de forma intrínseca una coloración merecedora de toda sospecha. Y más aún la Emancipación por la vía de la Tecnología y la conversión del hombre en cosa consumible y consumista.

Los Mitos Ilustrados fueron mitos, ante todo, de sustitución. Dios fue canjeado por el Progreso. La Trascendencia se plegó, y toda fe práctica hubo de ser re-dimensionada en forma de anhelos de «un mundo mejor». Había otros mundos, pero estaban en este. Eran mundos posibles, y el anhelo de un otro mundo posible -consecuentemente- el anhelo de perfectibilidad de este que tenemos aquí, bajo nuestros pies y alrededor, fue el anhelo humanista de un único telos de paraíso técnico en la Tierra, merecedor de todos los esfuerzos y sacrificios. Hubo que combatir la escasez material, produciendo más escasez para los más. Era necesario expandir la educación elemental, para incorporar cuerpos humanos al consumo (incluido el consumo de esos mismos cuerpos humanos) y a la explotación. Se hizo preciso racionalizar las leyes y homogeneizar el trato entre seres definidos formalmente como iguales, para quedar igualados como sujetos explotables y consumibles. La navegación de la sociedad hacia un puerto ideal, la Perfectibilidad y el Progreso, fue la coartada para dar la espalda a una base o infraestructura muy otra. Por ejemplo, entre los idealistas del Progreso, los liberales decimonónicos: ¿cuántos no fueron esclavistas? La Estatua de la Libertad se levanta sobre millones de negros masacrados durante siglos de esclavitud. El nivel de «bienestar» de las naciones caucásicas se levanta sobre millones de víctimas de todos los colores: despojadas, esclavizadas. Ese es el Pecado Original que Marx describió como Acumulación Primitiva. Hoy en día, el acto simple de comprar una mercancía dentro del circuito capitalista de la Economía es siempre «un dar la espalda» a los sacrificios humanos requeridos para la fabricación, valorización, y el embolsamiento pertinente de las plusvalías del fabricante. Hemos construido una Utopía del Progreso que, analizada en su corte transversal, no es otra cosa que una Religión sanguinaria basada en los sacrificios humanos. La palabra «progreso» esconde e incluye esos sacrificios de vida humana: muertos, esclavos, desposeídos… Las víctimas del Progreso nunca cuentan, pero se presuponen. La conciencia «civilizada» de hoy ya no debería hacer nada con su mortífero Mito. Sigue ella agitando dioses falsos porque aún no se han removido las relaciones sociales que le han dado pábulo, en especial las relaciones de producción que exigen e impulsan la masacre cotidiana. Una simple retención temporal de alimentos básicos, hecha con el fin de hacer subir precio en el mercado e intervenir en los valores de la Bolsa, puede matar de hambre a millones de seres humanos. Pero resulta curioso que en la nómina de genocidios suelen figurar nombres como Hitler, Stalin o Franco, pero nunca se publican los nombres de los brokers, de los anónimos financieros y ejecutivos de crímenes igual de horrendos como los del Capitalismo progresista de nuestros días.

Nuestras aulas y libros de texto siguen revolviendo una serie de mitos de juguete, un montón de artículos de fe más bien propios de un museo, mas nunca envejecidos lo suficiente, al parecer de nuestros pedagogos y bienpensantes. Los Mitos del Progreso, los Derechos Humanos, la Democracia Universal, etc. siguen pareciendo «Modernos» por el mero hecho de asignarles esa etiqueta de modernidad. Pocos se dan cuenta de lo muy periclitados que están. Son Mitos de Sustitución que justifican antiguos crímenes y sacrificios, que perpetúan otros nuevos, que legitiman todos los que están por venir, y, sobre todo, que embozan la cruda realidad.

Si un día cayera el ídolo del Progreso, la humanidad retornaría feliz a los modos sanos y sencillos de vida. La vida no es, no puede ser lujo ni exceso. Las señales de mal gusto, barroquismo y exceso ya son como luces rojas de alarma. Están anunciando en el seno de una civilización su decadencia, podredumbre y bajada de nivel moral. La civilización que abandona la naturaleza y se aleja de su matriz, la que rompe amarras con sus leyes sencillas y exigentes, esa será una civilización de muerte, de extinción agónica. La agonía (lucha) es una batalla por llevar hasta sus últimas consecuencias un programa de vida incompatible con la Tierra y con la sencillez esencial de la vida. La Roma tardía, ya infectada de cristianismo, el Egipto helenizado de los Ptolomeos, el suburbio parisino, madrileño, o neoyorquino… Todos estos son escenarios no ya de un rico «multiculturalismo», sino de la decadencia. La decadencia se nos quiere disimular con la palabra «multiculturalidad», palabra vacía y que apenas tapa las vergüenzas de la agónica existencia de civilizaciones (la capitalista, la islámica, la oriental), que se dan la espalda. La mezcla auténtica aquí y ahora sólo podrá alcanzarse por la vía de la completa desintegración de cada una de las unidades a entrelazar. El «diálogo» de civilizaciones solo puede darse a muy otro nivel, al nivel de una evolución convergente de las propias unidades civilizatorias, hacia una existencia civilizada «compartida», un desarrollo que parte de las propias raíces de cada una pero que incorpore una cláusula de convivencia planetaria, la cláusula del «tener en cuenta» a los otros, a los diferentes. El multiculturalismo como ideología desprende un tufo marcadamente mágico, «cueviforme» (Spengler) e irenista. Debemos preguntarnos, como sujetos que analizan siempre sospechando: ¿quién promueve este nuevo mito? Lo promueven los que esconden su proyecto capitalista tardío de convertir al africano, al oriental al magrebí, al sudamericano… en un consumidor potencialmente tan bueno como ya lo es el consumidor caucásico o el japonés. Si el capital no tiene nacionalidad, el consumidor no debe tener religión, color de piel, rostro. O mejor dicho, si posee todas esas cualidades a pesar de todo, el Capital actual debe ser ciego a ellas. Y debe serlo, además, de acuerdo con su propia lógica formalista. La única integración que conoce el Capital es la de hacer de los seres humanos, ora unos productores, ora unos consumidores. A través de la vía de conversión forzada en productores desposeídos (desposeídos incluso de su «humanidad»), incorporó el Régimen de Capital a millones de seres racionales, a través de la esclavitud, del saqueo, por la vía de la proletarización forzada de naciones enteras en la fase de la Acumulación Originaria… Hace varios siglos que el Capitalismo nos está ofreciendo muestras de su proyecto de «Multiculturalismo», vale decir, de desintegración de culturas y de sacrificio de vidas y raíces. El 80 % de la población mundial ya malvive hoy en un estado de desintegración social, reducida a mera masa de partículas corpóreas «disponibles» para el Capital. A esto lo llaman «Progreso».

La miseria moral de los nuevos misioneros del Progreso consiste en que son patronos explotadores y esbirros académicos y políticos pagados por estos patronos. ¿Quién propaga esta «buena nueva»? Si los detectáis, ya sabréis qué hacer con sus santurronas intenciones. La pedagogía multicultural, el apostolado del Progreso Indefinido, todo ello conforma -de una forma cada vez más palpable-conforma, decimos, la traducción directa de ese proyecto «integrador» del Capital, ab initio fracasado, proyecto genocida desde hace siglos y necesariamente polarizador. En el ámbito formal y en el de las superestructuras, el individualismo burgués sólo quiere reconocer entidades corpóreas discretas («el individuo», ese fantasma creado por la imaginación dieciochesca, la mentalidad robinsoniana). Pero, en realidad, a la hora de suministrar esclavos a la maquinaria explotadora, los seres humanos aparecen en el mundo ya marcados étnicamente, y por tanto tarifados en cuando al grado de explotación posible y el grado de resistencia colectiva a la esclavitud digna de previsión.

El proyecto moderno consistió en domeñar la naturaleza. La tradición judeocristiana que hablaba, en el libro del Génesis, de un sometimiento de la naturaleza fue el punto de arranque de esta civilización. Cuando Bacon dijo que la violación o vejación de la naturaleza era el modo adecuado de hacerla hablar y convertirla en instrumento para servir al hombre en pro del adelanto humano y de su ciencia, debió sentirse plenamente inserto en esta tradición. Pero Horkheimer establece un enfoque dialéctico, y nos dice: «la naturaleza se venga». No puede por menos de darse esta revancha por cuanto que el hombre es naturaleza y es civilización, y también es el resultado dialéctico del conflicto entre naturaleza y civilización. En su naturaleza cuenta con todo el equipaje de instintos plenamente animales y brutales en su origen, pero también en su actualización. Y por lo que hace a la civilización, esta consiste en el duro proceso de torturas que, ontogenéticamente, sufre la criatura humana para adaptarse a la instancia civilizadora, llámese primero Padre, después, llámese Estado, Éxito social o Adaptación al entorno. En el seno mismo de una criatura híbrida como es el hombre, se dará la propia venganza de la naturaleza, que cargará con contenidos de odio y afán destructor los esfuerzos ímprobos por haber sido sujeto «civilizado», y un hombre razonable y adaptado, por poseer un super-ego, en definitiva. Y una civilización, como es Occidente, poblada de yoes resentidos, centros todos de acumulación de odios y violencias, tan sólo será capaz de sostener una costra aparentemente impoluta y formalizada, mientras que por debajo se agitarán serpientes y leones muy fieros. La costra, esa superestructura de leyes y derechos humanos, ese cargamento de razones «formalizadas», deviene, día a día, en estorbo cosificado para la descarga mortífera de golpes efectivos contra «lo otro», contra enemigos no siempre reales del todo, por cuanto que son mímesis, en términos de Horkheimer, del enemigo que llevamos dentro. La proyección hacia el otro de nuestros propios demonios exige de las «razones formalizadas» su conversión en piedras en derribo. Alternativamente, los viejos monumentos jurídicos, éticos, políticos y filosóficos habrán de ser vistos como tales monumentos y museos tiempo ha dejaron de estar activos y también, llegados al extremo, en el punto omega de su proceso degradante de formalización, en olvido de su razón de ser tanto como de las luchas heroicas que implicaron su levantamiento fundante.

El monumento de la Democracia, y todas las Cartas Magnas del orbe civilizado, las solemnes Declaraciones de Derechos Humanos, así como toda la retahíla de resoluciones de la O.N.U. ya son «razones formalizadas» y homenajes a esos viejos monumentos en el instante mismo en que se formula, en violenta disonancia con el mundo real.

Mas, por otro lado, la propia realidad, que ya es progresivamente realidad económico-técnica, se torna impulsiva y salvaje como venganza de su ultraplanificación, y por ende, se «naturaliza». Las palabras, día a día cada vez más hueras, los términos que invocan las almas bienintencionadas, ya sea en la política, la caridad organizada o en la educación, se estrellan contra el mundo salvaje de las guerras «ilegales», las ejecuciones sumarísimas e incluso el canibalismo, la violación organizada de mujeres y la trata de niños para la prostitución y la extracción de órganos. Parecidos horrores conoció el mundo en el pasado, pero menos hipócrita era la manera de gestionarlos y digerirlos en los reductos de la sociedad que se decía a sí misma «civilizada». Sólo con el declive de la mentalidad colonial, pudo el europeo percatarse del doble rasero con que se medía su civilidad. Sólo con las atrocidades de los nazis, y la liberación del más salvaje impulso dentro de la costra de la vieja Europa, pudo el viejo Europeo empezar a comprender que el otro, a quien era fácil reducir a mera Naturaleza, también podía ser el vecino de al lado, y compartir su mismo color de piel. La guerra de todos contra todos, resucitada hoy bajo los nuevos métodos de terrorismo global y potenciada con el fenómeno de inmigración de gentes excolonizadas hacia la metrópoli, ha levantado muchas barreras psíquicas, y dentro de ellas, ha liberado temores instintivos, pero no así las murallas estrictamente policiales y económicas, esto es, las coercitivas. La protección de altos niveles de vida liberará, sin duda, viejos impulsos miméticos. Una nueva Reconquista en España, o la defensa de los Valores Cristianos en la Unión Europea, impulsos muy «calientes» y protofascistas, tendrán que coexistir con las más frías razones formalizadas que invocarán el multicultualismo desde todas las instancias oficiales, instituyéndose premios y gracias, incluso, a quienes deseen acoger a los otros en su casa, como síntoma de civismo.

Pero la costra institucional lleva años, siglos, pudriéndose. Por debajo suyo, no son sino las más fieras leyes de la selva las que nutren con sus riegos de sangre y sudor, a tan reseca y enteca superestructura. Todo jugo de que viven ejércitos de funcionarios e intelectuales orgánicos toma su vida, a la postre, del juego económico con el que las empresas capitanas de la industria y el comercio hacen bailar a tantos instintos. Millones de centros de autoconservación y resentimiento, centros que han aprendido a decir «yo». Y es que la civilización sólo muy superficialmente es tal, como un espejo deformado que refleja la masa de instintos primitivos. Europa misma, y por extensión, Occidente, ya ha dejado de sentirse a gusto en casa y es sabedora de la criminalidad cavernícola que habita entre sus propios muros y en el seno de sus mismos hijos barnizados y pulidos. Si esa masa que aspira a emerger y vengarse de la educación represiva que ha recibido, se entremezcla además con extraños contingentes de seres alienígenas que son percibidos por los nativos como gente sucia, pobre, oscura y fanática, ¿cómo podrán las propias naturalezas reprimidas soportar la trivialidad de sus vidas? Trivialidad que tan sólo a costa de una venenosa sumisión a la propaganda y al esfuerzo laboral capitalista se cree capaz de orillar en los propios metropolitanos su misma suciedad, pobreza, oscuridad y fanatismo.

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