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Cuando la «guerra de clase» se hace guerra en los campos de batalla

Fuentes: Rebelión

En estos momentos lo que está en juego para el Capital como sujeto colectivo a escala global es la reestructuración de su dominio de forma compatible con el freno a la caída de su tasa de ganancia, o al menos con el intento de mantener la acumulación más allá de la tasa de ganancia. Dicho […]

En estos momentos lo que está en juego para el Capital como sujeto colectivo a escala global es la reestructuración de su dominio de forma compatible con el freno a la caída de su tasa de ganancia, o al menos con el intento de mantener la acumulación más allá de la tasa de ganancia. Dicho de otra manera, a medio plazo se trata de recomponer drásticamente las bases de acumulación preservando el sistema de dominio de clase. Esto significa un cambio sin retorno en las relaciones Capital/Trabajo, pero también una modificación en la composición interna de poder dentro del propio Capital a favor de los sectores más transnacionalizados y también, crecientemente, de los más parasitarios.

Esa estrategia pasa por el desmantelamiento de los mecanismos de regulación social de fases anteriores y la aplicación de la versión más antipolítica del capitalismo, pareja a la decadencia de su régimen de acumulación postkeynesiano o neoliberal. Éste, como fase degenerativa del capitalismo productivo, keynesiano, ha estado basado en aumentar la explotación del Trabajo y la apropiación privada de la riqueza social, y se apoyó en el auge del interés y la especulación financiera no sólo para posibilitarse ganancias ficticias pero aceptadas por todos como verdaderas, sino también para dictar las normas de gobierno por encima de la política en cada formación social.

Este tinglado ficticio estuvo montado en el espejismo de que el dinero (cada vez más dificultado de convertirse en capital) es capaz de valorizarse por sí mismo.

La «gracia» de ello es que el interés expresa la capacidad del capital de apropiarse del producto del trabajo ajeno, pero lo expresa como si fuera una capacidad propia e independiente del capital, haciendo invisible el proceso de explotación porque parece generado fuera del mismo, frecuentemente a través de la apropiación de lo que otro capitalista se ha apropiado.

El deterioro universal de las condiciones de trabajo. Lucha por la competitividad. Aumentan las tasas de explotación.

En su deterioro de la Política y del componente demos de la misma, y en general en su guerra de clase unilateral, el Capital cuenta con un tiempo de ensayo-error de estratagemas y políticas brutales que sólo la actual desorganización y desactivación del Trabajo a nivel mundial le permite (circunstancias estas últimas que son resultado, a su vez, de la agresión neoliberal contra el Trabajo emprendida en todo el planeta a partir de los años 70 del siglo XX).

Una de sus mejores armas en tal guerra ha sido la competitividad. Ésta significa en términos de capital transnacional los costos unitarios de las mercancías producidas en una formación socioespacial frente a los de otras formaciones (esto es, el grado de explotación de la fuerza de trabajo que se consigue en cada Estado).

Así por ejemplo, los países de la periferia europea, con mucha menos productividad que los países centrales, y sin poder devaluar sus monedas por estar ligados al euro, intentarán compensar esos déficit mediante el aumento de las exportaciones que calculan será factible gracias a la depreciación interna del trabajo incorporado a las mercancías, esto es, aumentando las tasas de explotación (en España aumentaron del 0.7, a mitad de los años 50, en pleno franquismo, a algo más del 0.9 al acabar el milenio. Es decir casi el 100%. Lo que significa que de cada 8 horas de trabajo, 4 se realizan para el empleador. Además, según Eurostat, los asalariados a tiempo completo trabajan un promedio de 8,5 horas extra a la semana, de las cuales 4,7 horas extra no son pagadas; lo que significa que casi el 10% de la jornada laboral regular acordada por convenio se le regala a la patronal).

Por su parte, como se sabe, la sobreexplotación del trabajo ha sido el mecanismo clásico de obtención de ganancia de las formaciones periféricas. Pero en general, si en una formación social se incrementa la tasa de explotación, la ortodoxia dice que aumenta también su capacidad para atraer flujos internacionales de capitales productivos (y financieros). O al menos eso es lo que se pretende. Ese camino es, sin embargo, muy poco seguro, dado que cada vez más países compiten en torno a los mismos elementos y decisiones.

Para compensar ese desagradable inconveniente el Capital cuenta con la apropiación de la riqueza social a través de la privatización de lo público. Se ha puesto a la tarea, además, de «patentizar» todas las actividades del ciclo de la vida e incluso la Vida misma (estos son los «enclosures» actuales por los que despoja a pueblos y seres humanos).

Siempre queda también la apropiación de los recursos energéticos y de singular valor para el desarrollo tecnológico.

Para esto último especialmente se impone cada vez más el recurso a la guerra abierta militar (eso sí, como dijera Cicerón, «la guerra debe emprenderse de tal manera que parezca que sólo se busca la paz»).

 

 

¿Adiós al reformismo?

En una formación social dada, la creciente asalarización de la población o su subsunción real, sin una contrapartida reformista, es proclive a generar situaciones de insurrección o cuanto menos de amplio descontento social. De ahí la cadena de levantamientos en los países árabes, que tienen obliterada la vía democrático-reformista desde hace décadas (años 60-70 pasados), cuando alcanzaron ya parecidos niveles de subsunción real del Trabajo (una situación objetiva semejante a la de la Europa de 1848, pero muy distanciada de las condiciones subjetivas, locales y no digamos ya globales, de entonces). Esas formaciones sociales han venido recurriendo a las versiones más rancias del Islam como forma de disciplinamiento y morigeración de sociedades que no pueden acceder al consumo.

Ahora sin embargo, parece que esos recursos ya no bastan, tampoco las tímidas reformas, ante unos levantamientos que de momento se dan sin organicidad. Como multitud.

Mientras tanto, en las sociedades centrales el reformismo involuciona, pero las poblaciones lo advierten como un momento pasajero. Prima la añoranza del pasado keynesiano, para evitar ponerse frente a frente con la irreversible degeneración de la civilización capitalista. Esto provoca tendencias a las salidas individuales o egoístas: «primero los nacionales». Y la no por habitual menos frecuente premisa más o menos inconsciente de que «nosotros los europeos (somos los únicos que) tenemos derecho a tener una buena vida, independientemente de lo que les pase a los demás».

Frente a las brutales agresiones de clase (de la clase capitalista) contra los derechos conquistados, contra la condición salarial en general, buena parte de las poblaciones europeas continúan pensando más en la alternancia de Gobiernos y de partidos en el Gobierno, antes que en la alternatividad a lo dado.

Así, la tendencia es a votar al partido de oposición (previo ajuste bipartidista en todos los países), para ver si éste remedia «los destrozos» que hizo el otro.

De esta forma, mientras haya dirigentes y partidos dispuestos a inmolarse electoralmente, el Capital se da un tiempo más de respiro.

No olvidemos que las elecciones capitalistas cumplen diversas funciones de autorregulación del sistema, entre otras:

· Concentrar la atención en la supuesta renovación e incluso regeneración de la vida política (con los manidos esloganes que se repiten en cada proceso electoral: «Por el cambio»; «Es la hora del cambio», «Todos por el cambio», etc.). Esperanzas inmediatamente frustradas, pero no por eso también siempre renovadas.

· Comprobar el grado de «fidelidad» al sistema o aceptación del mismo. Cómo las diversas opciones o versiones del capital captan o conectan con las diferentes sensibilidades políticas. Calibran así también las posibilidades de sus diversos «críticos», y sobre todo, el nivel de legitimidad propio.

· Medir el grado de subordinación ideológica de la población. Su nivel de carencia de propuestas alternativas (más allá de no votar o votar en blanco), en un contexto de mayor control electoral y de represión de opciones políticas alternativas.

 

De esta manera se prolonga el espejismo de la autocorrección del sistema.

 

Aunque en la actualidad cada vez más lo que se está haciendo es alargar el tiempo de la frustración. Es decir, el tiempo en que tarda en cocer la cólera social.

 

 

Fin del juego

La degeneración del régimen de acumulación financiero, que intentó suplantar a la degeneración del capital productivo (es decir, la degeneración de lo degenerado), marca los límites de esta guerra de clase desatada por el Capital.

La deuda oficial norteamericana alcanzó en diciembre de 2010 la cifra de 4.4 billones de dólares. El crédito que solían dar los países al invertir sus reservas internacionales en dólares se está acabando en los últimos años. Preocupa especialmente la actitud de China al respecto, que h asta 2010 ha financiado el 20% de toda esa deuda.

Japón y los países del Golfo financiaban otro 25% de la deuda total gubernamental de EEUU. Con la actual crisis política en África del Norte y Asia occidental, se espera que los países del Golfo dejen de comprar masivamente Bonos del Tesoro de EEUU.

Por su parte Japón se verá obligado a vender una parte sustancial de los Bonos del Tesoro de EEUU a partir del golpe enorme que acaba de recibir su economía, para financiar su estabilización y reconstrucción.

Las inyecciones masivas de liquidez por el Banco de Japón implicarán probablemente un aumento inmediato en las tasas de interés a escala mundial. Si esto ocurre, ello no dejará de desestabilizar la economía internacional. No es difícil de prever un serio percance financiero y monetario a nivel global.

Como respuesta a la pérdida de interés internacional por su deuda pública, EEUU imprimió en los últimos años enormes cantidades de dólares sin respaldo, pero este truco cada vez le será más difícil de mantener.

Al reducirse sus posibilidades de crédito se entiende que a partir de ahora EEUU se verá obligado a recurrir a severas políticas de austeridad. Éstas no sólo se darán en el gasto público federal sino también en los presupuestos de los propios Estados norteamericanos. En el momento en que aumenten las tasas de interés, esta modalidad de la guerra de clases será asumida por muchos Estados, que intentarán hacer recaer la deuda pública en la clase trabajadora, al estilo de lo sucedido en Wisconsin.

Al perder todas las opciones de crédito, el poder militar en acción de EEUU se verá también limitado. La guerra ha de autofinanciarse y esto nos dirige de nuevo a otras invasiones a países petroleros o con recursos energéticos clave.

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.