Ernest Hemingway escribió uno de sus más deliciosos libros, «París era una fiesta», recordando sus años jóvenes en París. Habló de la Plaza de la Contrescarpe, detrás del Panteón, donde vivía, y de los bares malolientes de su barrio y del frío incesante de la habitación donde escribió el inicio de su obra, y de […]
Ernest Hemingway escribió uno de sus más deliciosos libros, «París era una fiesta», recordando sus años jóvenes en París. Habló de la Plaza de la Contrescarpe, detrás del Panteón, donde vivía, y de los bares malolientes de su barrio y del frío incesante de la habitación donde escribió el inicio de su obra, y de los tibios cafés del Boulevard Saint Michel, donde iba a refugiarse y veía a lindas muchachas transeúntes con rostros como «monedas recién acuñadas». También habló de los pescadores que se sentaban en el parque del Verde Galante, en la punta de la Isla de la Cité a conseguir sardinas, que podían degustarse, después de ser fritas, con una jarra de vino blanco fresco, y no olvidó mencionar sus conversaciones con los vendedores de libros viejos a lo largo de las riberas del Sena.
Pero no siempre París fue así. Hubo una etapa sombría cuando los nazis ocuparon la ciudad al comenzar la Segunda Guerra Mundial y la semana pasada se conmemoraron sesenta años de su liberación con grandes ceremonias nostálgicas del heroísmo.
Los aliados habían desembarcado en Normandía y avanzaban hacia el corazón de Alemania. Por la estrategia aprobada, París sería contorneado para seguir el camino hacia el Rin. Fue el general De Gaulle quien presionó al alto mando para que destinasen la Segunda División del General Leclerc a la liberación de la capital de los galos. París podía haber sufrido el destino de otras ciudades como Rótterdam o Dresde, Hiroshima o Varsovia, casi extinguidas por los efectos de la guerra.
Hitler era un arquitecto frustrado. Pasaba gran parte de su tiempo dedicado el diseño de un nuevo Berlín y compartía grandiosos planes de edificación con su arquitecto Albert Speer. Por eso, cuando París fue tomado, voló inmediatamente a la ciudad a donde llegó al amanecer y en las primeras horas tranquilas de la mañana la visitó sosegadamente. Inspeccionó minuciosamente el edificio de la ópera, que admiraba. Hay una foto célebre en la cual se le ve contemplando la ciudad desde la terraza del Trocadero. Por ese mismo aberrado frenesí que le caracterizaba ordenó que se destruyese la ciudad antes de entregarla a sus enemigos.
El verdugo seleccionado para esa indigna tarea fue el general Dietrich von Choltitz, quien se había batido en el frente ruso.
Choltitz era un hombre de cultura y había seleccionado como residencia la artística mansión de la opulenta familia cubana Abreu. Sus oficinas se instalaron en el exquisito Hotel Meurice de la rue de Rivoli. Las autoridades municipales, conocedoras del minado con explosivos que se efectuaba de los puentes del Sena, así como de los principales edificios, le rogaron que desistiese de tan siniestro propósito y Choltitz accedió, desobedeciendo a Hitler.
Las Fuerzas Francesas del Interior se alzaron en armas para ayudar a las tropas que se aproximaban. Los policías tomaron la Prefectura en la isla de la Cité. Durante los días finales de agosto de 1944 las calles parisinas fueron escenario de feroces combates. En la actualidad los paseantes pueden leer numerosas placas que marcan los sitios donde cayeron los 1,438 parisinos que contribuyeron con sus vidas a liberar la urbe.
Choltitz estaba persuadido de la derrota de Alemania y una semana antes del inicio del ataque de Leclerc ordenó la liberación de todos los judíos que aguardaban su deportación a campos de concentración. La resistencia interna estaba mayormente integrada por comunistas y dirigida por ellos y De Gaulle apresuraba a Leclerc para restarle poder a las izquierdas tras la inminente liberación. Los españoles republicanos desempeñaron un papel muy activo y los primeros carros blindados que arribaron frente al ayuntamiento de París tenían por nombre Madrid y Guadalajara.
El 25 de agosto Choltitz firmó la rendición y al día siguiente De Gaulle marchó por la avenida de Campos Elíseos frente a una inmensa muchedumbre que le aclamaba. Hemingway entró en la ciudad que más amaba y se dirigió al Hotel Ritz donde «liberó» su abundante bodega de vinos. Mientras Hitler preguntaba insistentemente por teléfono a su general: «¿arde París, arde París?», todas las campanas de la ciudad eran lanzadas a vuelo gloriosamente. Choltitz murió en su cama, en 1963.