El silencio como vacío absoluto El silencio es, según dicen, ausencia de sonido. Pero éste no es nuestro silencio. Llamamos silencio a una cierta calma, a una cierta quietud. Pero si aguzamos el oído, nuestro silencio está lleno de pequeños murmullos, algunos agradables otros no, de susurros y de ecos lejanos de voces y de […]
El silencio como vacío absoluto
El silencio es, según dicen, ausencia de sonido. Pero éste no es nuestro silencio. Llamamos silencio a una cierta calma, a una cierta quietud. Pero si aguzamos el oído, nuestro silencio está lleno de pequeños murmullos, algunos agradables otros no, de susurros y de ecos lejanos de voces y de máquinas en movimiento. Incluso los sonidos del silencio han ido cambiando con el paso del tiempo. Nuestro silencio es un ligero zumbido, con frecuencia de origen mecánico y a menudo no registrado. Nuestro silencio no es vacío.
En ocasiones, nuestro silencio es un silencio inducido, solicitado o exigido por las circunstancias. Se trata de un silencio tenue y respetuoso, roto esporádicamente por una tos, y contrapuesto a un guirigay que se mantiene latente. Se manifiesta en una señal en forma de un dedo índice extendido frente a unos labios cerrados, y que resuelve con una trascripción sonora cercana a la expresión virtual ssshhh. Pero éste es un silencio que permite otros ruidos y voces que no son las nuestras. Es el silencio de la escuela, el de los templos, el de los estudios de radio o de los platós de televisión, el de los hospitales y el de los auditorios.
Nuestro silencio deseado tampoco es auténtico silencio. No es como el silencio profundo del cosmos, allí donde no hay aire que conduzca las ondas sonoras. Ese silencio sería quizás insoportable. Nuestro silencio no es nada en la ausencia. No. Nuestro silencio, aquel con el que todos hemos soñado alguna vez, es más sencillo, más manejable, más suave, más flexible. Nuestro silencio deseado no es exactamente carencia de sonido, sino de ruido, entendido como aquel fenómeno vibratorio que causa rechazo. Nuestro silencio busca la armonía, el soplo tímido del viento, el tono dulce de la voz humana, el canto de los pájaros, el tañido de una campana, los acordes de una melodía, el murmullo de las hojas en movimiento o el rumor impreciso de las olas del mar.
Nuestro silencio soñado es prudente: huye del fanatismo, de la agresividad y de la barbarie, mediante el ejercicio de la discreción, la cautela, la razón, la calma, el sosiego, el reposo, la pausa… Nuestro silencio no es incomunicación.
El silencio, entendido como vacío absoluto, es la ausencia de comunicación: no decir nada. Callar. Es el secreto: aquello que no se quiere revelar ni dar a conocer. Y este silencio es compatible, paradójicamente, con el ruido. Así que, cuando hablemos de los silencios de la ciencia, no nos referiremos a ninguno de aquellos silencios, reales o anhelados, sino a un estado permanente de incomunicación. Y lo haremos en tres dimensiones: la primera, aparentemente inocente, revestida a veces de ignorancia, envuelta de pretextos y justificaciones, evasivas y coartadas; la segunda, malvada y odiosa, aunque disfrazada de nobles sentimientos patrióticos, llena de mentiras y de fraudes, destinada a ocultar y a desfigurar la realidad, porque lo que pretende es destruir; y la tercera, más embrollada y confusa, relacionada con el comercio, la especulación, los negocios financieros y, en consecuencia, siempre dispuesta a disimular, disfrazar y fingir. Aquí el silencio, acompañado o no de ruido caótico, suspende el proceso de transmisión de la información. Nada interesante llega al receptor.
Partiremos, pues, de tres hipótesis de salida acerca de las causas de los silencios de la ciencia:
1. La ciencia guarda silencio cuando los científicos se encierran en su laboratorio, centro de investigación o universidad y no quieren, no saben o no son conscientes de la obligación de comunicar entre ellos y con los ciudadanos.
2. La ciencia guarda silencio cuando los experimentos y sus aplicaciones tecnológicas están, directa o indirectamente, al servicio de la guerra.
3. Y la ciencia guarda silencio cuando las investigaciones científicas están vinculadas a los intereses mercantiles.
No todos los estados de incomunicación son iguales ni tienen el mismo rango. Por ese motivo, prefiero hablar de dos tipos de silencio: el silencio inocente, al menos en apariencia, de aquellos que no sienten la necesidad de comunicar; y el silencio culpable de aquellos que, por diversas razones, ocultan su trabajo intelectual. Y voy a subrayar especialmente el riesgo de conflictos éticos y sociales de los dos últimos: la ciencia como instrumento de guerra y la ciencia como mercancía.
En este sentido, y siguiendo las reflexiones de Carl Sagan, pongo sobre la mesa tres razones, también fundamentales, por las que la ciencia tiene la obligación de comunicar o, en otras palabras, conseguir que sus conocimientos alcancen una comprensión universal:
1. Primera: porque la ciencia pone en manos de la humanidad unos medios sin precedentes para salvar, prolongar y mejorar nuestras vidas.
2. Segunda: porque la ciencia pone en manos de la humanidad unos medios sin precedentes para destruir estas vidas que se quieren salvar.
3. Y tercera: porque la ciencia pone también en manos de la humanidad unos medios igualmente sin precedentes para conocernos a nosotros mismos y al universo que nos rodea.
En este capítulo se hablará, pues, de los silencios de la ciencia, de la penumbra comunicativa. El proceso conjetural previo nos permite enunciar la hipótesis de partida siguiente: la comunicación (salvo en el caso de los científicos de una misma subespecialidad) es la gran asignatura pendiente de la ciencia. Porque comunicar, y es preciso decirlo desde el principio, no es sólo divulgar i/o informar. La auténtica comunicación exige intercambio, que no sólo quiere decir respuesta, sino también retroalimentación. Lo llamaremos interactividad.
No se trata, en definitiva, de aplicar a la ciencia las diversas disciplinas de la comunicación para informar, motivar, persuadir o seducir, sino de organizarlas para conseguir una interacción auténtica entre todos los científicos y, sobre todo, entre los creadores de ciencia y los ciudadanos.
Contra la ciencia monástica
Voy a pasar casi de puntillas por encima del escenario de la primera de la causas de los silencios de la ciencia, porque encuentra su aval en la actitud de muchos investigadores: necesitan aislarse dentro de sus laboratorios, recogerse como los eremitas en sus despachos y bibliotecas, para poder desarrollar, con calma y sosiego, su trabajo indagatorio. Cierto. Este silencio está relacionado con una concepción monástica de la ciencia y, en general, es respetable y reparable.
Algunos científicos, admitámoslo, trabajan aislados (aunque lo hagan en grupo) y observan la vida cotidiana desde su torre de marfil. Forman parte de la mítica nómina de sabios distraídos, amables, candorosos y apacibles, tan rutinariamente caracterizados en la literatura y en el cine. Bastantes científicos simplemente no se han planteado la necesidad de comunicar nada. ¿Para qué? ¿Para que nadie lo entienda? Unos cuantos suelen practicar la endogamia intelectual y se niegan a descender hasta los niveles populares. Algunos no hablan ni dejan hablar, y menosprecian el trabajo de aquellos (muy pocos) que intentan construir puentes entre la alta investigación y la sociedad. Todos ellos argumentan que el silencio es creativo, que el rigor requiere paz y tranquilidad.
A menudo, el enclaustramiento puede ocultar un problema de incapacidad de comunicar ideas complejas en lenguaje sencillo. Resulta difícil. Lo sabemos. Pero hay que hacer un esfuerzo. Porque la incomunicación también es, a veces, un problema de irresponsabilidad y de prepotencia. Este arquetipo de científico, perdido en el laberinto de su propio yo, no siente la obligación de rendir cuentas a nadie. Y eso suele suceder en países en los que la mayor parte del dinero destinado a la investigación científica proviene del erario público.
Pero por encima de aquella tendencia a la vida interior o de esta propensión a la arrogancia intelectual, está el ciudadano, cada vez más interesado por la realidad científica y tecnológica, y por su impacto en la actividad social. En la sociedad del conocimiento, la necesidad de comunicar y el derecho ciudadano a obtener información siempre deben imponerse al silencio.
A menudo, el precio del silencio es la información deformada y el rumor. Nada más suicida que menospreciar la capacidad de impacto del rumor o de la falsa información. En un clima de desconocimiento sobre el trabajo científico, el rumor acentúa y generaliza la visión poco rigorosa e incluso negativa de la ciencia, reduce el interés social por estos temas, subraya la presencia de intereses particulares y gremiales, facilita el fraude científico, potencia las reacciones irracionales y devalúa las racionales. No tiene mucho sentido, por ejemplo, que los científicos se quejen de la falta de rigor de los medios de comunicación si ellos cierran las puertas a la transparencia informativa.
¿Por qué la ciencia (y, en general, sus instituciones) se han rodeado muchas veces del más profundo de los silencios? Si observamos el escenario actual de la comunicación entre la ciencia y la sociedad, justo en los preludios de la era de la información, y con los científicos como uno de sus protagonistas, el panorama es bastante triste. Y sin comunicación, no puede haber control social.
Todo el mundo está de acuerdo con la idea de que los descubrimientos científicos y sus aplicaciones tecnológicas condicionan el futuro de los ciudadanos y transforman las características de la sociedad. ¿Cómo se puede, entonces, ejercer un control social de la ciencia y la tecnología que respete, eso sí, la necesaria libertad que reclaman, con razón, los científicos? ¿Quién podrá hacer un estudio sobre los efectos de una nueva tecnología (o la modificación de una tecnología existente) sobre la sociedad, si no existe una información exhaustiva? ¿Cómo se podrán determinar las prioridades de la investigación científica y tecnológica a corto, medio y largo plazo?
El mito de la libertad del investigador parte de una premisa que suele contrastar con la realidad: la de la neutralidad de la ciencia. Pero tal como veremos más adelante, una buena parte de los recursos económicos destinados a la investigación provienen de los programas militares. Y otro pedazo significativo del pastel pertenece a intereses fundamentalmente mercantilistas.
Seamos sinceros, el dato científico no es casi nunca neutro, y no es generalmente cierto que exista una distancia insalvable entre el descubrimiento de un fenómeno o la obtención de un conocimiento y el momento de su aplicación. Entre la ciencia pura y la tecnología que la aplica. La misma investigación, como institución, privilegia determinados sectores mientras que abandona otros, y eso suele ser una elección de tipo político.
La tensión entre dos fuerzas aparentemente contrapuestas deviene inevitable: estimular la innovación científica y tecnológica libre y, al mismo tiempo, prevenir y vigilar el mal uso del dinero público invertido en ciencia y tecnología. ¿Cómo se sale del dilema? Con transparencia informativa y comunicación interactiva, que permita reducir los riesgos en las toma de decisiones. Porque también los ciudadanos, debidamente informados y guiados por los expertos, han de entrar en el debate sobre los límites de la ciencia.
¿Dejar la ciencia sólo en manos de los científicos encerrados en su laboratorio sin contacto con la sociedad? Alto riesgo. No tiene sentido que el futuro de la sociedad esté en manos de unos pocos expertos, que se escapan del control democrático. Ni siquiera los representantes de la colectividad saben exactamente en base a qué criterios se toman las decisiones.
No se trata de frenar la libertad de investigación, sino de facilitar su comprensión. La investigación científica no es un lujo, sino una necesidad. Y la incomunicación no se reduce a la relación entre la ciencia y la sociedad. En este mundo de carencias comunicativas, los científicos saben mucho, muchísimo, sobre su especialidad o subespecialidad, pero muy poco sobre las de los demás. No es posible comunicar con la sociedad si los mismos científicos de las diversas ramas y especialidades no se intercomunican.
A menudo, se utiliza el argumento de los congresos y los simposios para demostrar la voluntad de los científicos de comunicar sus descubrimientos. Es cierto en el caso de la misma subespecialidad. Pero, aun así, es preciso admitir que no siempre se consigue este objetivo: el científico es un ser humano con las mismas virtudes y defectos que los demás. Resulta obvio, pero no siempre ellos se presentan así, ni tampoco lo hacen los medios de comunicación. El reconocimiento (el gran sueño), los celos, el amor propio, los deseos de poder, las pequeñas y grandes parcelas de autoridad, la competencia, la ambición, la obsesión por las citas, el orden de las firmas, el cultivo de la fama y la prepotencia también forman parte de la fisonomía cotidiana de algunos científicos. Los vemos en las universidades. Los congresos, los simposios, las reuniones y los sistemas de publicaciones científicas también pueden convertirse en la tribuna para expresar más los afanes de notoriedad que los intereses puramente científicos y la necesidad de comunicarlos.
Y en este contexto de ambiciones más o menos digeridas, ¿cuántos científicos estarían dispuestos a impartir una clase a niños o adolescentes? ¿Cuántos a escribir un libro para la mujer y el hombre de la calle? ¿Cuántos a participar en un programa divulgativo de radio o televisión, o a abrir un blog de vulgarización del conocimiento en Internet? Todo el mundo reconoce que, como más presente está la ciencia en la esfera pública, más crecen las vocaciones científicas y más interés hay en la sociedad por la ciencia. Pues tampoco este argumento es capaz de mover la voluntad de muchos científicos.