Entre los recuerdos que de su padre tiene y guarda mi pareja sentimental está una vieja Libreta Oficial que recoge el historial de su navegación mercante. Junto al registro de embarcos y desembarcos, las páginas dedicadas a hechos notorios y recompensas y los espacios dedicados a consignar las correcciones y castigos (que conste: en blanco); […]
Entre los recuerdos que de su padre tiene y guarda mi pareja sentimental está una vieja Libreta Oficial que recoge el historial de su navegación mercante. Junto al registro de embarcos y desembarcos, las páginas dedicadas a hechos notorios y recompensas y los espacios dedicados a consignar las correcciones y castigos (que conste: en blanco); la Libreta en cuestión reproduce la Ley Penal de la Marina Mercante.
Curiosamente Juan García Martínez la empleó en la década de los sesenta y aunque -si no me equivoco- debía estar en vigor la Ley Penal y Disciplinaria de la Marina Mercante de 22 de Diciembre de 1955; la que se reproduce es la de 1923. El título segundo, ‘De los delitos y las penas’, se abre con un capítulo primero dedicado a los ‘Delitos contra el derecho de gentes’ cuyo primer artículo (el duodécimo del texto legal) afirma: «Los tripulantes de un buque que no procedan a emplear los medios a su respectivo alcance para el salvamento de náufragos que se encuentren abandonados en el mar, o de las personas que se encuentren a bordo de un buque en grave peligro de perderse, pudiendo hacerlo sin riesgo para su persona, incurrirán en la pena de prisión correccional.
En la misma pena incurrirá el Capitán, o quien haga sus veces, que durante la navegación no acuda en auxilio de un buque que lo pida por radiotelegrafía o en otra forma, pudiendo hacerlo sin grave riesgo para la seguridad del buque a su mando, o que, en las últimas circunstancias, no preste auxilio a toda persona, aun enemiga, encontrada en el mar en peligro de perdición».
Leguleyo en el sentido estricto de la palabra, me consta que la normativa al respecto ha variado bastante, complicándose, siendo de referencia la Ley 27/1992 de Puertos del Estado y de la Marina Mercante (y su desarrollo posterior), que además de intentar acabar con la dispersión de textos legales en tan compleja materia y regular, por ejemplo, la Sociedad Estatal de Salvamento y Seguridad Marítima; deroga la citada norma del 55.
Ello no quita para que el epígrafe K del apartado 2, ‘Infracciones contra la seguridad marítima’, del artículo 116 de la Ley del 92, contemple como infracción muy grave «las acciones u omisiones del capitán o de los miembros de la dotación del buque que supongan la no prestación o denegación de auxilio a las personas o buques cuando el mismo sea solicitado o se presuponga su necesidad».
Estoy seguro de que ni el patrón ni la tripulación del Francisco y Catalina tenían en la cabeza esos preceptos legales cuando decidieron auxiliar a las 51 personas que, a la deriva, se encaminaban a una muerte casi segura. Quizá a posteriori, o en los momentos en los que hayan estado pidiendo instrucciones, preguntando qué hacer, se les haya podido pasar por la cabeza los diferentes Convenios Internacionales sobre Búsqueda y Salvamento Marítimo que a lo largo del tiempo se han venido sucediendo. Pero probablemente tampoco. O si lo hicieron debió ser para maldecirlos.
«Hicimos lo que teníamos que hacer». «No podíamos hacer otra cosa». «Lo primero era salvar a esa gente». «Lo volveríamos a hacer». Las declaraciones en ese sentido realizadas por la tripulación del pesquero han permitido a numerosos comentaristas y periodistas el recurso a algunos tópicos, que no por serlo están fuera de lugar ni dejan de tener su importancia. Entre ellos, los de que la tripulación del Francisco y Catalina obedecieron «la ley del mar», entendida esta como una ley no escrita basada en la solidaridad.
Como ha podido leerse más arriba, en realidad sí que hay leyes escritas al respecto. Pero es cierto que no fueron estas las que, directamente, obedecieron los protagonistas de la historia que nos ocupa. Ni si quiera obedecieron las normas de un derecho marítimo consuetudinario, basado en la costumbre o en la cultura, aunque indirectamente también hayan podido hacerlo. Obedecieron unas normas que encuentran cobijo en eso que podemos llamar conciencia moral y que se re-escriben, o mejor, se subrayan en el momento de elegir, de decidir. Y cuando esas decisiones son, como esta fue, colectiva; se refuerza la idea de que puede haber un substrato ético común, fundamental para garantizar esa cosa a veces tan difícil que es la convivencia humana, basado en ideas que a veces quedan en vanas palabras (la solidaridad que se citaba, sin ir más lejos) pero que en otras ocasiones se llenan de orgullo, pese a las dudas y los miedos, ondeando al aire…
Sucede que a veces, no siempre y normalmente no desde la sinonimia o la concordancia completas; moral, ética y derecho coinciden. Son lo mismo, aunque no sean igual.
En tierra, por desgracia, la cosa suele ir de otra manera. Pero esa es, si no otra historia; sí otra parte de esta historia.