En Los perros guardianes (1932) Paul Nizan lanza un desafío a quienes entienden la filosofía como un saber replegado en sí mismo, purificado de todo interés y desligado de las condiciones económicas y sociales que lo rodean: «La Filosofía tiene esta misión universal, una misión basada en la suposición de que la mente guía al […]
En Los perros guardianes (1932) Paul Nizan lanza un desafío a quienes entienden la filosofía como un saber replegado en sí mismo, purificado de todo interés y desligado de las condiciones económicas y sociales que lo rodean:
«La Filosofía tiene esta misión universal, una misión basada en la suposición de que la mente guía al mundo. En consecuencia, los filósofos piensan que están haciendo una gran acción para la especie terrestre a la cual pertenecen (ellos son la mente de esta especie). Ha llegado la hora de ponerlos bajo análisis, de preguntarles qué opinan sobre la guerra, el colonialismo, los adelantos en la industria, el amor, las variedades de muerte, el desempleo, la política, el suicidio, las fuerzas policiales, el aborto (en una palabra, todas las cosas que realmente ocupan las mentes de los habitantes de este planeta). Definitivamente ha llegado la hora de preguntarles en qué posición se ubican. Ya no debe permitírseles más que enloquezcan a la gente, que jueguen un doble juego».
La reivindicación de una filosofía forjada a la luz de la confrontación social ya había sido planteada por Marx, que en sus Tesis sobre Feuerbach (1845) reacciona contra la vacuidad de la filosofía que se mueve en el terreno de las ideas puras para concebirla como una actividad estrechamente ligada a las luchas populares y la transformación de la sociedad: «Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo». Es más, como portadora de un potencial emancipador frente a injusticas y opresiones, la filosofía, para Marx, podía convertirse en arma de la revolución.
El reto de Nizan de hacer una filosofía desde abajo sigue tan vivo hoy como entonces. Parafraseando a Horkheimer, los filósofos no pueden olvidar que a su alrededor se mata todos los días. ¿Cómo hacer de la filosofía una práctica comprometida con las luchas de liberación? ¿Qué sentido tiene filosofar en las actuales sociedades capitalistas globales donde responsabilidad social significa iniciativa emprendedora, y en las cuales la filosofía es percibida como un lujo cultural o, en el mejor de los casos, como un recurso explotable por el mercado de cirugías plásticas del alma? ¿Transformar la sociedad desde qué criterios y en qué dirección? Recuperando la pregunta que se hacía León Rozitchner: «¿Qué significa «hacer» filosofía entre quienes tenemos el privilegio de mantener la vida cuando tantos otros la perdieron?»
Son preguntas que exigen desmontar el prejuicio común que asume el supuesto escapismo de la filosofía, presentándola a menudo como un saber ocioso y enrevesado. Hablando en propiedad, lo cierto es que la filosofía nació como arte callejero de conversar. Su impulso fundacional, cuenta Platón, consiste en lo que los griegos llamaron thauma: la capacidad de asombro ante el mundo. Y es que originalmente quienes se dedicaban a la filosofía no se veían como figuras decorativas ni como iluminados en torres de marfil. No pensaban la filosofía como un campo de especulación abstracta y estéril, sino que la vivían en conformidad con sus ideas. De hecho, desde Sócrates, el quehacer filosófico viene atrayendo a gentes cuyo modo de estar en el mundo pasa por actuar, no callar y tomar partido. El empeño de Sócrates en las calles de Atenas por forjar una cultura del diálogo, la rebelión antipatriarcal de Olympe de Gouges, la lucha de Rosa Luxemburgo por la emancipación proletaria, el compromiso de Walter Benjamin con la esperanza de los vencidos, el activismo antirracista de Frantz Fanon o la solidaridad militante de Ignacio Ellacuría con los empobrecidos, entre otros ejemplos, muestran que la filosofía también es denuncia y vociferación, choque y sorpresa, ruptura y transformación de esas vidas de «tranquila desesperación» de las que habla Thoreau.
En virtud de ello, la filosofía cumple una función inseparable de la política, en el sentido que le otorga Alessandra Bocchetti, como «amor y cuidado del bien común y arte de estar juntos». Deja de ser percibida como una disciplina de élites para convertirse en lo que Boaventura de Sousa llama una práctica de retaguardia: una actividad guiada por una perplejidad productiva que interviene en el presente desde el acompañamiento crítico y solidario de las luchas por la transformación emancipadora. Su función no es mostrar el camino ni guiar hacia la verdad, sino acompañar, cuestionar, señalar límites, proponer alternativas, potenciar las herramientas teóricas de las fuerzas por la apertura democrática, etc. Por eso la lucha filosófica se ubica en la retaguardia, porque se da entre los de abajo, reivindica las aspiraciones de los grupos históricamente oprimidos por la dominación capitalista, patriarcal y racista, entre otras, y alberga la esperanza de un mundo no inmundo.
Como práctica de retaguardia, la filosofía encierra enseñanzas útiles para ponerla al servicio de los procesos de emancipación. Entre ellas cabe mencionar:
Primera: la preocupación y el cuidado por lo invisible, inspirada en una lección de El Principito: «Lo esencial es invisible a los ojos». La filosofía, en este sentido, abre un campo de visibilidad para rescatar experiencias sociales situadas fuera o en los márgenes de lo instituido y normalizado, y que han sido negadas, desacreditas o invisibilizadas por las formas de pensamiento dominantes.
Segunda: la unidad entre reflexión y acción, que busca tender puentes entre teoría y práctica, entre la razón y la emoción, para producir conocimientos a caballo entre la academia y la calle basados en la posibilidad de hablar con (y no tanto sobre) las fuerzas democratizadoras.
Tercera: la relevancia del amor y la solidaridad para el cambio social. Al contrario de lo que pretende el saber académico convencional, el amor no existe en oposición al conocimiento y la razón. El amor es más que un sentimiento: es fuerza vital, potencia unificadora y capacidad de entrega, por lo que puede desempeñar un papel fundamental en los procesos de transformación. Responde a un sentir comprometido que vence el aislamiento para ser con los demás. En palabras de Paulo Freire, consiste en «un acto de coraje, nunca de miedo, de compromiso con los hombres. Donde quiera que estos estén, oprimidos, el acto de amor está en comprometerse con su causa. La causa de la liberación». Precisamente es este el sentido que le da Camilo Torres cuando habla del «amor eficaz» como praxis revolucionaria.
Cuarta: la afirmación de la vida cotidiana. Los procesos de emancipación no se decretan con discursos académicos. Desde antaño, los filósofos se maravillaron con las particularidades de este mundo, porque es la vida lo que sustenta el conocimiento y no viceversa. Por eso la filosofía que se ejerce desde la retaguardia toma la vida cotidiana como fuente de inspiración y punto de partida, poniendo el foco en las disputas y contradicciones que la atraviesan para comprenderla de una manera que inspire a actuar.
El apoyo que la filosofía, desde la retaguardia, puede brindar a las resistencias populares fue captado de manera brillante por el 15M, cuando precisamente desde las calles, desde la plaza pública, pedía «Menos policía, más filosofía».
Antoni Aguiló es filósofo político y profesor del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra.
Fuente: http://www.eldiario.es/contrapoder/dia_mundial_filosofia_6_453614664.html
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